Reyes Mate
|
“¿Se hizo lo que se pudo o lo que se debió?
Esta pregunta se hace cada vez más inevitable cuando se habla sobre la
transición política española en la que el pasado de la guerra civil y del
franquismo brilló por su ausencia. Frente a quienes —políticos e historiadores—
piensan que se hizo lo que se debió, entendiendo por ello que los protagonistas
tomaron la decisión de que el pasado no contara porque era lo mejor y porque
así lo quería la sociedad española, están —jóvenes historiadores y ciudadanos
críticos, muchos de ellos nietos de los protagonistas de la guerra civil— los
que piensan que se hizo lo que buenamente se pudo, habida cuenta del gran peso
del franquismo, de la amenaza de los militares, y de la debilidad de la
oposición.
Este debate entre lo que se pudo y lo que
se debió está llamado a seguir. Y no parece exagerado pensar que lo que late en
el fondo es la censura o el aplauso a la política de la transición, es decir,
al modelo español de tránsito de una dictadura a la democracia. Lo que yo me
propongo ahora, sin embargo, es algo diferente. Quiero preguntarme si, más allá
de lo que se pudo o no se pudo, la memoria del pasado tiene unas exigencias
irrenunciables. Estas reflexiones deberían enmarcarse más en algo así como una
"cultura de la memoria" que en un debate de historiadores sobre la
transición política española.
Para poder hablar de una cultura de la
memoria hay que empezar preguntándonos si la memoria es una forma específica de
apropiación del pasado, distinta, por tanto, de la que lleva a cabo la
historia. Es decir, ¿existe una diferencia específica entre historia y memoria
en la lectura con el pasado? Para responder debidamente habría que tener en
cuenta dos formas de olvido radicalmente diferentes. No es lo mismo el olvido en
el sentido de desconocimiento del pasado, que olvido en el sentido de no dar
importancia al pasado. En el primer caso el olvido es ignorancia y, en el
segundo, injusticia. Dado que lo propio de la historia es conocer el pasado, y
que lo que preocupa a la memoria es la actualidad del pretérito, bien podemos
plantear ya la hipótesis de si historia y memoria no serán dos continentes
distintos.
La razonabilidad de la hipótesis está
avalada por la historia de los términos (memoria, para los antiguos, era un sensus internus, un sentimiento,
mientras que la historia era el orden del conocimiento de los hechos) y sobre
todo por el significado moderno de memoria, ese que irrumpe con fuerza a
finales del siglo XIX, que queda reflejado en la obra de Halbawchs, La memoire collective
cuando dice que "la historia comienza cuando acaba la tradición".
Pensamiento que también le ronda a Jorge
Semprún cuando advierte que dentro de poco ya no quedarán sobrevivientes
que puedan dar testimonio y el pasado de los campos será cosa de la historia,
es decir, la historia comienza cuando acaba la memoria. No vamos a seguir, sin
embargo, el método de perseguir los significados o definiciones de memoria y de
historia, porque pronto las cartas se mezclan hasta el punto de hacerlas
irreconocibles: hay pensadores de la memoria que se presentan como
historiadores, como le ocurre a Walter
Benjamin, y hay historiadores profesionales, como Eric Hobsbawm, cuya historia se hace cargo en buena parte de las
preocupaciones de la memoria.
De ahí que el camino que se proponga sea
menos polémico y más irónico: tratar de explicar qué se entiende por memoria.
Para esta tarea la guía de Walter Benjamin es imprescindible por dos razones:
primero, porque recoge una tradición, la judía, que es una forma eminentemente
anamnética de leer el pasado. Como dice el historiador judío Josef Yerushalmi, Israel se sentía tan
lejos de la historia y de la historiografía que el propio Maimónides la
consideraba "una pérdida de tiempo" . Y, segundo, porque toda su vida
fue un intento de dar a esa memoria el trato de historia moderna, es decir,
sacarla del humus ritual o sagrado en que nace para hacer valer su significado
en la plaza pública.
"La memoria", dice Benjamin, "asemeja a rayos
ultravioletas capaces de detectar aspectos nunca vistos de la realidad" .
Que estamos ante un fenómeno nuevo lo da a entender el propio vocabulario. Benjamin descarta los términos habituales y
rescata uno en desuso que él mismo traduce al francés por souvenance, cuyo equivalente al español sería
"remembranza". Dado su arcaísmo, mejor será traducirlo por
"rememoración".
Podemos decir que es una mirada específica
sobre el pasado o, mejor aún, una construcción del presente desde el pasado,
esto es, no restauración del pasado, sino creación del presente con materiales
del pasado. Para que esa construcción tenga lugar debe producirse un encuentro
de un determinado pasado con un determinado presente.
¿De qué pasado hablamos? Hay dos tipos de pasado: uno que está
presente en el presente y otro que está ausente del presente. El pasado
vencedor sobrevive al tiempo ya que el presente se considera su heredero. El
pasado vencido, por el contrario, desaparece de la historia que inaugura ese
acontecimiento en el que es vencido: la derrota de los moriscos supone o
conlleva su ausencia de la ulterior historia de España que llega hasta
nosotros, en tanto que esta historia sí está ligada a la de los cristianos
vencedores. Hay un pasado que fue y sigue siendo, y otro que fue y "es
sido", es decir, ya no es. La memoria tiene que ver con el pasado ausente,
el de los vencidos.
Lo importante, sin embargo, no es que ese
pasado desaparecido sea su campo de trabajo, sino cómo lo trata. Lo específico
de la memoria es cómo entiende ese pasado. Para llamar la atención de esa
novedad, Benjamin habla de un "giro copernicano" en el tratamiento de
ese pasado por la memoria. ¿En qué consiste? En considerar ese pasado aplastado
no como algo que fue y ya no es, es decir, no como algo fijo, inerte, sino como
algo privado de vida, como una carencia y, por tanto, como un deseo (frustrado)
de realización.
Lo propio, por tanto, de la mirada de la
memoria es, en primer lugar, la atención al pasado ausente del presente y, en
segundo, considerar esos fracasos o víctimas no como datos naturales que están
ahí como están los ríos o las montañas, sino como una injusticia, como una
frustración violenta de su proyecto de vida. La mirada del historiador benjaminiano
se emparenta con la del alegorista barroco que no considera las ruinas y
cadáveres como naturaleza muerta, sino como vida frustrada, una pregunta que
espera respuesta de quien lo contemple. Esa atención a lo fracasado, a lo
desechado por la lógica de la historia es profundamente inquietante y
subversiva, tanto desde el punto de vista epistémico como político, porque
cuestiona la autoridad de lo fáctico. Lo que se quiere decir es que la realidad
no es sólo lo fáctico, lo que ha llegado a ser, sino también lo posible: lo que
fue posible entonces y no pudo ser; lo que hoy sobrevive como posibilidad por
estrenar.
Nos podemos imaginar el carácter real de
lo quedó en mera posibilidad porque se impidió su logro, es decir, nos podemos
imaginar la presencia de ese pasado ausente que opera en la memoria como esos
huecos en algunas esculturas de Chillida.
El bloque sería lo fáctico y los vacíos la memoria de los vencidos. Están ahí
como minando la pretensión de la materia a ser la única realidad. La presencia o
realidad del vacío no es como la de la materia, pero su sola presencia
cuestiona la pretensión de la materia a ser toda la realidad. El vacío pretende
tomar cuerpo aunque su corporeidad no será ya una excrecencia de la misma
materia. Otra obra ejemplar es la del escultor catalán Claudi Casanovas, titulada A
los vencidos: un gigantesco bloque de cerámica, ennegrecido por el fuego,
con lacerantes fisuras en sus cuatro costados y vacío en su interior. Las
hendiduras son al tiempo la expresión de la derrota y también el espacio por
donde puede "colarse el Mesías", que diría Benjamin.
Als vençuts Claudi Casanovas |
Si del ejemplo artístico pasamos a la
historia real tenemos que Pinochet, por ejemplo, no es la única realidad
después de la derrota de Allende. Pinochet es lo fáctico pero si queremos
comprender la realidad de los años de Pinochet tenemos que tener en cuenta la
presencia de la ausencia de Allende, es decir, la sustracción a la sociedad
chilena de una experiencia política abortada violentamente. Lo mismo podría
decirse de Franco y la Segunda República española. El modelo de la relación de
la memoria con el pasado es el que propone Brecht
en el poema "A los
descendientes": pide a los nietos que se acuerden de los abuelos, pero
no de los éxitos que ciertamente tuvieron, sino de sus fracasos, para que ellos
hagan realidad sus sueños.
Als vençuts (detall) |
La memoria funciona como el despertar de
un sueño.(…) Despertar del sueño significa entonces abandonar el estado de
inconsciencia (que es el que caracteriza a la vida) y habilitar lo que hay tras
ese estado de vida, proyección de deseos, utopía.
¿Quién puede recordar así?, ¿quién puede detectar en lo que parece
naturaleza muerta un chispazo de vida?, ¿quién es ese historiador? No basta la
curiosidad intelectual ni querer saber qué ocurrió entonces. Benjamin recurre a
la imagen de un revelador fotográfico. Sólo uno muy potente puede descubrir en
el negativo detalles, aspectos que escapan al ojo natural y a un revelador
corriente. La potencia del revelador tiene que ver con la situación del
historiador, esto es, con la conciencia de necesidad que tenga, con la propia
"experiencia de sufrimiento", con "un momento de peligro".
¿Por qué privilegiar la mirada del sujeto
que sufre?, ¿qué tiene de particular o sobresaliente?, Saber que la historia
pudo ser de otra manera. Ellos saben que el hecho no agota las posibilidades de
una acción histórica. Para explicar la agudeza de esa mirada, Benjamin dice
algo enorme. Dice que "para los oprimidos su historia es un permanente
estado de excepción". Es algo enorme porque está reconociendo que la
democracia de los Estados democráticos es sólo para algunos. Es una severa
crítica al pensamiento político por no haber visto algo tan enorme que, sin
embargo, sólo para algunos es evidente. El pensamiento político sí ha visto y
denunciado a lo largo de los siglos casos de esclavitud, explotación o
dominación. Pero lo ha explicado como parte de un proceso que en su conjunto es
positivo. Lo que ha hecho el pensamiento ha sido fijar la atención en el
conjunto del proceso y relativizar los momentos negativos, declarando esa
negatividad como no esencial, algo provisional, contingente, secundario. Sólo
quien hoy sea el precio del progreso puede hacer otra lectura del proceso en su
conjunto. Ese o esos pueden decir que una parte de la "sociedad que
progresa" ha vivido en un estado de excepción que no es excepcional o
provisional, sino permanente.
Pero la memoria no se queda ahí. Su objetivo
no es sólo proporcionar un conocimiento específico. La memoria sabe menos que
la historia, por eso Raül Hilberg a
la hora de escribir su monumental historia, La destrucción de los judíos europeos, no sigue la pista que marca
la memoria de las víctimas, sino los ficheros de los verdugos. Pero la memoria
tiene un secreto cognitivo. A él apunta Max
Horkheimer cuando dice que "la ciencia es estadística y al
conocimiento le basta un campo de concentración". La ciencia trabaja con
datos, con los máximos datos posibles, pero sólo quien haya vivido la experiencia
de un campo de concentración puede decir "todo es campo", porque
aquello hubiera sido imposible sin la complicidad o la indiferencia de todos. Y
tiene razón. La memoria quiere decir algo sobre el presente: quiere decir que
si, mirando hacia atrás, ha llegado a la conclusión de que el estado de
excepción es permanente, la excepcionalidad sigue siendo la lógica de la
historia en este momento y que, por tanto, se va a reproducir para una parte de
la sociedad o del mundo la existencia como campo de concentración. La propuesta
política de la memoria es interrumpir esa lógica de la historia, la lógica del
progreso, que si causó víctimas en el pasado, hoy exige con toda naturalidad
que se acepte el costo del progreso actual.
Si algo hemos aprendido de las víctimas de
los campos es que su importancia política no tiene que ver tanto con las causas
que defendieron cuanto con la propia figura de la víctima: el que la política
se construya con muertos. El problema es la banalización de la vida y de la
muerte. Se banaliza la vida cuando se la considera un precio para alcanzar
fines políticos; y se banaliza la muerte cuando se la considera moneda de
cambio para la paz. Banalización porque al final se supedita la vida y la
muerte a los objetivos de los "vivos".
Una
explicación clara de lo que significa esta memoria, la da el filósofo y
escritor polaco Tadeusz Borowski,
superviviente de Auschwitz y autor de Nuestro
hogar es Auschwitz : “Me acuerdo de cómo me gustaba Platón. Hoy sé que
mentía. Porque los objetos sensibles no son el reflejo de ninguna idea, sino el
resultado del sudor y la sangre de los hombres. Fuimos nosotros los que
construimos las pirámides, los que arrancamos el mármol y las piedras de las
calzadas imperiales, fuimos nosotros los que remábamos en las galeras y
arrastrábamos arados, mientras ellos escribían diálogos y dramas, justificaban
sus intrigas con el poder, luchaban por las fronteras y las democracias.
Nosotros éramos escoria y nuestro sufrimiento era real. Ellos eran estetas y
mantenían discusiones sobre apariencias. No hay belleza si está basada en el
sufrimiento humano. No puede haber una verdad que silencie el dolor ajeno. No
puede llamarse bondad a lo que permite que otros sientan dolor”.
Su experiencia en el campo le ha enseñado
a leer la historia de otra manera: no hay que buscar la verdad o el sentido en
el mundo de las ideas, sino en y a partir de la cruda realidad. El idealismo
occidental explica que adjudiquemos la construcción de las pirámides de Egipto
al genio de algún gran arquitecto y no también al trabajo de los esclavos. Eso
no lo sabe ahora él, reducido a la condición de esclavo y constructor de nuevas
pirámides. Pero dice algo más: ya no es posible la poesía al margen de
Auschwitz, ni verdad que ignore el sufrimiento, ni ética que no sea respuesta
al dolor ajeno.
Para entender lo que significa esta
memoria moral hay que olvidar en cierto modo el uso común que hacemos de estos
términos. Ni la memoria consiste en recitar de corrido la lista de los reyes
godos, ni olvido tiene que ver con algún episodio de la enfermedad de
Alzheimer. Nos aproximamos más a ese sentido si entendemos la memoria como una
hermenéutica, pero aplicada a la vida y no a los textos. Memoria es leer la historia
como un texto. La hermenéutica se aplica normalmente a un texto, no a la vida.
Ahora se trata de leer la vida como si fuera un texto.
Se trata ciertamente de una hermenéutica
especial porque en vez de privilegiar los lugares de la tradición recibida,
como hace la hermenéutica clásica, pone el acento ahora en los momentos
despreciados o declarados insignificantes: "el método histórico [que
Benjamin propugna] es uno filosófico en cuya base está el libro de la vida.
Leer lo que nunca fue escrito" La memoria es capaz de leer la parte no
escrita del texto de la vida, es decir, se ocupa no del pasado que fue y sigue
siendo, sino del pasado que sólo fue y del que ya no hay rastro. En ese sentido
se puede decir que se ocupa no de los hechos —eso es cosa de la historia—, sino
de los no-hechos.
Para la hermenéutica benjamniana declarar
insignificante lo que ya no es porque fracasó es, de entrada, una torpeza
metodológica, porque esta hermenéutica sí sabe leer lo que "nunca fue
escrito"; y es, en segundo lugar, una injusticia, porque ese juicio (de
insignificancia) cancela el derecho de la víctima a que se reconozca la
significación de la injusticia cometida y, por tanto, a que se le haga
justicia. Por eso se dice que memoria y justicia son sinónimos, como también lo
son olvido e injusticia. Si hubiera que resumir en cuatro palabras la memoria
serían éstas: "que nada se pierda".
Estas reflexiones sobre la memoria nacen
de una crítica interna a la Ilustración en nombre de la Razón ilustrada, es
decir, no nacen de Auschwitz, entre otras razones porque Benjamin muere en
1940, dos años antes de la "solución final". ¿Añade algo Auschwitz?
La pregunta está justificada porque, en asunto de memoria, Auschwitz tiene algo
que decir. Su singularidad, dentro de la historia de horrores que ha generado
la humanidad, estriba en ser precisamente un proyecto de olvido. Nada debía
quedar ningún rastro físico del crimen para que no hubiera posibilidad de
memoria.
Fue un amigo y lector de Benjamin, Theodor W. Adorno, quien sacó las
consecuencias de esta novedad planteando la necesidad de un nuevo imperativo
categórico, el "imperativo de la memoria" que solemos formular así:
"recordar para que la barbarie no se repita", pero que en la
formulación adorniana es infinitamente más preciso: "reorientar el
pensamiento y la acción para que Auschwitz no se repita”. Adorno da una vuelta
de tuerca a la importancia de la memoria.
Benjamin fundaba la fuerza de su teoría de
la memoria en la capacidad argumentativa. Discutía con el historicismo o el
progresismo sobre el pasado recurriendo a la razón, como todos los demás.
Incluso su evocación o invocación política del mesianismo pretendía quedarse
dentro de los marcos de la razón. Frente al imperativo cognitivo que debe
dominar el trabajo del buen historiador —"que nada se pierda del
pasado"— la memoria se postula como una respuesta a la altura de la
pregunta o preocupación.
Pero algo pasa para que la
"rememoración" deje de ser un mero resorte argumentativo y se
convierta en un deber, en un imperativo categórico. Lo que ha ocurrido no es
algo imprevisto: el olvido ha dejado de ser un componente implícito para
convertirse en epicentro de un proyecto político. Europa contaba con el factor
olvido en sus teorías sobre filosofía de la historia. Hegel, por ejemplo, hablaba de que el desarrollo del Weltgeist
hacía inevitable "pisar algunas florecillas al borde del camino";
todo el mundo tiene asumido que para progresar hay que pagar un precio. En
todos esos planteamientos estaba descontado ya el olvido, entendido como
insignificancia del costo de la historia. Pero en Auschwitz, por primera vez,
se pone en práctica un proyecto político basado en el exterminio físico y
metafísico del otro. Esto plantea un nuevo y colosal desafío hermenéutico sobre
la significación del olvido, al que Adorno responde con el imperativo de la
memoria. No se trata ya de tener en cuenta al desecho de la historia, sino de
repensar la verdad, la bondad y la belleza desde el desecho de la historia.
Y ¿hoy?, ¿ha pasado el momento de
peligro?, ¿se puede desactivar el estado de excepción y volver a la normalidad?
El problema es que la normalidad es ya olvido. Nietzsche preside nuestras vidas con su aforismo: "para vivir
hay que olvidar". (…) Vivimos en una cultura de la amnesia y harán falta
muchas energías para pensar la ética y la política, el derecho y la justicia,
la verdad y la beldad desde la memoria de los vencidos.
De la distancia que media entre historia y
memoria, da idea Benjamin cuando dice que la construcción científica de la
ciencia se basa en el desprecio del material que hubiera permitido a la
historia entenderse a sí misma como memoria. Sólo en la medida en que la
historia se aleje del ideal de la ciencia y se acerque a la conmemoración
podremos hablar de entendimiento entre historia y memoria. Y una ironía final
de Manuel Vicent que escribía así (El
País, 22/08/1998): "Los escritores y artistas que estén interesados en pasar
a la posteridad deberían saber que ésta sólo acepta a quienes logran transmitir
a las nuevas generaciones, aún en medio de las propias desgracias, una
sensación de placer y sugestiva belleza que haga fascinante el tiempo pasado en
cuyo espejo los supervivientes se reflejan. Moralistas, predicadores y profetas
de mal agüero se van por el sumidero de la historia. Se necesita ser muy
lúgubre para rescatarlos de la tumba con objeto de que te sigan riñendo. El
charleston es más recordado que la batalla del Marne. El sombrero de Capone ha
sobrevivido a sus crímenes. La canción de Lili Marleen ha triunfado sobre todas
las ruinas humeantes de Berlín".
Manuel Vicent tiene bien claro que un
pasado será bien recordado si se concreta en un valor, en un patrimonio, que
nos saca a nosotros, sus herederos, de penas. Ese es un pasado apreciado. Por
eso sería de mal gusto que alguien saque de la tumba a esos perdedores que no
legaron nada porque a ellos mismos se les despojó de todo. Es de mal gusto despertarles
de su tumba porque se van a poner a quejarse de las injusticias o a reñirnos
porque les hemos abandonado. Eso explica que nos guste recordar lo que nos ha
hecho felices. Todo el mundo prefiere recordar las divertidas canciones de Lili
Marleen y olvidar las ruinas humeantes de Berlín. A nadie le gusta que le
riñan, claro, y menos que le pidan cuentas por injusticias que él no cometió.
Contra esa querencia, tan natural de por sí, levanta su voz la memoria.”
Reyes Mate
filósofo
Reelaboración de la conferencia dada en Berlín, en
el encuentro entre intelectuales españoles y alemanes en torno al tema
"Kultur des Erinners", organizado por el Instituto Cervantes y el
Goethe Institut, los días 26 a 28 de mayo del 2005
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada