“Conocí a Josefina Aldecoa en septiembre de 1980, cuando ingresé
como alumno en el colegio Estilo para repetir 6º de EGB. En 1980 en España
todavía abundaban los colegios en los que sucedían cosas extrañas. En aquel del
que yo venía, un colegio público, mi tutor se ponía la alianza entre dos
falanges del dedo corazón y atizaba unos capones que picaban y dolían de
verdad. Nada así habría sido concebible en los dominios de Josefina. Tampoco el
pretencioso encorsetamiento de otros colegios privados que había conocido en mi
breve pero errática carrera escolar. A Josefina no había que llamarla de usted,
como tampoco a ninguna de las profesoras (todas lo eran, salvo el de gimnasia),
y eso a pesar de que habría sido lo más conveniente, ya que las había realmente
mayores. A Josefina le bastaba con una
mirada para cuadrar a toda una clase de niños. O con abrir de golpe las puertas
correderas de su despacho. Era la última instancia disciplinaria del colegio y
ejercía su papel con resignación tan bien disimulada que los alumnos tendíamos
a ver tan sólo su semblante severo sin darnos cuenta de que el raro oasis que
habitábamos era obra suya. La finalidad de un colegio no es hacer felices a los
alumnos, pero yo fui más feliz en el colegio Estilo que en cualquier otro de los
que conocí. La razón es bien sencilla. Ni nos daban píldoras de la felicidad ni
nos sobornaban con regalías. Simplemente percibías que lo que te rodeaba era
como debía ser. Todo resultaba razonable, de sentido común. Las profesores eran
buenas pedagogas, conocían su asignatura y trataban de enseñarnos más allá de
lo que dictaban los romos programas oficiales. Sabían ser flexibles cuando era
necesario y nunca se les ocurría representar lo que no eran. Las había
francamente extravagantes, y con duros historiales de lucha política a sus
espaldas de los que sin embargo no hacían ostentación. No nos impartían
religión pero sí historia de las religiones; leíamos libros, como los cuentos
de Maupassant, en los que ningún
ministerio de educación español había reparado hasta entonces pero que nos
introducían en la lectura más eficazmente que el canon oficial de la literatura
castellana; hacíamos películas; cosíamos (también los chicos) sin que el rubor
asomara a nuestros carrillos... Siempre he dicho que mi paso por el colegio
Estilo me enderezó y me permitió, algunos años después, alcanzar la
universidad. Aprendí que no es refugio la desidia. Se lo debo a Josefina y a
las mujeres maravillosas de quienes supo rodearse. Afortunadamente tuve ocasión
de decírselo muchas veces. Lo mejor, no obstante, fue contar con su amistad.”
Recuerdos de un alumno
Marcos Giralt Torrente
“El País 17/03/2011”
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