1 d’oct. 2014

el carrer 7

el carrer d'Ulldecona (carrer 7) l'any 2013
“La populosa barriada de las Casas Baratas o Eduardo Aunós, que suena mucho mejor, consta de veintiuna calles. Así (disimulen, por favor):




Medio aparrillada. Como un San Lorenzo del Escorial, pero menos. Antes estaban numeradas. Calle 1, calle 2 calle 3, calle 4, hasta 21. Sonaban a prisión o a Nueva York estos números. Ahora les han puesto nombres. Unos nombres catalanes, unos enrevesados nombres catalanes, más enrevesados aún para las estropajosas lenguas murcianas de sus moradores. Ahora los nombres son: calle Ulldecona, calle Pinatell, calle Cisquer, calle Pontils, Rojals, Tragurá, Arnés, Ascó, Motrils, Riudoms, etcétera. Ellos, sus moradores, dicen: calle Urdecona, calle Pinatey, calle Sirqué, calle Pontís, Rochal, Traguirá, Arné, Asco, sin el acento, Motril, Rudón, etcétera.  Algunas gitanas enturbian más las cosas. A la calle Tragurá la llaman: Trasgirá,  desgrasiao, Trasgirá;  ¿qué se ha creío er payo ejte? A la calle Ulldecona, Urdecoña, ¡cucha por Dios! Y así sucesivamente.

La barriada, en total, con sus puertas y ventanas tan simétricas, tan iguales, semeja un queso de Gruyère, lleno de agujeros, o mejor aún un queso cualquiera donde diminutos ratoncillos han roído sus viviendas.

Ahora, con esto de la inmigración de todo el Sur hacia Cataluña, la barriada ha perdido su simetría. Ahora, con esto de la inmigración, se han amontonado en sus márgenes barracas y extrañas cobijas y la han hecho engordar. Un engorde que no le da aspecto saludable sino enfermizo. Un engorde de lacras, costras, úlceras y pústulas. Estas barracas se han reproducido y procreado como hongos, mas no como hongos bellos de cuentos de hadas sino como esos hongos viscosos, blancuzcos, venenosos que se superponen en los huecos de los árboles robándoles la savia y la salud.

En estas calles interiores y simétricas los vecinos se conocen, tal vez demasiado, y viven bastante en común. En un paso están a la puerta de casa; en otro, en la de al lado. Las mujeres cosen y charlan en el portal de una un día y en el portal de otra, mañana. Se piden y se prestan —a regañadientes, según qué veces— cacharros y utensilios de cocina y un poquito de sal y un pellizco de pimentón. Ponen las radios a todo gas, a toda marcha, para poderlas oír desde la calle, mientras toman el sol o la sombra, depende. Y se despiojan unas a otras, las mujeres, y los hombres fuman, dándose tabaco unos a otros, parsimoniosamente, con cachaza. En resumidas cuentas: reina una camaradería, una igualdad, una especie de comunismo en el que parece ser todo de todos, un poco a lo torre de Babel, con ciertas disidencias de vez en cuando, con ciertas discrepancias que terminan a gritos y a trompadas si son hombres; a gritos y tirones de moño si son mujeres, y, en alguna ocasión, de tarde en tarde, para amenizar la cosa, a puñaladas. (…)

En las Casas Baratas siempre se hizo mercado los domingos, pero no como ahora, no con tanta intensidad y densidad como a raíz de haberío prohibido en el Barrio Chino y Atarazanas. Ahora es algo así como el Rastro en Madrid, pero menos, según unos; un poco más, tal vez, según otros. La gente le llama el Mercadillo, a esa ristra de puestos y paradas; el Francisco Candel, poeta, escritor, visionario, soñador, loco, todo eso que se dice, le llama el Zoco, no sabemos bien por qué.

Entrando en las Casas Baratas por la parte de la parada del autobús —los domingos, claro—, empieza el Mercadillo, el Zoco, que dice el Francisco Candel. Hay una vieja tumbada, una vieja haraposa llena de bubas y roña, la abuela del Picaor; una vieja a quien los años y la miseria han puesto los ojos blancos, descolorido el iris, ciegos. ¡Que Santa Lucía les conserve la vista!, salmodia, como los ciegos de romance, y la gente le echa calderilla o no le echa, según. Aún vienen otros mendigos, aún. Un joven con una pata de palo; un viejo con un bracito como un hilo, rodeado de vendas y del que muchos dicen si es postizo; un tullido que tiene un periódico en el suelo, para la calderilla. El personal socorre al primero que se le pone a tiro; a los otros, por lo general, no. Dando a uno creen que han cumplido. Dar a todos es una lata y un despilfarro. Por eso los que más pescan son los de las puntas, los de los extremos. Y los domingos madrugan, a cual más, para coger los sitios más estratégicos. ¡A ver si no!

En el Zoco hay de todo. Uno piensa: ¿A ver lo que no hay? Y lo que piensa lo encuentra al instante. No falla. Uno dice: A ver si hay cerdos, por ejemplo. Y ve a una gitana con dos lechoncillos en los en los brazos – igual que si llevara dos churumbeles – inmediatamente.

En el Zoco hay de todo. Uno piensa: ¿A ver lo que no hay? Y lo que piensa lo encuentra al instante. No falla. Uno dice: A ver si hay cerdos, por ejemplo. Y ve a una gitana con dos lechoncillos en los brazos —igual que si llevara dos churumbeles— inmediatamente.

Los puestos son heterodoxos, por decirlo de alguna manera, o, dicho de otro modo, anárquicos. Se encuentran en el suelo, sobre papeles de periódicos, junto a los charcos en invierno, entre el polvo en verano; en los hoyos de los árboles, en la especie de zócalos en que antaño hubo árboles y ahora hay basura y cabezas de pescado todo lo más; en mesas; en tenderetes; metiendo la mano en las mercancías todo el público; pisoteando las paradas que hay por el suelo; etcétera. Hay un vocerío, un runrún de colmena. Los precios que se vocean siempre son redondos: ¡A duro el kilo! ¡A peseta la docena! ¡A real, a real! ¡A pela, a pela!

Venden gafas. Un cajón de gafas. El suelo está lleno de gafas. Con montura de concha, con montura de carey, con montura de latón, con montura de metal, con montura de alambre. Gafas para toda clase de dioptrías. Los clientes se las colocan y prueban a ver si ven o no ven. Miran, las letras en el periódico. Como que son para la vista cansada, ¡qué más da!

Igual que las gafas, hay quien se prueba una chaqueta que adivina a quién perteneció. O unos zapatos.

Hay vendedores de helados. Y de pastas. Pastas de crema y de nata. Una crema seca, ya resquebrajada; una nata a la que se adhiere el polvo de la calle. Dos pastas, una peseta. Hay moscas y avispas. El dueño ya no se cuida de espantarlas con el mosquero.

Se vende de todo, de todo. Arreos de burro, cadenas de bicicleta, gramófonos, herramientas, sábanas, papel de cartas, platos, cazuelas, nuevo y viejo, más viejo que nuevo, claro. Se arreglan relojes.

En la parte de abajo están los comestibles. Medio a revueltas con Unos puestos de ropa. Olivas, pescado, naranjas, conejo, salchichas, alcachofas, coles. Se huele bien allí, un poco a podrido, un poco a diablos, pero se huele bien. (…)

En las Casas Baratas o Grupo E. Aunós, a temporadas, a cortas temporadas, hacen, hacían clase de noche para adultos, para enseñarles a leer y a escribir, que buena falta les hacía. El Marcelino siempre iba, pues quería aprender de números, ya que si él supiera de números, decía, otro gallo le cantara.

Estas clases nocturnas unas veces las hacían los de las Conferencias, otras los de alguna Congregación, otras el mismo Ayuntamiento, según, hasta que se cansaban y lo dejaban estar, pues siempre empezaban siendo muchos alumnos y terminaban siendo tres o cuatro o ninguno. Las clases se daban en la misma escuela del Ayuntamiento, en la misma escuela que de día servía para los mismos hijos de aquellos analfabetos, en la Escuela de San Raimundo de Penyafort, que se llama; pero esto, el que se llame así, nadie lo sabe ni le interesa.

Uno de los maestros que pasó por una de estas breves y eufóricas temporadas de instrucción nocturna fue un señor o individuo alto, de cabello estirado, cara caballuna, llamado señor Solá, muy presumido él, y que se paseaba de un lado a otro de la clase, con los dedos pulgares en las sisas del chaleco, abombando su escaso y deficiente pecho. Trataba a los alumnos despectivamente, de cualquier manera. Cuando se dirigía al Marcelino le decía:
—A ver, ese tuerto, ¿cuáles son las vocales?
El Guinea, el hermano del Marcelino, decía:
—Señor maestro, tuerto por desgracia.
—De acuerdo, hombre, de acuerdo —condescendía el señor Solá—, pero que me diga las vocales.
El Marcelino se las decía.

El Guinea era muy vago; presumía de entendido y todo lo quería saber. También era muy entrometido. Cuando el Juan de Dios se cargó al hijo de la trapera, él no presenció la cosa, pero como andaba por allí cerca fue a la Comisaría y se ofreció como testigo. Él era un hombre que sacaba la cara por todo el mundo, conque más por su hermano.
—Tuerto por desgracia, ¿eh?, señor maestro.
—Está bien, hombre, está bien, por desgracia, sí, señor —contestaba cínicamente el señor Solá.
Sólo por oír al Guinea, el señor Solá preguntaba siempre al Marcelino:
—A ver, ese tuerto, que se levante…
El señor Solá, alguna vez, trajo a alguno de sus amigos de la ciudad para que observara esta pintoresca escena.
—Tuerto por desgracia, señor maestro...
El señor Solá le hacía una seña a su amigo, como diciendo: ¿Te das cuenta? Y el amigo se daba cuenta.

El Marcelino dejó de ir pronto a la escuela, no porque le molestara el que le llamaran tuerto —él no tenía complejos—, sino porque le molestaba el que siempre le preguntaran a él, que si no era lo que se dice el más burro de la clase, tampoco era el más sabio o espabilado, ¡caramba!


Finalizando: el Marcelino se juntaba mucho con el Perchas y el José, los dos sabios de la calle, pero él era el que hablaba menos. Sólo escuchaba. Precisamente el libro de Vargas Vila que leían el Perchas y el José era del Marcelino. Este libro se llamaba Verbo de Admonición. Era un libro de profecías y maldiciones políticas ya pasadas de moda, un libro un tanto apocalíptico y enrevesado, pero al Perchas, al José y al Marcelino les gustaba y lo ponderaban mucho. ¡El mundo es así y el que lo quiera cambiar está listo!”

Donde la ciudad cambia su nombre
Francisco Candel 
Circulo de Lectores, 1992
pág. 59-60-61; 129-130 y 145-146-147

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