La editorial Páginas de Espuma, en edición de Paul Viejo, ha publicado entre el año 2013 y el presente, que ha culminado el proyecto, la narrativa breve completa de Antón Chéjov en cuatro volumenes. El primer volumen abarca el período 1880 a 1885 y reúne la producción inicial de Chéjov en sus casi 1.200 paginas; un total de 240 cuentos presentados en orden cronológico, con numerosas notas, tablas, indices y apéndices bibliográficos.
LA DAMA DEL PERRITO
“Un nuevo
personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri
Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar
algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de
Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana
estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante
de ella.
Después la
volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces.
Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito;
nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del
perrito».
«Si está aquí
sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó
Gurov. Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y
dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de
segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era
una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía,
intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no
Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de
ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en
su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a
menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las
mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas
«la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia,
que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos
días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido
y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en
compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo
comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado.
En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de
atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía
esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.
La
experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había
enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú
-siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio
diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura,
llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la
situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer
interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo
encontraba sencillo y divertido.
Una noche que
estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se
sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el
peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba
en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se
murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las
despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de
personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero
cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él,
recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y
el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con
una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó
súbitamente de su ánimo.
Llamó
cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la
mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.
La señora miró
hacia él bajando en seguida los ojos.
-No muerde
-dijo, y se sonrojó.
-¿Le puedo dar
un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir
cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?
-Cinco días.
-Yo llevo ya
quince aquí.
Un corto
silencio siguió a estas palabras.
-El tiempo
pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.
-Es que se ha
puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en
Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «
¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!
Ella se echó a
reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después
de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y
burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no
importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y
hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave
tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del
bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido
de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco;
que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego;
que poseía dos casas en Moscú...
De ella supo
que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su
matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le
reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No
estaba muy segura de sí su marido tenía un puesto en el Departamento de la
Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.
También supo
Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.
Más tarde, una
vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día
siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella
le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco,
estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba
también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de
hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba
sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al
dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas
intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos
grises.
«Algo hay de
triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.
La dama del perrito (1899)
fragmento uno
Antón Chejov
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