Por Miguel Arnas Coronado
Tres pilares, me parece, sustentan la narración: el azar, la familia o lo que Auster entiende por familia, y la soledad. Hay un cuarto pero uno no lo ve hasta el final, y es la x de ex, lo que ya no volverá a ser jamás como antes.
El azar: hay quien cree en Dios, hay quien cree en el destino, los hay que creen en ambas cosas, como si eso fuese posible, o quien cree en el destino solo, un destino sin Dios, otra imposibilidad, y hay quien cree en el azar, un azar absurdo, a caballo entre el palo de ciego y la necesidad, un no-sense, un sinsentido que hace de la vida algo con lo cual mejor no ilusionarse. Auster, o al menos sus personajes, y lo ha repetido hasta la saciedad, piensan, como yo, en esa falta de sentido, de vector, en el azar como deus ex machina, aunque también es una contradicción personalizar o humanizar al sinsentido.
La soledad sólo aparece al principio, con un Nathan Glass recién divorciado y superviviente de un cáncer de pulmón, que decide volver a Brooklyn, el barrio donde nació, para morir tranquilamente, aunque la gente de la cual acaba rodeándose logrará quitarle esa idea de la cabeza. De idéntica forma que la x de ex, la tachadura que marca, juego de palabras que apunta Harry Brightman, tal vez el personaje más lúcido de la novela, y que viene a decir que todos son ex, ex-lo-que-sea, sólo aparece en el último capítulo cuando el protagonista, Nathan Glass, de nuevo sobrevivido de lo que parecía un infarto y resulta ser una inflamación de esófago por comer gambas picantes, camina por las calles de su barrio tres cuartos de hora antes de que el primer avión se estrelle contra el World Trade Center, eufórico por esa supervivencia y por una idea brillante de la que hablaré luego, idea que es vital para comprender esa x de ex. Tanto la soledad como esa x de ex nos recuerdan a los cuadros de Edward Hopper, cuadros donde hay más de un personaje pero sin diálogo entre ellos, donde el color desvaído nos muestra la soledad como el enfermero señala la herida antes de proceder a curarla, color desvaído que hace juego con las descoloridas primeras páginas de esta novela.
Respecto a la idea de familia de Nathan Glass, y me temo que la de Auster también, recuerda inevitablemente a la idea de Frank Capra en la película Vive como quieras y desde luego, no tiene nada que ver con la idea familiar labriego-mediterránea donde no se mueve nadie sin el permiso, no ya del patriarca, que ya es grave, sino sin el permiso de toda la comunidad, a consecuencia de lo cual, simple y llanamente, no se mueve nadie. Me explicaré. El primer hallazgo de Nathan Glass es con su sobrino Tom, un aparente fracasado, promesa de la lingüística y la investigación filológica que trabaja de taxista pero al fin acepta un empleo en la librería de viejo y antiguo de Harry Brightman. A éste se le añade el propio Harry, la que luego será esposa de Tom, Honey, la sobrina de Tom, que es una niña de 10 años llamada Lucy, la vecina de quien estuvo enamorado Tom, la Bella y Perfecta Madre, Nancy, la madre de ésta, Joyce, que se convierte en la más que madura amante de Nathan, y Rory, hermana de Tom y madre de Lucy. Bien, lo de menos es que toda esa gente un tanto estrambótica pero bondadosa, aunque sin olvidar sus propios intereses, sean o no parientes, lo importante es que viven algo revueltos, ayudándose unos a otros, proporcionándose unos a otros problemas que les someten a prueba y forjan la tolerancia entre ellos, un poco al estilo de la familia Vanderhoff en el film de Capra, en cierta manera entendiendo como familia aquellos con quienes uno se lleva bien, independientemente de parentescos. Ignoro si Auster fue consciente o no de esa semejanza, pero en el capítulo Llaman a la puerta, Nathan canta a la niña Lucy la “versión completa” de Polly Wolly Doodle mientras le lava y aclara el pelo, que si no me equivoco, es la misma canción que al final de la película, el abuelo Vanderhoff y el banquero Kirby tocan a dúo con sus armónicas mientras la familia en pleno baila para celebrar que se ha aceptado al fin el matrimonio entre Alice (Jean Arthur) y Tony (James Stewart). De nuevo la tolerancia. De nuevo la idea de ese gran país, los Estados Unidos de América, donde hay tanta profusión de gente diversa que caben hasta gente como usted que lee esto o como yo, donde caben también individuos malvados o intolerantes como en la película, la señora Kirby, excepto al final, Gordon Dryer en la novela, que sólo sueña en vengarse de Harry Brightman, o David Minor, el fundamentalista cristiano (aunque aún algo respetuoso) ex-marido de Rory, la sobrina de Nathan.
La confianza de Auster en su país, defraudada por George Bush y lo que él asegura fue pucherazo en Florida en su elección del 2000, defraudada por esos mismos fundamentalistas cristianos o los fundamentalistas del dinero (no olvidar las críticas al negocio inmobiliario de Nueva York y al alcalde Giuliani), se mantiene gracias a la gente (tampoco olvidar que esa confianza no está tan arraigada cuando él mismo, hace unos meses, medio en serio, medio en broma, aseguraba que Nueva York debería pedir la independencia de los USA; al menos él, y posiblemente tenga razón, diferencia con mucha radicalidad al pueblo de NY del resto de la nación). Incluso en ese mismo penúltimo capítulo, con el doliente Nathan Glass en una cama del Hospital Metodista de Brooklyn, se manifiesta ese optimismo casi propio de Capra, al conectar desde la igualdad que da el dolor y la proximidad de la muerte, con su compañero de habitación o de improvisada UCI llamado Omar Hassim-Alí, conductor de coches de alquiler neoyorquino nacido en Egipto como el mismo Mohamed Atta, piloto de ese primer avión estrellado contra las Torres Gemelas, manera indudable de decirnos hay de todo, las generalidades, queridos compatriotas, nada más servirán para hundirnos, si no como país o como superpotencia, sí como espíritu democrático y, ¿merece la pena vivir sin democracia?
Pero después de esa mañana del 11 de septiembre de 2001, todo se convierte en ex. La idea que se le ocurre a Nathan Glass en su cama de hospital es crear una empresa dedicada a escribir las biografías de personas aparentemente intrascendentes, aquellas de las que, muertos también sus deudos, nadie se acordará, pero al quedar escritas con los recuerdos de esos mismos deudos, podrían formar una inmensa red de historias que crease la Historia grande, una memoria previo módico pago que permitiría a esas personas sobrevivir en las lecturas de sus tataranietos y en la de los tataranietos de éstos. Es un proyecto necrófilo, como nos recuerda Ernst Jünger en su novela El problema de Aladino, muy apropiado para centrar al ser humano en el mundo, para volver al humanismo renacentista donde la persona es el centro del universo, y Dios, digamos, está a nuestro servicio para aquél que lo necesite, no a la inversa, un proyecto donde las palabras se ponen al servicio de las personas y no de la divinidad, donde la Torah, la Biblia y el Corán son hechos para el hombre y no el hombre para ellos, donde el sabbath está pensado para el ser humano y las asuras no son frases adecuadas para tomárselas literalmente si no es por los torpes. Eso es lo que viene a romper el 11-S, ahí la palabra escrita por la santa mano de Mahoma es, no un homenaje al hombre, un texto útil para el humano, sino la única palabra posible porque el 11-S inaugura un tiempo en que las palabras ya no son para la persona y nos convierte en ex: ex-seres humanos, ex-tolerantes, ex-habladores o ex-escribidores. ¿Quiere esto decir que Auster hace declaración de principios como ya la hizo Adorno, quien dijo que ya no se podía hacer poesía después de Auschwitz? A Adorno lo contradijeron Celan o Primo Levi, entre otros. Auster se contradice a sí mismo, porque con ese final y su actitud posterior, comprometida en su país y continuadora de su oficio de escritor, nos está diciendo que escribir, continuar ocupándose de las personas, evitando ya el estilo un tanto ingenuo y bobalicón de Capra, será la lucha contra el fanatismo que cree e impone eso de que, escrito el Libro, ¿a qué más libros? La misma alusión a Poe y a Thoreau, fundadores de la literatura norteamericana junto a Withman, Hawthorne, Twain y Dickinson, en el segundo capítulo, nos obliga a comparar a ambos autores, el puro y el impuro, y caer en la cuenta de qué cosa o cosas han fundado ese país.
Volvamos a las críticas a este libro, entendiendo como crítica la parte negativa. Esa falta de fortaleza es cierto que adolece de ella. Mr Vértigo o Leviatán, con personajes muy parecidos a Nathan Glass en su soledad acompañada, aunque sin final feliz (no me extrañaría que ese final feliz hubiera irritado a algunos críticos, sin percatarse de que la novela acaba justo tres cuartos de hora antes de esa rotura tremenda de todo, y por tanto también de la felicidad de Glass, que se romperá con las Torres) son más grandes que Brooklyn follies. Incluso hay un fallo imperdonable en el capítulo Nuestra niña, o marchando una Coca-cola, y es que, teniendo la novela un narrador, estando contada en primera persona por él, y habiendo encontrado éste un entretenimiento al principio de la historia consistente en escribir en hojas sueltas un ciento de anécdotas (de las que apenas saca Auster alguna) y llamar al manuscrito El libro del desvarío humano, no se le ocurre a Auster otra cosa que aparecer casi personalmente como novelista y llamar al manuscrito Brooklyn follies, sin que más tarde eso tenga trascendencia ni se vuelva a citar autoría. Creo que es un error de coherencia imperdonable.
Con todo, en esta novela está Auster al completo, lo mismo que en otras más logradas, y es de admirar la habilidad que tiene, como la tuvo en sus películas Smoke o Lulu on the bridge, de retratar su aldea y así retratar el mundo. ¿No está lleno aquel país de personajes como ese reverendo Bob, más salido que una mona, engatusador de todo el mundo, pero a quien le interesa, si no el dinero, al menos el poder? Tan recomendable como todo lo de este merecedor del Nobel. Ojalá que dentro de 10 o 15 años se lo conceden. Si aún vive... y si aún nos sigue deleitando con sus historias.
Miguel Arnas Coronado
Moltes gràcies per aquestes reflexions del Miguel Arnas, tan compromeses amb els sentiments i tan profundes. M'han fet veure molts aspectes de la novela en els que no havia reparat... Ha estat una cloenda fantàstica de la novela, més si tenim en compta el que el mateix Miguel Arnas diu:
ResponElimina"Las palabras no llenan vacío, lo ahondan. Son vértigo, sombra de otra palabra con más luz, y ésta, sombra de la última deslumbradora, inasequible, inhumana.
Las palabras no son piel sino entraña, con ellas queda a un lado la caricia y alcanzamos la penetración. Tal vez era mejor el sinsentido, el son preclaro, la música sin partitura de las letras. ¿Qué haríamos sin ellas?, están en el camino."
Què seria de nosaltres sense tot això?
Gràcie per aquests moments fantàstics!