15 de des. 2013

robertson davies

“La famosa aldea global en la que estamos inmersos responde, a menudo, más a las características de aldea que a las de globalidad. El gran escritor canadiense Robertson Davies (1913-1995), a quien John Irving definió como "el Dickens de Canadá", estuvo a punto de obtener el Premio Nobel en 1993.  Entre sus apasionados lectores estaban Malcolm Bradbury, que aseguraba que se trataba de "uno de los grandes novelistas modernos",  y Harold Bloom, que lo incluyó en “El canon occidental”. Y, sin embargo, Davies era prácticamente desconocido en España hasta que la pequeña editorial Libros del Asteroide emprendió la publicación de la Trilogía de Deptford,  la más adictiva de su extensísima obra. Ahora que lleva más de una década muerto, sus novelas se pasean con fuerza creciente por las librerías españolas. La última en llegar es “Lo que arraiga en el hueso”, segunda parte de la Trilogía de Cornish.  El placer que suscita su lectura es uno de los muchos prodigios de la literatura: difuntos desconocidos que pasan a formar parte de nuestras fantasías, nuestras risas y nuestras conversaciones. Con argumentos de menos peso se han creado religiones.
El hallazgo de Davies es sensacional,  ya que el personaje es tan sorprendente como su obra.  Su aspecto era tal que el hijo de John Irving creyó que estaba ante Dios el día que lo conoció. Era desmesuradamente alto, iba ataviado con ropas ligeramente pasadas de moda, lucía una larga barba de una blancura resplandeciente, al igual que su cabello,  y poseía una sonora voz de actor.  Su biografía iba a la par de su fabulosa apariencia: había sido actor en la Old Vic Repertory Company de Londres,  productor de teatro, prestigioso periodista en Canadá,  renombrado profesor de Literatura y rector en la Universidad de Toronto,  además de galardonado autor de novelas,  cuentos,  obras de teatro,  críticas literarias y artículos.
Nabokov decía que el don más importante de un escritor es “shamanstvo”, una palabra rusa que hace referencia a "la cualidad del encantador".  Esa habilidad para conseguir que la gente desee ardientemente seguir leyendo tus historias no puede ser enseñada.  Dickens la tenía.  Davies también.  El propio autor canadiense aseguraba que el shamanstvo formaba parte del oficio de escribir: "Un escritor de verdad desciende de los contadores de historias medievales que solían ir a la plaza de las ciudades, extender una alfombrilla en el suelo,  sentarse sobre ella,  golpear un cuenco y decir:  “Si me das una moneda de cobre, te daré un cuento de oro”.  Si el narrador era bueno,  reunía a un pequeño grupo de personas a quienes contaba una historia hasta que llegaba al punto más interesante;  entonces,  se detenía y pasaba de nuevo el cuenco.  Así se ganaba la vida;  si no conseguía retener a su público,  debía dedicarse a otra cosa.  Eso debe hacer un escritor".
Davies era un narrador irónico e imaginativo, con una visión de la vida más tragicómica que sentimental. Durante sus años de periodismo, descubrió cómo viven las personas, qué hacen por la noche y qué sucede tras las cortinas de sus casas.  Del teatro,  aprendió a elaborar diálogos para decir lo máximo con el mínimo de palabras posible. De su educación presbiteriana, con su terrible concepto del destino, heredó la cuestión moral a la que se enfrentan sus peculiares personajes: la tenue línea que separa el libre albedrío de la predestinación, la responsabilidad de la inocencia, la condena de la salvación. Y de su educación británica mamó el humor presente en sus novelas y que le convirtió en un solicitadísimo conferenciante. Solía referirse a sí mismo como "una voz desde el ático", burlándose así de la escasa consideración intelectual que la literatura canadiense tenía en Estados Unidos.
Su energía creadora era tal que concebía las novelas de tres en tres.  Estaba dotado de una inmensa vitalidad intelectual y,  al final de su existencia, llegó a reconocer que su experiencia sobre el temido bloqueo del escritor se reducía a "algo pequeñito,  suficiente para recobrar el aliento".  Escribió la Trilogía de Salterton (Tempest-Tost, Leaven of Malice, A Mixture of Frailties);  la Trilogía de Deptford  (El quinto en discordia, Mantícora, El mundo de los prodigios);  la Trilogía de Cornish (Ángeles rebeldes, Lo que arraiga en el hueso, La lira de Orfeo) y la inacabada Trilogía de Toronto, de la que sólo llegó a finalizar las dos primeras partes: “Asesinatos y ánimas en pena” y  “Un hombre astuto”. En total, once novelas donde unas historias se engarzan con otras hasta formar tramas sorprendentes. Lo que no se sabe es si su esposa llegó a temer que semejante afición a la trilogía se extendiera,  en alguna ocasión,  del terreno laboral al sentimental.
Para empezar a leerlo, nada mejor que la Trilogía de Deptford, considerada su obra maestra: “El quinto en discordia” (1970), “Mantícora” (1972) y  “El mundo de los prodigios“ (1975). Las tres novelas, como relatos poliédricos, relatan la extraña muerte del millonario Percy Boyd Staunton desde tres puntos de vista. Lo que empieza con una inocente bola de nieve en “El quinto en discordia”, que recibió el Premio Llibreter 2006,  se convierte en un alud que arrastrará a los singulares protagonistas -locos con halo de santidad, magos, mujeriegos mutilados, analistas junguianos...- en una trama de venganza, amor, alcohol y mitos.
El autor concebía la ficción como un gran tapiz con limpios dibujos en cuyo reverso se entretejen las vidas de todos los personajes de forma aparentemente caótica. Ese modo de entender la literatura conecta con un modo de escucharla y disfrutarla: credulidad, escepticismo, asombro, maravilla y, a veces, aunque sea breve y débilmente, la sensación de vislumbrar lo inaccesible, aquello que no puede obtenerse con el pensamiento racional. Y percibir lo inaccesible, por imperfecta que sea la percepción, significa haber accedido a ello.
Robertson Davies comentó en una ocasión que George Bernard Shaw floreció cuando tenía veinte años, pero que nadie aspiró su aroma hasta que cumplió cuarenta. Y, a continuación, añadió con ironía que con él aún habían tardado más tiempo. Háganse un regalo: no demoren el placer de leerle.”


Nuria Barrios

El País, 31/01/2009

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