“Cuando un hombre sagaz, pero no
particularmente valiente, se encuentra con otro más fuerte que él, lo más
prudente que puede hacer es hacerse a un lado y esperar, sin sonrojarse, a que
el camino quede libre. Marco Tulio Cicerón, que fue en su tiempo el principal
humanista del reino de Roma, maestro de oratoria y defensor del derecho, consagró
durante treinta años sus energías al servicio de la ley y al mantenimiento de
la República; sus discursos están cincelados en los anales de la historia y sus
obras literarias forman un constituyente esencial en la lengua latina. En
Catilina combatió la anarquía; en Verres denunció la corrupción; en los
victoriosos generales percibió la amenaza de la dictadura y, al atacarlos, se
acarreó su enemistad; su tratado De República fue largo tiempo considerado como
la descripción mejor y más ética de la forma ideal del Estado. Pero ahora debía
encontrarse con un hombre más fuerte que él. Julio César, a cuya elevación él (contando
con más años y más renombre) contribuyó al principio confidencialmente, había utilizado,
de la noche a la mañana, las legiones gálicas para conquistar el dominio
supremo en Italia. Poseyendo César el mando absoluto de las fuerzas militares,
le bastó simplemente alargar su mano para asir la corona regia que Marco
Antonio le ofreció ante el populacho reunido. En vano se había opuesto Cicerón
a la asunción por César del poder autocrático cuando César despreció la ley
cruzando el Rubicán. Infructuosamente trató de lanzar contra el agresor a los
últimos campeones de la libertad. Como siempre, las cohortes demostraron ser
más fuertes que las palabras. César, un intelectual no menos que hombre de
acción, triunfó en toda la línea; y si hubiera sido tan vengativo como lo son
la mayoría de los dictadores, pudo, después de su éxito abrumador, haber
aplastado fácilmente a este obstinado defensor de la ley, o al menos haberlo
condenado al destierro. Pero la magnanimidad de César en esta ocasión fue aún
más notable de lo que habían sido sus victorias. Habiendo tomado lo mejor de su
adversario, se contentó con un reproche gentil, perdonando la vida a Cicerón,
aunque aconsejándole al mismo tiempo que se retirara del escenario político. En
adelante, Cicerón debía contentarse, como cualquier otro, con el papel de
observador mudo y sumiso de los negocios de Estado. “
Momentos estelares de la humanidad
“La cabeza sobre la tribuna”
Stefan Zweig
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