El rey Jorge V y el presidente Woodrow Wilson |
“El 13 de diciembre de 1918
llegó a Brest el gran transatlántico George Washington, llevando a su bordo a
Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos de América. Jamás desde el
principio del mundo había sido esperado un barco, un hombre, por tantos
millones de seres y con tales ardientes esperanzas. Por espacio de cuatro años
habían estado las naciones luchando una contra otra, sacrificando cientos de
miles de sus mejores hijos con rifles y bayonetas, ametralladoras y artillería
pesada, lanzallamas y gases venenosos, y durante estos cuatro años se fomentó
la aversión mutua. No obstante, esta excitación frenética no llegó jamás a
silenciar completamente las voces mudas de adentro, que les revelaban que
cuanto hacían y decían era absurdo, insensato, una deshonra para nuestro siglo.
Los millones de combatientes habían estado constantemente excitados, consciente
e inconscientemente, por el conocimiento íntimo de que la humanidad había
retrocedido al caos de la barbarie que se suponía dejaba atrás para siempre.
Entonces, del otro lado del
Atlántico, desde Nueva York, había llegado una voz que se expresaba claramente
a través de los campos de batalla empapados aún en sangre para decir: "No
más guerra." Jamás deben producirse de nuevo semejantes discordias; jamás
debe existir de nuevo la vieja y perversa diplomacia secreta mediante la cual
han sido arrastradas las naciones a la mortandad sin su conocimiento o
consentimiento. En vez de ello habrá que establecer un nuevo y mejor orden en
cl mundo, "el reino de la ley, basado en el consentimiento de los
gobernados y sostenido por la opinión organizada de la humanidad". Es
maravilloso decirlo: en cada país y en cada idioma la voz había sido
comprendida instantáneamente. La guerra, que hasta ayer había sido mera lucha
por territorios, por fronteras, por materias primas y mercados, por minerales y
petróleo, había adquirido de repente una significación casi religiosa; había
asumido el aspecto de un preliminar para la paz perpetua, para el reinado
mesiánico del derecho y de la humanidad. Pareció de golpe que, después de todo,
no había sido derramada en vano la sangre de millones de hombres; que esta
generación era la que únicamente había sufrido y que jamás volvería a sufrir la
tierra un infortunio semejante. Por cientos de miles, por millones, las voces
de los que habían recibido la inspiración con un frenesí de fe acudieron a este
hombre, Woodrow Wilson, con la esperanza de que podría establecer la paz entre
vencedores y vencidos, y que la paz sería una paz justa. Wilson, como otro
Moisés, daría a los pueblos enloquecidos por la guerra las tablas de una nueva
ley. En unas cuantas Semanas su nombre había adquirido un significado
religioso, redentor. Calles y edificios y niños eran denominados con su nombre.
Cada nación que se sentía perturbada o perjudicada envió delegados. Cartas y
telegramas, llenos de propuestas, pedidos y conjuros, llegaban desde los cinco
continentes. Se contaban por miles y baúles repletos de ellos fueron llevados
al barco en que el presidente embarcó para Europa. Es más, el mundo entero
comenzó a considerarlo como el árbitro que arreglaría sus querellas finales
antes que se llegara a la largamente deseada reconciliación.
Wilson no pudo resistir la
llamada. Sus amigos norteamericanos le aconsejaron que no asistiera en persona
a la Conferencia de la Paz. Como presidente de los Estados Unidos, decían, el
deber le exigía no abandonar su país, y debía contentarse con guiar las
negociaciones desde lejos. Aun el más alto puesto que su tierra natal podía
conferirle, la Presidencia, pareció una fruslería al compararlo con la tarea
que le esperaba del otro lado del Atlántico. No estaba satisfecho con servir a
un pueblo, a un continente; quería servir a la humanidad en general,
consagrarse, no a este momento de su época, sino al futuro bienestar del mundo.
No reduciría sus propósitos a promover los intereses de Norteamérica porque
"el interés no reúne a los hombres, el interés separa a los hombres."
No, él trabajaría para ventaja de todos. En su fuero interno sintió el deber de
procurar que no pudieran tener de nuevo los soldados y diplomáticos una
oportunidad para inflamar las pasiones nacionales.
El, con su propia persona,
aseguraría, que había ele prevalecer "Ia voluntad del pueblo más bien que
la de sus líderes." Cada palabra pronunciada en la Conferencia de la Paz
(que sería la última de su clase en el mundo) debería ser hablada con las
puertas y ventanas completamente abiertas, y su eco daría la vuelta al globo.
Así se mantenía a bordo del
buque y miraba hacia la costa europea que asomaba a través de la niebla, vaga e
informe como su propio sueño de la venidera hermandad de naciones. Su porte era
erguido, alto de talla, firme continente, ojos penetrantes v claros detrás de
sus anteojos, la barba prominente como la de otros enérgicos norteamericanos,
labios llenos y carnosos pero reservados. Hijo y nieto de presbiterianos, había heredado la fuerza y la afectación
de humildad de aquellos para quienes existe solamente una verdad y están
confiados en que ellos la conocen. Tenía el ardor de sus antepasados escoceses
e irlandeses, asociado con el fanatismo dado por el credo calvinista que impone
a los líderes y maestros la tarea de salvar a la humanidad del pecado; e
incesantemente trabajó en él la obstinación de los herejes y los mártires que
van a la pira antes que ceder un tilde en lo que ellos conciben que han
aprendido ele la Biblia. Para él, el demócrata, el hombre docto, los conceptos
de "filantropía", "humanidad", "libertad"'
"independencia" y "derechos humanos", no eran palabras
vacías, sino artículos de fe que él defendería sílaba por sílaba como sus
predecesores habían defendido los Evangelios. Había librado muchas batallas.
Ahora, a medida que el vapor se acercaba más a las costas de Europa y los
contornos se hacían más visibles, se estaba aproximando a la tierra en donde
tenía que encarar las soluciones decisivas. Involuntariamente puso sus músculos
en tensión resuelto "a luchar por el nuevo orden, en forma afable si podía
hacerlo, en forma ofensiva si era necesario».
Pronto, sin embargo, se debilito
la rigidez de continente de aquel cuya mirada estaba dirigida a la distancia.
Los cañones y las banderas que lo saludaban cuando navegaba en el puerto de
Brest no eran la bienvenida formal, agitada y tronadora al presidente de los
Estados Unirlos, a una república aliada, porque de las masas que ocupaban la
orilla llegaron gritos de aclamación que proclamaban alguna cosa más que una
recepción organizada de antemano, algo más que el júbilo prescrito. Lo que le
saludaba era el entusiasmo flamante de un pueblo entero. Cuando marchaba
velozmente en el tren que lo conducía a la metrópoli, de cada aldea, de cada
cabaña, de cada casa, se agitaban banderas y radiaban esperanzas. Las manos se
tendían hacia él, le aclamaban con vítores y aplausos. Luego, cuando pasaba por
los Campos Elíseos, caían cascadas del mismo entusiasmo de los muros vivientes.
El pueblo de París, el pueblo de Francia, simbolizando a todos los pueblos
distantes de Europa, gritaba, expresaba su regocijo, rebosante de esperanzas.
Sus rasgos se relajaron más y más. Una sonrisa franca, alegre, casi hechizada,
descubrió sus dientes. Agitó su sombrero a derecha e izquierda, como si deseara
saludarlos a todos, saludar al mundo entero. Seguramente había hecho bien en
venir en persona, porque solo la voluntad viviente triunfaría sobre la rigidez
de la ley. Con una ciudad tan feliz y un pueblo tan lleno de esperanzas, ¿cómo
podría él fracasar en llenar sus deseos ahora y para todos los tiempos? Un
descanso de una noche y, a la mañana siguiente, estaría pronto para trabajar,
para dar al mundo aquella paz con que había soñado, por miles de años,
realizando así la mayor proeza que jamás hubiera hecho mortal alguno. “
Momentos estelares de la humanidad
“El fracaso de Wilson”
Stefan Zweig
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada