el carrer d'Ulldecona (carrer 7) l'any 2013 |
“La populosa barriada de las Casas Baratas o
Eduardo Aunós, que suena mucho mejor, consta de veintiuna calles. Así
(disimulen, por favor):
Medio aparrillada. Como un San Lorenzo del
Escorial, pero menos. Antes estaban numeradas. Calle 1, calle 2 calle 3, calle
4, hasta 21. Sonaban a prisión o a Nueva York estos números. Ahora les han
puesto nombres. Unos nombres catalanes, unos enrevesados nombres catalanes, más
enrevesados aún para las estropajosas lenguas murcianas de sus moradores. Ahora
los nombres son: calle Ulldecona, calle Pinatell, calle Cisquer, calle Pontils,
Rojals, Tragurá, Arnés, Ascó, Motrils, Riudoms, etcétera. Ellos, sus moradores,
dicen: calle Urdecona, calle Pinatey, calle Sirqué, calle Pontís, Rochal, Traguirá,
Arné, Asco, sin el acento, Motril, Rudón, etcétera. Algunas gitanas enturbian más las cosas. A la
calle Tragurá la llaman: Trasgirá, desgrasiao,
Trasgirá; ¿qué se ha creío er payo ejte?
A la calle Ulldecona, Urdecoña, ¡cucha por Dios! Y así sucesivamente.
La barriada, en total, con sus puertas y
ventanas tan simétricas, tan iguales, semeja un queso de Gruyère, lleno de
agujeros, o mejor aún un queso cualquiera donde diminutos ratoncillos han roído
sus viviendas.
Ahora, con esto de la inmigración de todo el
Sur hacia Cataluña, la barriada ha perdido su simetría. Ahora, con esto de la
inmigración, se han amontonado en sus márgenes barracas y extrañas cobijas y la
han hecho engordar. Un engorde que no le da aspecto saludable sino enfermizo.
Un engorde de lacras, costras, úlceras y pústulas. Estas barracas se han
reproducido y procreado como hongos, mas no como hongos bellos de cuentos de
hadas sino como esos hongos viscosos, blancuzcos, venenosos que se superponen
en los huecos de los árboles robándoles la savia y la salud.
En estas calles interiores y simétricas los
vecinos se conocen, tal vez demasiado, y viven bastante en común. En un paso
están a la puerta de casa; en otro, en la de al lado. Las mujeres cosen y
charlan en el portal de una un día y en el portal de otra, mañana. Se piden y
se prestan —a regañadientes, según qué veces— cacharros y utensilios de cocina
y un poquito de sal y un pellizco de pimentón. Ponen las radios a todo gas, a
toda marcha, para poderlas oír desde la calle, mientras toman el sol o la
sombra, depende. Y se despiojan unas a otras, las mujeres, y los hombres fuman,
dándose tabaco unos a otros, parsimoniosamente, con cachaza. En resumidas
cuentas: reina una camaradería, una igualdad, una especie de comunismo en el
que parece ser todo de todos, un poco a lo torre de Babel, con ciertas disidencias
de vez en cuando, con ciertas discrepancias que terminan a gritos y a trompadas
si son hombres; a gritos y tirones de moño si son mujeres, y, en alguna
ocasión, de tarde en tarde, para amenizar la cosa, a puñaladas. (…)
En las Casas Baratas siempre se hizo mercado
los domingos, pero no como ahora, no con tanta intensidad y densidad como a
raíz de haberío prohibido en el Barrio Chino y Atarazanas. Ahora es algo así
como el Rastro en Madrid, pero menos, según unos; un poco más, tal vez, según
otros. La gente le llama el Mercadillo, a esa ristra de puestos y paradas; el
Francisco Candel, poeta, escritor, visionario, soñador, loco, todo eso que se
dice, le llama el Zoco, no sabemos bien por qué.
Entrando en las Casas Baratas por la parte de
la parada del autobús —los domingos, claro—, empieza el Mercadillo, el Zoco,
que dice el Francisco Candel. Hay una vieja tumbada, una vieja haraposa llena
de bubas y roña, la abuela del Picaor; una vieja a quien los años y la miseria
han puesto los ojos blancos, descolorido el iris, ciegos. ¡Que Santa Lucía les
conserve la vista!, salmodia, como los ciegos de romance, y la gente le echa
calderilla o no le echa, según. Aún vienen otros mendigos, aún. Un joven con
una pata de palo; un viejo con un bracito como un hilo, rodeado de vendas y del
que muchos dicen si es postizo; un tullido que tiene un periódico en el suelo,
para la calderilla. El personal socorre al primero que se le pone a tiro; a los
otros, por lo general, no. Dando a uno creen que han cumplido. Dar a todos es
una lata y un despilfarro. Por eso los que más pescan son los de las puntas,
los de los extremos. Y los domingos madrugan, a cual más, para coger los sitios
más estratégicos. ¡A ver si no!
En el Zoco hay de todo. Uno piensa: ¿A ver lo
que no hay? Y lo que piensa lo encuentra al instante. No falla. Uno dice: A ver
si hay cerdos, por ejemplo. Y ve a una gitana con dos lechoncillos en los en
los brazos – igual que si llevara dos churumbeles – inmediatamente.
En el Zoco hay de todo. Uno piensa: ¿A ver lo
que no hay? Y lo que piensa lo encuentra al instante. No falla. Uno dice: A ver
si hay cerdos, por ejemplo. Y ve a una gitana con dos lechoncillos en los brazos
—igual que si llevara dos churumbeles— inmediatamente.
Los puestos son heterodoxos, por decirlo de
alguna manera, o, dicho de otro modo, anárquicos. Se encuentran en el suelo,
sobre papeles de periódicos, junto a los charcos en invierno, entre el polvo en
verano; en los hoyos de los árboles, en la especie de zócalos en que antaño
hubo árboles y ahora hay basura y cabezas de pescado todo lo más; en mesas; en
tenderetes; metiendo la mano en las mercancías todo el público; pisoteando las
paradas que hay por el suelo; etcétera. Hay un vocerío, un runrún de colmena.
Los precios que se vocean siempre son redondos: ¡A duro el kilo! ¡A peseta la docena!
¡A real, a real! ¡A pela, a pela!
Venden gafas. Un cajón de gafas. El suelo
está lleno de gafas. Con montura de concha, con montura de carey, con montura
de latón, con montura de metal, con montura de alambre. Gafas para toda clase
de dioptrías. Los clientes se las colocan y prueban a ver si ven o no ven.
Miran, las letras en el periódico. Como que son para la vista cansada, ¡qué más
da!
Igual que las gafas, hay quien se prueba una
chaqueta que adivina a quién perteneció. O unos zapatos.
Hay vendedores de helados. Y de pastas.
Pastas de crema y de nata. Una crema seca, ya resquebrajada; una nata a la que
se adhiere el polvo de la calle. Dos pastas, una peseta. Hay moscas y avispas.
El dueño ya no se cuida de espantarlas con el mosquero.
Se vende de todo, de todo. Arreos de burro,
cadenas de bicicleta, gramófonos, herramientas, sábanas, papel de cartas,
platos, cazuelas, nuevo y viejo, más viejo que nuevo, claro. Se arreglan
relojes.
En la parte de abajo están los comestibles.
Medio a revueltas con Unos puestos de ropa. Olivas, pescado, naranjas, conejo,
salchichas, alcachofas, coles. Se huele bien allí, un poco a podrido, un poco a
diablos, pero se huele bien. (…)
En las Casas Baratas o Grupo E. Aunós, a
temporadas, a cortas temporadas, hacen, hacían clase de noche para adultos,
para enseñarles a leer y a escribir, que buena falta les hacía. El Marcelino siempre
iba, pues quería aprender de números, ya que si él supiera de números, decía,
otro gallo le cantara.
Estas clases nocturnas unas veces las hacían
los de las Conferencias, otras los de alguna Congregación, otras el mismo
Ayuntamiento, según, hasta que se cansaban y lo dejaban estar, pues siempre empezaban
siendo muchos alumnos y terminaban siendo tres o cuatro o ninguno. Las clases
se daban en la misma escuela del Ayuntamiento, en la misma escuela que de día
servía para los mismos hijos de aquellos analfabetos, en la Escuela de San
Raimundo de Penyafort, que se llama; pero esto, el que se llame así, nadie lo
sabe ni le interesa.
Uno de los maestros que pasó por una de estas
breves y eufóricas temporadas de instrucción nocturna fue un señor o individuo
alto, de cabello estirado, cara caballuna, llamado señor Solá, muy presumido
él, y que se paseaba de un lado a otro de la clase, con los dedos pulgares en
las sisas del chaleco, abombando su escaso y deficiente pecho. Trataba a los
alumnos despectivamente, de cualquier manera. Cuando se dirigía al Marcelino le
decía:
—A ver, ese tuerto, ¿cuáles son las vocales?
El
Guinea, el hermano del Marcelino, decía:
—Señor maestro, tuerto por desgracia.
—De acuerdo, hombre, de acuerdo —condescendía
el señor Solá—, pero que me diga las vocales.
El
Marcelino se las decía.
El Guinea era muy vago; presumía de entendido
y todo lo quería saber. También era muy entrometido. Cuando el Juan de Dios se
cargó al hijo de la trapera, él no presenció la cosa, pero como andaba por allí
cerca fue a la Comisaría y se ofreció como testigo. Él era un hombre que sacaba
la cara por todo el mundo, conque más por su hermano.
—Tuerto por desgracia, ¿eh?, señor maestro.
—Está bien, hombre, está bien, por desgracia,
sí, señor —contestaba cínicamente el señor Solá.
Sólo
por oír al Guinea, el señor Solá preguntaba siempre al Marcelino:
—A ver, ese tuerto, que se levante…
El
señor Solá, alguna vez, trajo a alguno de sus amigos de la ciudad para que
observara esta pintoresca escena.
—Tuerto por desgracia, señor maestro...
El
señor Solá le hacía una seña a su amigo, como diciendo: ¿Te das cuenta? Y el
amigo se daba cuenta.
El Marcelino dejó de ir pronto a la escuela,
no porque le molestara el que le llamaran tuerto —él no tenía complejos—, sino
porque le molestaba el que siempre le preguntaran a él, que si no era lo que se
dice el más burro de la clase, tampoco era el más sabio o espabilado, ¡caramba!
Finalizando: el Marcelino se juntaba mucho
con el Perchas y el José, los dos sabios de la calle, pero él era el que
hablaba menos. Sólo escuchaba. Precisamente el libro de Vargas Vila que leían
el Perchas y el José era del Marcelino. Este libro se llamaba Verbo de
Admonición. Era un libro de profecías y maldiciones políticas ya pasadas de
moda, un libro un tanto apocalíptico y enrevesado, pero al Perchas, al José y
al Marcelino les gustaba y lo ponderaban mucho. ¡El mundo es así y el que lo
quiera cambiar está listo!”
Donde la ciudad cambia su nombre
Francisco Candel
Circulo de Lectores, 1992
pág. 59-60-61; 129-130 y 145-146-147
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