La editorial Páginas de Espuma, en edición de Paul Viejo, ha publicado la narrativa
breve completa de Antón Chéjov en cuatro volumenes.
El segundo volumen abarca el período 1885 a
1886, los dos años más fecundos y ricos, fundamentales en su obra. De
miniaturas impecables como “Fracaso” a relatos extensísimos como “Un drama de
caza”, pasando, por supuesto, por cuentos que ya son clásicos de la literatura
universal: “La broma”, “En el camino”, “Agafia” o “Vanka", donde su estilo, su
capacidad para la sugerencia y la elipsis, sus estructuras y su arriesgada modernidad, se modificaron para
dejar un legado universal.
LA DAMA DEL PERRITO
“Una semana
había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las
casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de
polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró
varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un
helado. Nadie sabía qué hacer.
Por la tarde,
cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas
personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y
llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente
elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos
generales vestidos de uniforme.
A causa de lo
alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta
del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a
través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar
algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y
preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al
hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.
La gente
empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que
pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna
permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.
Ella olía en
silencio las flores sin mirar a Gurov.
-El tiempo
está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?
Ella no
contestó.
Entonces Gurov
la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios,
mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su
alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.
-Vamos al hotel
-dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.
La habitación
estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén
japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas
encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres
ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la
felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la
suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una
expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más
significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros
sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar
de la vida aún más de lo que ésta podía darles.
Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad
ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma
hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su
ropa eran para él escalas.
Pero en el
caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento
parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación,
como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna
-«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy
grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño,
inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta
actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer
pecadora.
-Hice mal
-dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.
Sobre la mesa
había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa.
Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.
Ana Sergeyevna
estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha
visto poco de la vida.
La luz de la
bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.
-¿Cómo es
posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que
dice.
-Dios me
perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.
-Parece que
necesita usted ser perdonada.
-¿Perdonada?
No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No
es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho
tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un
lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un
lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por
un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase
de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La
curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó
un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió
ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he
estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida
en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.
Gurov se
sintió aburrido casi al escucharla.
Le irritaba el
tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no
ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.
-No la
entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?
Ella ocultó su
rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.
-Créame,
créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado.
Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha
tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.
-¡Chis!
¡Chis!... -murmuró Gurov.
Después la
miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue
tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando
salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus
cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al
llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que
parpadeaba soñolienta una linterna.
Encontraron un
coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.
-Al pasar por
el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo
Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?
-No; creo que
su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.
En Oreanda se
sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar.
Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes
permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los
árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso
y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos
nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así
se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta
constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno
de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del
movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la
perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer
parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores
-el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es
todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que
pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de
nuestra existencia.
Un hombre pasó
cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.
Y este detalle
les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que
venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.
-Hay gotas de
rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.
-Sí. Es hora
de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.
Desde entonces
volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban,
contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el
corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras
por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los
jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba
apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras
miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el
continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de
Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se
lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no
querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y
continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más
mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos
los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a
la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les
impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.
Esperaban al
marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba
que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana
Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.
-Es una buena
cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. « ¡Es el dedo del destino!»
El día de la
marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la
segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:
-¡Déjame
mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.
No lloraba,
pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le
temblaban.
-Me acordaré
de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz.
No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe
ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.
El tren partió
rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no
se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo
antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando
hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el
zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y
meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que
sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos.
Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque
aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus
caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre
feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno,
distinto de los demás, sublime a veces...; constantemente se había mostrado a
ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.
Un vago
perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y
triste.
-Es hora de
que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!”
La dama del perrito (1899)
fragmento dos
Antón Chejov
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