31 d’oct. 2014

la cuestión femenina; derechos


“No era mucho, comparándolo con lo que hacían otras mujeres por conseguir la emancipación. Algunas escribían bajo seudónimos masculinos para ver sus obras publicadas o acu-dían a la universidad disfrazadas de hombres, enfrentándose a innumerables impedimentos. Esos sí eran grandes pasos; los suyos eran pequeños, pero eran cuestiones sobre las que solo ella tenía capacidad de decidir, pequeñas victorias sobre una sociedad que clasificaba a los hombres según lo que hacían, pero no por el hecho de que quisieran hacerlo, sino por las imposiciones de una estructura social que les reservaba solo a unos pocos la capacidad de elegir: estudiar o no, trabajar o no, casarse o no, votar o no.”

Tiempo de arena
Inma Chacón
Planeta, 2011
pág. 55



       El 1851, quan John Stuart Mill tenia 45 anys d'edat, va poder per fi casar-se amb Harriet Taylor, després de vint anys d'una íntima amistat. El marit de Harriet havia mort fa dos anys, i ells, després de respectar aquell matrimoni i no donar mai ocasió al més mínim retret, van decidir que havia arribat el moment. En Taylor, Stuart Mill va trobar la companya ideal, és a dir, i en el seu propi criteri, algú igual a ell, sobre qui no se sentia superior ni inferior. Set anys després moria Harriet, i des de llavors va venerar la seva memòria la resta de la seva vida, fins al punt de passar llargues temporades a Avinyó, ciutat on va morir la seva dona i on a ell mateix li sorprendria la mort en 1873. Quatre anys abans de morir , quan Stuart Mill ha deixat enrere tantes coses, decideix escriure un llibre sobre la situació de la dona: “L’esclavitud femenina”. (En 1851 Harriet Taylor havia escrit ja “The Enfranchisement of Women”, que podríem traduir com "l'alliberament de la dona", "el dret a vot de les dones" o "els drets civils i polítics de les dones").  En la redacció de la seva obra, Mill recordaria les converses que en aquella època va mantenir amb ella sobre això. No en va, en 1867, Mill va ser el primer membre del Parlament que va defensar el dret de vot de la dona. No li faltava, doncs, experiència, i de la millor qualitat. El llibre que escriu és d'una bellesa colpidora, i quedarà com un monument de l'esperit humà. A Espanya, l'obra va ser introduïda per Emilia Pardo Bazán, que va prologar la mateixa.


       
“Cuando una costumbre es general, hay que suponer que tiende o ha tendido en otro tiempo a un fin laudable. Esto suelen representar las costumbres adoptadas desde abinicio, porque eran medio seguro de llegar a laudables fines y fruto incontestable de la experiencia. Si la autoridad del hombre, en el momento de implantarla, se deriva de una comparación concienzuda entre los variados medios de constituir la sociedad; si después de ensayar los diversos modos de organización social,-como el gobierno del hombre por la mujer, la igualdad de los sexos o cualquiera otra forma mixta que nos imaginemos,-y solamente después de este ensayo se ha decidido, por imposiciones y enseñanzas de la experiencia, que la forma de gobierno o régimen que más seguramente conduce a la felicidad de ambos sexos es someter de un modo absoluto la mujer al hombre, no concediéndola ninguna parte en los negocios públicos, y obligándola, en nombre de la ley, en la vida privada, a obedecer sin examen al hombre con quien ha unido su destino; si de esta suerte vino a organizarse la sociedad, y así continúa organizada, es preciso ver en la general adopción de esta forma una prueba de que cuando se puso en práctica era la mejor, la más ventajosa y conveniente; pero también nos sería lícito añadir que las consideraciones que militaban en favor suyo han cesado de existir, como tantos otros hechos sociales primitivos de la mayor importancia, y que ya caducaron y perdieron su razón de ser.

     Ahora bien: me apresuro a decir que ha sucedido todo lo contrario. Desde luego, la opinión favorable al sistema actual, que hace depender al sexo débil del fuerte, no descansa sino en teorías; no se ha ensayado otra, y, por ende, nadie puede afirmar que la experiencia opuesta a la teoría, haya aconsejado nada, en atención a que no se llevó al terreno de la práctica, y se ignoran totalmente sus resultados. Por otra parte, la adopción del régimen de la desigualdad no ha sido nunca fruto de la deliberación, del pensamiento libre, de una teoría social o de un conocimiento reflexivo de los medios de asegurar la dicha de la humanidad o de establecer el buen orden en la sociedad y el Estado. Este régimen proviene de que, desde los primeros días de la sociedad humana, la mujer fue entregada como esclava al hombre que tenía interés o capricho en poseerla, y a quien no podía resistir ni oponerse, dada la inferioridad de su fuerza muscular. Las leyes y los sistemas sociales empiezan siempre por reconocer el estado material de relaciones existente ya entre los individuos. Lo que en los comienzos no era más que un hecho brutal, un acto de violencia, un abuso inicuo, llega a ser derecho legal, garantizado por la sociedad, apoyado y protegido por las fuerzas sociales, que sustituyeron a las luchas sin orden ni freno de la fuerza física. Los individuos que en un principio se vieron sometidos a la obediencia forzosa, a ella quedaron sujetos más tarde en nombre de la ley. La esclavitud, que era un principio no era más que cuestión de fuerza entre el amo y el esclavo, llegó a ser institución legal, sancionada y protegida por el derecho escrito: los esclavos fueron comprendidos en el pacto social, por el que los amos se comprometían a protegerse y a salvaguardar mutuamente su propiedad particular, haciendo uso de su fuerza colectiva. En los primeros tiempos de la historia, la mayoría del sexo masculino era esclava, como lo era la totalidad del sexo femenino. Y transcurrieron muchos siglos, y siglos ilustrados por brillante cultura intelectual, antes de que algunos pensadores se atreviesen a discutir con timidez la legitimidad o la necesidad absoluta de una u otra esclavitud.

     Estos pensadores, ayudados por el progreso general de la sociedad, lograron la abolición de la esclavitud del sexo masculino en todas las naciones cristianas (en una de éstas existía aún hace pocos años) y que la esclavitud de la mujer se trocase poco a poco en una dependencia más blanda, más suave. Pero esta dependencia, tal cual hoy existe y perdura, no es una institución adoptada después de maduro examen, en que se tomaron en cuenta consideraciones de justicia y de utilidad social; es el estado primitivo de esclavitud, que se perpetúa a través de una serie de endulzamientos y modificaciones, debidas a las mismas causas que han ido puliendo cada vez más las maneras y las costumbres, y sometiendo en cierto modo, las acciones de los hombres al dictado de la justicia y a la influencia de las ideas humanitarias; no está aún borrada, con todo, la mancha de su brutal origen. No hay pues manera de alegar la existencia de este régimen como argumento sólido en favor de su legitimidad; lo único que puede decirse es que ha durado hasta el día, mientras otras instituciones afines, de tan odioso origen, procedentes también de la barbarie primitiva, han desaparecido; y en el fondo esto es lo que da cierto sabor de extrañeza a la afirmación de que la desigualdad de los derechos del hombre y de la mujer no tiene otro origen sino la ley del más fuerte.

     Si esta proposición parece paradoja, es hasta cierto punto por culpa de la misma civilización y mejoramiento de los sentimientos morales de la humanidad. Vivimos, o viven al menos una o dos de las naciones más adelantadas del mundo, en un estado tal, que la ley del más fuerte parece totalmente abolida, y diríase que ya no sirve de norma a los actos de los hombres: nadie la invoca; en la mayoría de las relaciones sociales nadie posee el derecho de aplicarla, y, caso de hacerlo, tiene muy buen cuidado de disfrazarla bajo algún pretexto de interés social. Este es el estado aparente de las cosas, y por él se lisonjean las gentes superficiales de que el reino de la fuerza bruta ha terminado, llegando hasta creer que la ley del más fuerte no puede ser origen de ninguna relación actual, y que las instituciones, cualesquiera que hayan podido ser sus comienzos, no se han conservado hasta el día sino porque nos avisaba la razón de que convenían perfectamente a la naturaleza humana y conducían al bien general. Y es que la gente no se hace cargo de la vitalidad de las instituciones que sitúan el derecho al lado de la fuerza; no sabe con cuánta tenacidad se agarran a ella; no nota con qué vigor y coherencia se unen los buenos sentimientos y las malas pasiones de los que detentan el poder, para detentarlo; no se figura la lentitud con que las instituciones injustas desaparecen, comenzando por las más débiles, por las que están menos íntimamente ligadas a los hábitos cotidianos de la vida; se olvida de que quien ejerce un poder legal, porque desde un principio le ayudó la fuerza física; no suele resignar ese poder hasta que la fuerza física pasa a manos de sus contrarios, y no calculan que la fuerza física no ha sido nunca patrimonio de la mujer. Que se fijen también en lo que hay de particular y característico en el problema que tratamos, y comprenderán fácilmente que este fragmento de los derechos fundados en la fuerza, aunque haya modificado sus rasgos más atroces y se haya dulcificado poco a poco y aparezca hoy en forma más benigna y con mayor templanza, es el último en desaparecer, y que este vestigio del antiguo estado social sobrevive ante generaciones que teóricamente no admiten sino instituciones basadas en la justicia. Es una excepción única que rompe la armonía de las leyes y de las costumbres modernas; pero como no se ha divulgado su origen, ni se la discute a fondo, no nos parece lo que es: un mentís dado a la civilización moderna: de igual modo, la esclavitud doméstica, entre los griegos, no impedía a los griegos creerse un pueblo libre.

     En efecto: la generación actual, lo mismo que las dos o tres últimas generaciones, ha perdido toda idea de la condición primitiva de la humanidad; solamente algunas personas reflexivas, que han estudiado en serio la historia, o visitado las partes del mundo ocupadas por los postreros representantes de los pasados siglos, son capaces de suponer lo que era la sociedad entonces. No saben nuestros contemporáneos que en los primeros siglos la ley de la fuerza reinaba sin discusión, que se practicaba públicamente, de un modo franco, y no diré con cinismo y sin pudor, porque esto sería suponer que semejantes costumbres implicaban algo odioso, siendo así que la odiosidad que envolvían y que hoy comprendemos, no podía en aquel entonces conocerla entendimiento alguno, a no ser el de un filósofo o el de un santo.”

La esclavitud femenina
John Stuart Mill
capítol II
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999

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