“Las clases de adultos seguían adelante. En los últimos meses era
Ezequiel el único que se encargaba de ellas para evitarme un esfuerzo más.
Había un espacio de tiempo dedicado a las clases propiamente
dichas, clases de alfabetización, de cálculo, de nociones científicas o
históricas y había otro espacio dedicado a la charla y discusión sobre temas
cercanos, sociales y sanitàrarios o sobre acontecimientos de actualidad que Ezequiel
les mostraba en los periódicos. Poco a
poco, este segundo espacio fue creciendo ante la avidez de los alumnos por
informarse de todo lo que sucedía lejos, en un mundo del que vivían aislados. Ezequiel se dejaba llevar por el entusiasmo. «Ya saben hablar», me decía. «Han aprendido a expresar lo que
piensan...»
Yo frenaba su exaltación. «Tienes que seguir con las clases.
Primero leer y aprender; luego ya vendrá lo demás.» Asentía, pero una creciente inquietud le
desazonaba. «Sé que tienes razón. Pero
ignoran sus derechos, sus necesidades, son fáciles de convencer por cualquiera,
están en manos de quien mejor los sepa
manejar. Yo no quiero hacer política; quiero sólo defenderles de la
política...»”
Josefina Aldecoa
Historia de una maestra
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