28 d’abr. 2016

memoria e historia: dos lecturas del pasado

Reyes Mate
    “¿Se hizo lo que se pudo o lo que se debió? Esta pregunta se hace cada vez más inevitable cuando se habla sobre la transición política española en la que el pasado de la guerra civil y del franquismo brilló por su ausencia. Frente a quienes —políticos e historiadores— piensan que se hizo lo que se debió, entendiendo por ello que los protagonistas tomaron la decisión de que el pasado no contara porque era lo mejor y porque así lo quería la sociedad española, están —jóvenes historiadores y ciudadanos críticos, muchos de ellos nietos de los protagonistas de la guerra civil— los que piensan que se hizo lo que buenamente se pudo, habida cuenta del gran peso del franquismo, de la amenaza de los militares, y de la debilidad de la oposición.

     Este debate entre lo que se pudo y lo que se debió está llamado a seguir. Y no parece exagerado pensar que lo que late en el fondo es la censura o el aplauso a la política de la transición, es decir, al modelo español de tránsito de una dictadura a la democracia. Lo que yo me propongo ahora, sin embargo, es algo diferente. Quiero preguntarme si, más allá de lo que se pudo o no se pudo, la memoria del pasado tiene unas exigencias irrenunciables. Estas reflexiones deberían enmarcarse más en algo así como una "cultura de la memoria" que en un debate de historiadores sobre la transición política española.


     Para poder hablar de una cultura de la memoria hay que empezar preguntándonos si la memoria es una forma específica de apropiación del pasado, distinta, por tanto, de la que lleva a cabo la historia. Es decir, ¿existe una diferencia específica entre historia y memoria en la lectura con el pasado? Para responder debidamente habría que tener en cuenta dos formas de olvido radicalmente diferentes. No es lo mismo el olvido en el sentido de desconocimiento del pasado, que olvido en el sentido de no dar importancia al pasado. En el primer caso el olvido es ignorancia y, en el segundo, injusticia. Dado que lo propio de la historia es conocer el pasado, y que lo que preocupa a la memoria es la actualidad del pretérito, bien podemos plantear ya la hipótesis de si historia y memoria no serán dos continentes distintos.
     La razonabilidad de la hipótesis está avalada por la historia de los términos (memoria, para los antiguos, era un sensus internus, un sentimiento, mientras que la historia era el orden del conocimiento de los hechos) y sobre todo por el significado moderno de memoria, ese que irrumpe con fuerza a finales del siglo XIX, que queda reflejado en la obra de Halbawchs,  La memoire collective cuando dice que "la historia comienza cuando acaba la tradición". Pensamiento que también le ronda a Jorge Semprún cuando advierte que dentro de poco ya no quedarán sobrevivientes que puedan dar testimonio y el pasado de los campos será cosa de la historia, es decir, la historia comienza cuando acaba la memoria. No vamos a seguir, sin embargo, el método de perseguir los significados o definiciones de memoria y de historia, porque pronto las cartas se mezclan hasta el punto de hacerlas irreconocibles: hay pensadores de la memoria que se presentan como historiadores, como le ocurre a Walter Benjamin, y hay historiadores profesionales, como Eric Hobsbawm, cuya historia se hace cargo en buena parte de las preocupaciones de la memoria.

     De ahí que el camino que se proponga sea menos polémico y más irónico: tratar de explicar qué se entiende por memoria. Para esta tarea la guía de Walter Benjamin es imprescindible por dos razones: primero, porque recoge una tradición, la judía, que es una forma eminentemente anamnética de leer el pasado. Como dice el historiador judío Josef Yerushalmi, Israel se sentía tan lejos de la historia y de la historiografía que el propio Maimónides la consideraba "una pérdida de tiempo" . Y, segundo, porque toda su vida fue un intento de dar a esa memoria el trato de historia moderna, es decir, sacarla del humus ritual o sagrado en que nace para hacer valer su significado en la plaza pública.
"La memoria", dice Benjamin, "asemeja a rayos ultravioletas capaces de detectar aspectos nunca vistos de la realidad" . Que estamos ante un fenómeno nuevo lo da a entender el propio vocabulario.  Benjamin descarta los términos habituales y rescata uno en desuso que él mismo traduce al francés por souvenance, cuyo equivalente al español sería "remembranza". Dado su arcaísmo, mejor será traducirlo por "rememoración".

     Podemos decir que es una mirada específica sobre el pasado o, mejor aún, una construcción del presente desde el pasado, esto es, no restauración del pasado, sino creación del presente con materiales del pasado. Para que esa construcción tenga lugar debe producirse un encuentro de un determinado pasado con un determinado presente.

¿De qué pasado hablamos? Hay dos tipos de pasado: uno que está presente en el presente y otro que está ausente del presente. El pasado vencedor sobrevive al tiempo ya que el presente se considera su heredero. El pasado vencido, por el contrario, desaparece de la historia que inaugura ese acontecimiento en el que es vencido: la derrota de los moriscos supone o conlleva su ausencia de la ulterior historia de España que llega hasta nosotros, en tanto que esta historia sí está ligada a la de los cristianos vencedores. Hay un pasado que fue y sigue siendo, y otro que fue y "es sido", es decir, ya no es. La memoria tiene que ver con el pasado ausente, el de los vencidos.

     Lo importante, sin embargo, no es que ese pasado desaparecido sea su campo de trabajo, sino cómo lo trata. Lo específico de la memoria es cómo entiende ese pasado. Para llamar la atención de esa novedad, Benjamin habla de un "giro copernicano" en el tratamiento de ese pasado por la memoria. ¿En qué consiste? En considerar ese pasado aplastado no como algo que fue y ya no es, es decir, no como algo fijo, inerte, sino como algo privado de vida, como una carencia y, por tanto, como un deseo (frustrado) de realización.

     Lo propio, por tanto, de la mirada de la memoria es, en primer lugar, la atención al pasado ausente del presente y, en segundo, considerar esos fracasos o víctimas no como datos naturales que están ahí como están los ríos o las montañas, sino como una injusticia, como una frustración violenta de su proyecto de vida. La mirada del historiador benjaminiano se emparenta con la del alegorista barroco que no considera las ruinas y cadáveres como naturaleza muerta, sino como vida frustrada, una pregunta que espera respuesta de quien lo contemple. Esa atención a lo fracasado, a lo desechado por la lógica de la historia es profundamente inquietante y subversiva, tanto desde el punto de vista epistémico como político, porque cuestiona la autoridad de lo fáctico. Lo que se quiere decir es que la realidad no es sólo lo fáctico, lo que ha llegado a ser, sino también lo posible: lo que fue posible entonces y no pudo ser; lo que hoy sobrevive como posibilidad por estrenar.

     Nos podemos imaginar el carácter real de lo quedó en mera posibilidad porque se impidió su logro, es decir, nos podemos imaginar la presencia de ese pasado ausente que opera en la memoria como esos huecos en algunas esculturas de Chillida. El bloque sería lo fáctico y los vacíos la memoria de los vencidos. Están ahí como minando la pretensión de la materia a ser la única realidad. La presencia o realidad del vacío no es como la de la materia, pero su sola presencia cuestiona la pretensión de la materia a ser toda la realidad. El vacío pretende tomar cuerpo aunque su corporeidad no será ya una excrecencia de la misma materia. Otra obra ejemplar es la del escultor catalán Claudi Casanovas, titulada A los vencidos: un gigantesco bloque de cerámica, ennegrecido por el fuego, con lacerantes fisuras en sus cuatro costados y vacío en su interior. Las hendiduras son al tiempo la expresión de la derrota y también el espacio por donde puede "colarse el Mesías", que diría Benjamin.

Als vençuts
Claudi Casanovas

     Si del ejemplo artístico pasamos a la historia real tenemos que Pinochet, por ejemplo, no es la única realidad después de la derrota de Allende. Pinochet es lo fáctico pero si queremos comprender la realidad de los años de Pinochet tenemos que tener en cuenta la presencia de la ausencia de Allende, es decir, la sustracción a la sociedad chilena de una experiencia política abortada violentamente. Lo mismo podría decirse de Franco y la Segunda República española. El modelo de la relación de la memoria con el pasado es el que propone Brecht en el poema "A los descendientes": pide a los nietos que se acuerden de los abuelos, pero no de los éxitos que ciertamente tuvieron, sino de sus fracasos, para que ellos hagan realidad sus sueños.

Als vençuts
(detall)

     La memoria funciona como el despertar de un sueño.(…) Despertar del sueño significa entonces abandonar el estado de inconsciencia (que es el que caracteriza a la vida) y habilitar lo que hay tras ese estado de vida, proyección de deseos, utopía.
¿Quién puede recordar así?, ¿quién puede detectar en lo que parece naturaleza muerta un chispazo de vida?, ¿quién es ese historiador? No basta la curiosidad intelectual ni querer saber qué ocurrió entonces. Benjamin recurre a la imagen de un revelador fotográfico. Sólo uno muy potente puede descubrir en el negativo detalles, aspectos que escapan al ojo natural y a un revelador corriente. La potencia del revelador tiene que ver con la situación del historiador, esto es, con la conciencia de necesidad que tenga, con la propia "experiencia de sufrimiento", con "un momento de peligro".

     ¿Por qué privilegiar la mirada del sujeto que sufre?, ¿qué tiene de particular o sobresaliente?, Saber que la historia pudo ser de otra manera. Ellos saben que el hecho no agota las posibilidades de una acción histórica. Para explicar la agudeza de esa mirada, Benjamin dice algo enorme. Dice que "para los oprimidos su historia es un permanente estado de excepción". Es algo enorme porque está reconociendo que la democracia de los Estados democráticos es sólo para algunos. Es una severa crítica al pensamiento político por no haber visto algo tan enorme que, sin embargo, sólo para algunos es evidente. El pensamiento político sí ha visto y denunciado a lo largo de los siglos casos de esclavitud, explotación o dominación. Pero lo ha explicado como parte de un proceso que en su conjunto es positivo. Lo que ha hecho el pensamiento ha sido fijar la atención en el conjunto del proceso y relativizar los momentos negativos, declarando esa negatividad como no esencial, algo provisional, contingente, secundario. Sólo quien hoy sea el precio del progreso puede hacer otra lectura del proceso en su conjunto. Ese o esos pueden decir que una parte de la "sociedad que progresa" ha vivido en un estado de excepción que no es excepcional o provisional, sino permanente.

   Pero la memoria no se queda ahí. Su objetivo no es sólo proporcionar un conocimiento específico. La memoria sabe menos que la historia, por eso Raül Hilberg a la hora de escribir su monumental historia, La destrucción de los judíos europeos, no sigue la pista que marca la memoria de las víctimas, sino los ficheros de los verdugos. Pero la memoria tiene un secreto cognitivo. A él apunta Max Horkheimer cuando dice que "la ciencia es estadística y al conocimiento le basta un campo de concentración". La ciencia trabaja con datos, con los máximos datos posibles, pero sólo quien haya vivido la experiencia de un campo de concentración puede decir "todo es campo", porque aquello hubiera sido imposible sin la complicidad o la indiferencia de todos. Y tiene razón. La memoria quiere decir algo sobre el presente: quiere decir que si, mirando hacia atrás, ha llegado a la conclusión de que el estado de excepción es permanente, la excepcionalidad sigue siendo la lógica de la historia en este momento y que, por tanto, se va a reproducir para una parte de la sociedad o del mundo la existencia como campo de concentración. La propuesta política de la memoria es interrumpir esa lógica de la historia, la lógica del progreso, que si causó víctimas en el pasado, hoy exige con toda naturalidad que se acepte el costo del progreso actual.

     Si algo hemos aprendido de las víctimas de los campos es que su importancia política no tiene que ver tanto con las causas que defendieron cuanto con la propia figura de la víctima: el que la política se construya con muertos. El problema es la banalización de la vida y de la muerte. Se banaliza la vida cuando se la considera un precio para alcanzar fines políticos; y se banaliza la muerte cuando se la considera moneda de cambio para la paz. Banalización porque al final se supedita la vida y la muerte a los objetivos de los "vivos".

     Una explicación clara de lo que significa esta memoria, la da el filósofo y escritor polaco Tadeusz Borowski, superviviente de Auschwitz y autor de Nuestro hogar es Auschwitz : “Me acuerdo de cómo me gustaba Platón. Hoy sé que mentía. Porque los objetos sensibles no son el reflejo de ninguna idea, sino el resultado del sudor y la sangre de los hombres. Fuimos nosotros los que construimos las pirámides, los que arrancamos el mármol y las piedras de las calzadas imperiales, fuimos nosotros los que remábamos en las galeras y arrastrábamos arados, mientras ellos escribían diálogos y dramas, justificaban sus intrigas con el poder, luchaban por las fronteras y las democracias. Nosotros éramos escoria y nuestro sufrimiento era real. Ellos eran estetas y mantenían discusiones sobre apariencias. No hay belleza si está basada en el sufrimiento humano. No puede haber una verdad que silencie el dolor ajeno. No puede llamarse bondad a lo que permite que otros sientan dolor”.
     Su experiencia en el campo le ha enseñado a leer la historia de otra manera: no hay que buscar la verdad o el sentido en el mundo de las ideas, sino en y a partir de la cruda realidad. El idealismo occidental explica que adjudiquemos la construcción de las pirámides de Egipto al genio de algún gran arquitecto y no también al trabajo de los esclavos. Eso no lo sabe ahora él, reducido a la condición de esclavo y constructor de nuevas pirámides. Pero dice algo más: ya no es posible la poesía al margen de Auschwitz, ni verdad que ignore el sufrimiento, ni ética que no sea respuesta al dolor ajeno.

     Para entender lo que significa esta memoria moral hay que olvidar en cierto modo el uso común que hacemos de estos términos. Ni la memoria consiste en recitar de corrido la lista de los reyes godos, ni olvido tiene que ver con algún episodio de la enfermedad de Alzheimer. Nos aproximamos más a ese sentido si entendemos la memoria como una hermenéutica, pero aplicada a la vida y no a los textos. Memoria es leer la historia como un texto. La hermenéutica se aplica normalmente a un texto, no a la vida. Ahora se trata de leer la vida como si fuera un texto.
     Se trata ciertamente de una hermenéutica especial porque en vez de privilegiar los lugares de la tradición recibida, como hace la hermenéutica clásica, pone el acento ahora en los momentos despreciados o declarados insignificantes: "el método histórico [que Benjamin propugna] es uno filosófico en cuya base está el libro de la vida. Leer lo que nunca fue escrito" La memoria es capaz de leer la parte no escrita del texto de la vida, es decir, se ocupa no del pasado que fue y sigue siendo, sino del pasado que sólo fue y del que ya no hay rastro. En ese sentido se puede decir que se ocupa no de los hechos —eso es cosa de la historia—, sino de los no-hechos.

     Para la hermenéutica benjamniana declarar insignificante lo que ya no es porque fracasó es, de entrada, una torpeza metodológica, porque esta hermenéutica sí sabe leer lo que "nunca fue escrito"; y es, en segundo lugar, una injusticia, porque ese juicio (de insignificancia) cancela el derecho de la víctima a que se reconozca la significación de la injusticia cometida y, por tanto, a que se le haga justicia. Por eso se dice que memoria y justicia son sinónimos, como también lo son olvido e injusticia. Si hubiera que resumir en cuatro palabras la memoria serían éstas: "que nada se pierda".
     Estas reflexiones sobre la memoria nacen de una crítica interna a la Ilustración en nombre de la Razón ilustrada, es decir, no nacen de Auschwitz, entre otras razones porque Benjamin muere en 1940, dos años antes de la "solución final". ¿Añade algo Auschwitz? La pregunta está justificada porque, en asunto de memoria, Auschwitz tiene algo que decir. Su singularidad, dentro de la historia de horrores que ha generado la humanidad, estriba en ser precisamente un proyecto de olvido. Nada debía quedar ningún rastro físico del crimen para que no hubiera posibilidad de memoria.

     Fue un amigo y lector de Benjamin, Theodor W. Adorno, quien sacó las consecuencias de esta novedad planteando la necesidad de un nuevo imperativo categórico, el "imperativo de la memoria" que solemos formular así: "recordar para que la barbarie no se repita", pero que en la formulación adorniana es infinitamente más preciso: "reorientar el pensamiento y la acción para que Auschwitz no se repita”. Adorno da una vuelta de tuerca a la importancia de la memoria.

     Benjamin fundaba la fuerza de su teoría de la memoria en la capacidad argumentativa. Discutía con el historicismo o el progresismo sobre el pasado recurriendo a la razón, como todos los demás. Incluso su evocación o invocación política del mesianismo pretendía quedarse dentro de los marcos de la razón. Frente al imperativo cognitivo que debe dominar el trabajo del buen historiador —"que nada se pierda del pasado"— la memoria se postula como una respuesta a la altura de la pregunta o preocupación.
     Pero algo pasa para que la "rememoración" deje de ser un mero resorte argumentativo y se convierta en un deber, en un imperativo categórico. Lo que ha ocurrido no es algo imprevisto: el olvido ha dejado de ser un componente implícito para convertirse en epicentro de un proyecto político. Europa contaba con el factor olvido en sus teorías sobre filosofía de la historia. Hegel, por ejemplo, hablaba de que el desarrollo del Weltgeist hacía inevitable "pisar algunas florecillas al borde del camino"; todo el mundo tiene asumido que para progresar hay que pagar un precio. En todos esos planteamientos estaba descontado ya el olvido, entendido como insignificancia del costo de la historia. Pero en Auschwitz, por primera vez, se pone en práctica un proyecto político basado en el exterminio físico y metafísico del otro. Esto plantea un nuevo y colosal desafío hermenéutico sobre la significación del olvido, al que Adorno responde con el imperativo de la memoria. No se trata ya de tener en cuenta al desecho de la historia, sino de repensar la verdad, la bondad y la belleza desde el desecho de la historia.

     Y ¿hoy?, ¿ha pasado el momento de peligro?, ¿se puede desactivar el estado de excepción y volver a la normalidad? El problema es que la normalidad es ya olvido. Nietzsche preside nuestras vidas con su aforismo: "para vivir hay que olvidar". (…) Vivimos en una cultura de la amnesia y harán falta muchas energías para pensar la ética y la política, el derecho y la justicia, la verdad y la beldad desde la memoria de los vencidos.

     De la distancia que media entre historia y memoria, da idea Benjamin cuando dice que la construcción científica de la ciencia se basa en el desprecio del material que hubiera permitido a la historia entenderse a sí misma como memoria. Sólo en la medida en que la historia se aleje del ideal de la ciencia y se acerque a la conmemoración podremos hablar de entendimiento entre historia y memoria. Y una ironía final de Manuel Vicent que escribía así (El País, 22/08/1998): "Los escritores y artistas que estén interesados en pasar a la posteridad deberían saber que ésta sólo acepta a quienes logran transmitir a las nuevas generaciones, aún en medio de las propias desgracias, una sensación de placer y sugestiva belleza que haga fascinante el tiempo pasado en cuyo espejo los supervivientes se reflejan. Moralistas, predicadores y profetas de mal agüero se van por el sumidero de la historia. Se necesita ser muy lúgubre para rescatarlos de la tumba con objeto de que te sigan riñendo. El charleston es más recordado que la batalla del Marne. El sombrero de Capone ha sobrevivido a sus crímenes. La canción de Lili Marleen ha triunfado sobre todas las ruinas humeantes de Berlín".

     Manuel Vicent tiene bien claro que un pasado será bien recordado si se concreta en un valor, en un patrimonio, que nos saca a nosotros, sus herederos, de penas. Ese es un pasado apreciado. Por eso sería de mal gusto que alguien saque de la tumba a esos perdedores que no legaron nada porque a ellos mismos se les despojó de todo. Es de mal gusto despertarles de su tumba porque se van a poner a quejarse de las injusticias o a reñirnos porque les hemos abandonado. Eso explica que nos guste recordar lo que nos ha hecho felices. Todo el mundo prefiere recordar las divertidas canciones de Lili Marleen y olvidar las ruinas humeantes de Berlín. A nadie le gusta que le riñan, claro, y menos que le pidan cuentas por injusticias que él no cometió. Contra esa querencia, tan natural de por sí, levanta su voz la memoria.”
Reyes Mate
filósofo

Reelaboración de la conferencia dada en Berlín, en el encuentro entre intelectuales españoles y alemanes en torno al tema "Kultur des Erinners", organizado por el Instituto Cervantes y el Goethe Institut,  los días 26 a  28 de mayo del 2005

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