10 de des. 2016

stefan zweig, 7

El rey Jorge V y el presidente Woodrow Wilson
“El 13 de diciembre de 1918 llegó a Brest el gran transatlántico George Washington, llevando a su bordo a Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos de América. Jamás desde el principio del mundo había sido esperado un barco, un hombre, por tantos millones de seres y con tales ardientes esperanzas. Por espacio de cuatro años habían estado las naciones luchando una contra otra, sacrificando cientos de miles de sus mejores hijos con rifles y bayonetas, ametralladoras y artillería pesada, lanzallamas y gases venenosos, y durante estos cuatro años se fomentó la aversión mutua. No obstante, esta excitación frenética no llegó jamás a silenciar completamente las voces mudas de adentro, que les revelaban que cuanto hacían y decían era absurdo, insensato, una deshonra para nuestro siglo. Los millones de combatientes habían estado constantemente excitados, consciente e inconscientemente, por el conocimiento íntimo de que la humanidad había retrocedido al caos de la barbarie que se suponía dejaba atrás para siempre.

Entonces, del otro lado del Atlántico, desde Nueva York, había llegado una voz que se expresaba claramente a través de los campos de batalla empapados aún en sangre para decir: "No más guerra." Jamás deben producirse de nuevo semejantes discordias; jamás debe existir de nuevo la vieja y perversa diplomacia secreta mediante la cual han sido arrastradas las naciones a la mortandad sin su conocimiento o consentimiento. En vez de ello habrá que establecer un nuevo y mejor orden en cl mundo, "el reino de la ley, basado en el consentimiento de los gobernados y sostenido por la opinión organizada de la humanidad". Es maravilloso decirlo: en cada país y en cada idioma la voz había sido comprendida instantáneamente. La guerra, que hasta ayer había sido mera lucha por territorios, por fronteras, por materias primas y mercados, por minerales y petróleo, había adquirido de repente una significación casi religiosa; había asumido el aspecto de un preliminar para la paz perpetua, para el reinado mesiánico del derecho y de la humanidad. Pareció de golpe que, después de todo, no había sido derramada en vano la sangre de millones de hombres; que esta generación era la que únicamente había sufrido y que jamás volvería a sufrir la tierra un infortunio semejante. Por cientos de miles, por millones, las voces de los que habían recibido la inspiración con un frenesí de fe acudieron a este hombre, Woodrow Wilson, con la esperanza de que podría establecer la paz entre vencedores y vencidos, y que la paz sería una paz justa. Wilson, como otro Moisés, daría a los pueblos enloquecidos por la guerra las tablas de una nueva ley. En unas cuantas Semanas su nombre había adquirido un significado religioso, redentor. Calles y edificios y niños eran denominados con su nombre. Cada nación que se sentía perturbada o perjudicada envió delegados. Cartas y telegramas, llenos de propuestas, pedidos y conjuros, llegaban desde los cinco continentes. Se contaban por miles y baúles repletos de ellos fueron llevados al barco en que el presidente embarcó para Europa. Es más, el mundo entero comenzó a considerarlo como el árbitro que arreglaría sus querellas finales antes que se llegara a la largamente deseada reconciliación.

Wilson no pudo resistir la llamada. Sus amigos norteamericanos le aconsejaron que no asistiera en persona a la Conferencia de la Paz. Como presidente de los Estados Unidos, decían, el deber le exigía no abandonar su país, y debía contentarse con guiar las negociaciones desde lejos. Aun el más alto puesto que su tierra natal podía conferirle, la Presidencia, pareció una fruslería al compararlo con la tarea que le esperaba del otro lado del Atlántico. No estaba satisfecho con servir a un pueblo, a un continente; quería servir a la humanidad en general, consagrarse, no a este momento de su época, sino al futuro bienestar del mundo. No reduciría sus propósitos a promover los intereses de Norteamérica porque "el interés no reúne a los hombres, el interés separa a los hombres." No, él trabajaría para ventaja de todos. En su fuero interno sintió el deber de procurar que no pudieran tener de nuevo los soldados y diplomáticos una oportunidad para inflamar las pasiones nacionales.

El, con su propia persona, aseguraría, que había ele prevalecer "Ia voluntad del pueblo más bien que la de sus líderes." Cada palabra pronunciada en la Conferencia de la Paz (que sería la última de su clase en el mundo) debería ser hablada con las puertas y ventanas completamente abiertas, y su eco daría la vuelta al globo.

Así se mantenía a bordo del buque y miraba hacia la costa europea que asomaba a través de la niebla, vaga e informe como su propio sueño de la venidera hermandad de naciones. Su porte era erguido, alto de talla, firme continente, ojos penetrantes v claros detrás de sus anteojos, la barba prominente como la de otros enérgicos norteamericanos, labios llenos y carnosos pero reservados. Hijo y nieto de  presbiterianos, había heredado la fuerza y la afectación de humildad de aquellos para quienes existe solamente una verdad y están confiados en que ellos la conocen. Tenía el ardor de sus antepasados escoceses e irlandeses, asociado con el fanatismo dado por el credo calvinista que impone a los líderes y maestros la tarea de salvar a la humanidad del pecado; e incesantemente trabajó en él la obstinación de los herejes y los mártires que van a la pira antes que ceder un tilde en lo que ellos conciben que han aprendido ele la Biblia. Para él, el demócrata, el hombre docto, los conceptos de "filantropía", "humanidad", "libertad"' "independencia" y "derechos humanos", no eran palabras vacías, sino artículos de fe que él defendería sílaba por sílaba como sus predecesores habían defendido los Evangelios. Había librado muchas batallas. Ahora, a medida que el vapor se acercaba más a las costas de Europa y los contornos se hacían más visibles, se estaba aproximando a la tierra en donde tenía que encarar las soluciones decisivas. Involuntariamente puso sus músculos en tensión resuelto "a luchar por el nuevo orden, en forma afable si podía hacerlo, en forma ofensiva si era necesario».

Pronto, sin embargo, se debilito la rigidez de continente de aquel cuya mirada estaba dirigida a la distancia. Los cañones y las banderas que lo saludaban cuando navegaba en el puerto de Brest no eran la bienvenida formal, agitada y tronadora al presidente de los Estados Unirlos, a una república aliada, porque de las masas que ocupaban la orilla llegaron gritos de aclamación que proclamaban alguna cosa más que una recepción organizada de antemano, algo más que el júbilo prescrito. Lo que le saludaba era el entusiasmo flamante de un pueblo entero. Cuando marchaba velozmente en el tren que lo conducía a la metrópoli, de cada aldea, de cada cabaña, de cada casa, se agitaban banderas y radiaban esperanzas. Las manos se tendían hacia él, le aclamaban con vítores y aplausos. Luego, cuando pasaba por los Campos Elíseos, caían cascadas del mismo entusiasmo de los muros vivientes. El pueblo de París, el pueblo de Francia, simbolizando a todos los pueblos distantes de Europa, gritaba, expresaba su regocijo, rebosante de esperanzas. Sus rasgos se relajaron más y más. Una sonrisa franca, alegre, casi hechizada, descubrió sus dientes. Agitó su sombrero a derecha e izquierda, como si deseara saludarlos a todos, saludar al mundo entero. Seguramente había hecho bien en venir en persona, porque solo la voluntad viviente triunfaría sobre la rigidez de la ley. Con una ciudad tan feliz y un pueblo tan lleno de esperanzas, ¿cómo podría él fracasar en llenar sus deseos ahora y para todos los tiempos? Un descanso de una noche y, a la mañana siguiente, estaría pronto para trabajar, para dar al mundo aquella paz con que había soñado, por miles de años, realizando así la mayor proeza que jamás hubiera hecho mortal alguno. “


Momentos estelares de la humanidad
“El fracaso de Wilson”

Stefan Zweig

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