“No era mucho, comparándolo con
lo que hacían otras mujeres por conseguir la emancipación. Algunas escribían
bajo seudónimos masculinos para ver sus obras publicadas o acu-dían a la
universidad disfrazadas de hombres, enfrentándose a innumerables impedimentos.
Esos sí eran grandes pasos; los suyos eran pequeños, pero eran cuestiones sobre
las que solo ella tenía capacidad de decidir, pequeñas victorias sobre una sociedad
que clasificaba a los hombres según lo que hacían, pero no por el hecho de que
quisieran hacerlo, sino por las imposiciones de una estructura social que les
reservaba solo a unos pocos la capacidad de elegir: estudiar o no, trabajar o
no, casarse o no, votar o no.”
Tiempo de arena
Inma Chacón
Planeta, 2011
pág. 55
El 1851, quan John Stuart Mill tenia
45 anys d'edat, va poder per fi casar-se amb Harriet Taylor, després de vint
anys d'una íntima amistat. El marit de Harriet havia mort fa dos anys, i ells,
després de respectar aquell matrimoni i no donar mai ocasió al més mínim retret,
van decidir que havia arribat el moment. En Taylor, Stuart Mill va trobar la
companya ideal, és a dir, i en el seu propi criteri, algú igual a ell, sobre
qui no se sentia superior ni inferior. Set anys després moria Harriet, i des de
llavors va venerar la seva memòria la resta de la seva vida, fins al punt de
passar llargues temporades a Avinyó, ciutat on va morir la seva dona i on a ell
mateix li sorprendria la mort en 1873. Quatre anys abans de morir , quan Stuart
Mill ha deixat enrere tantes coses, decideix escriure un llibre sobre la
situació de la dona: “L’esclavitud femenina”. (En 1851 Harriet Taylor havia
escrit ja “The Enfranchisement of Women”, que podríem traduir com
"l'alliberament de la dona", "el dret a vot de les dones" o
"els drets civils i polítics de les dones"). En la redacció de la seva obra, Mill
recordaria les converses que en aquella època va mantenir amb ella sobre això.
No en va, en 1867, Mill va ser el primer membre del Parlament que va defensar
el dret de vot de la dona. No li faltava, doncs, experiència, i de la millor
qualitat. El llibre que escriu és d'una bellesa colpidora, i quedarà com un
monument de l'esperit humà. A Espanya, l'obra va ser introduïda per Emilia
Pardo Bazán, que va prologar la mateixa.
Ahora bien: me apresuro a decir
que ha sucedido todo lo contrario. Desde luego, la opinión favorable al sistema
actual, que hace depender al sexo débil del fuerte, no descansa sino en
teorías; no se ha ensayado otra, y, por ende, nadie puede afirmar que la
experiencia opuesta a la teoría, haya aconsejado nada, en atención a que no se
llevó al terreno de la práctica, y se ignoran totalmente sus resultados. Por
otra parte, la adopción del régimen de la desigualdad no ha sido nunca fruto de
la deliberación, del pensamiento libre, de una teoría social o de un conocimiento
reflexivo de los medios de asegurar la dicha de la humanidad o de establecer el
buen orden en la sociedad y el Estado. Este régimen proviene de que, desde los
primeros días de la sociedad humana, la mujer fue entregada como esclava al
hombre que tenía interés o capricho en poseerla, y a quien no podía resistir ni
oponerse, dada la inferioridad de su fuerza muscular. Las leyes y los sistemas
sociales empiezan siempre por reconocer el estado material de relaciones
existente ya entre los individuos. Lo que en los comienzos no era más que un
hecho brutal, un acto de violencia, un abuso inicuo, llega a ser derecho legal,
garantizado por la sociedad, apoyado y protegido por las fuerzas sociales, que
sustituyeron a las luchas sin orden ni freno de la fuerza física. Los
individuos que en un principio se vieron sometidos a la obediencia forzosa, a
ella quedaron sujetos más tarde en nombre de la ley. La esclavitud, que era un
principio no era más que cuestión de fuerza entre el amo y el esclavo, llegó a
ser institución legal, sancionada y protegida por el derecho escrito: los
esclavos fueron comprendidos en el pacto social, por el que los amos se
comprometían a protegerse y a salvaguardar mutuamente su propiedad particular,
haciendo uso de su fuerza colectiva. En los primeros tiempos de la historia, la
mayoría del sexo masculino era esclava, como lo era la totalidad del sexo
femenino. Y transcurrieron muchos siglos, y siglos ilustrados por brillante
cultura intelectual, antes de que algunos pensadores se atreviesen a discutir
con timidez la legitimidad o la necesidad absoluta de una u otra esclavitud.
Estos pensadores, ayudados por
el progreso general de la sociedad, lograron la abolición de la esclavitud del
sexo masculino en todas las naciones cristianas (en una de éstas existía aún
hace pocos años) y que la esclavitud de la mujer se trocase poco a poco en una
dependencia más blanda, más suave. Pero esta dependencia, tal cual hoy existe y
perdura, no es una institución adoptada después de maduro examen, en que se
tomaron en cuenta consideraciones de justicia y de utilidad social; es el
estado primitivo de esclavitud, que se perpetúa a través de una serie de
endulzamientos y modificaciones, debidas a las mismas causas que han ido
puliendo cada vez más las maneras y las costumbres, y sometiendo en cierto
modo, las acciones de los hombres al dictado de la justicia y a la influencia
de las ideas humanitarias; no está aún borrada, con todo, la mancha de su
brutal origen. No hay pues manera de alegar la existencia de este régimen como
argumento sólido en favor de su legitimidad; lo único que puede decirse es que
ha durado hasta el día, mientras otras instituciones afines, de tan odioso
origen, procedentes también de la barbarie primitiva, han desaparecido; y en el
fondo esto es lo que da cierto sabor de extrañeza a la afirmación de que la
desigualdad de los derechos del hombre y de la mujer no tiene otro origen sino
la ley del más fuerte.
Si esta proposición parece
paradoja, es hasta cierto punto por culpa de la misma civilización y
mejoramiento de los sentimientos morales de la humanidad. Vivimos, o viven al
menos una o dos de las naciones más adelantadas del mundo, en un estado tal,
que la ley del más fuerte parece totalmente abolida, y diríase que ya no sirve
de norma a los actos de los hombres: nadie la invoca; en la mayoría de las
relaciones sociales nadie posee el derecho de aplicarla, y, caso de hacerlo,
tiene muy buen cuidado de disfrazarla bajo algún pretexto de interés social.
Este es el estado aparente de las cosas, y por él se lisonjean las gentes
superficiales de que el reino de la fuerza bruta ha terminado, llegando hasta
creer que la ley del más fuerte no puede ser origen de ninguna relación actual,
y que las instituciones, cualesquiera que hayan podido ser sus comienzos, no se
han conservado hasta el día sino porque nos avisaba la razón de que convenían
perfectamente a la naturaleza humana y conducían al bien general. Y es que la
gente no se hace cargo de la vitalidad de las instituciones que sitúan el
derecho al lado de la fuerza; no sabe con cuánta tenacidad se agarran a ella;
no nota con qué vigor y coherencia se unen los buenos sentimientos y las malas
pasiones de los que detentan el poder, para detentarlo; no se figura la
lentitud con que las instituciones injustas desaparecen, comenzando por las más
débiles, por las que están menos íntimamente ligadas a los hábitos cotidianos
de la vida; se olvida de que quien ejerce un poder legal, porque desde un
principio le ayudó la fuerza física; no suele resignar ese poder hasta que la
fuerza física pasa a manos de sus contrarios, y no calculan que la fuerza
física no ha sido nunca patrimonio de la mujer. Que se fijen también en lo que
hay de particular y característico en el problema que tratamos, y comprenderán
fácilmente que este fragmento de los derechos fundados en la fuerza, aunque
haya modificado sus rasgos más atroces y se haya dulcificado poco a poco y
aparezca hoy en forma más benigna y con mayor templanza, es el último en
desaparecer, y que este vestigio del antiguo estado social sobrevive ante
generaciones que teóricamente no admiten sino instituciones basadas en la
justicia. Es una excepción única que rompe la armonía de las leyes y de las
costumbres modernas; pero como no se ha divulgado su origen, ni se la discute a
fondo, no nos parece lo que es: un mentís dado a la civilización moderna: de
igual modo, la esclavitud doméstica, entre los griegos, no impedía a los
griegos creerse un pueblo libre.
En efecto: la generación actual,
lo mismo que las dos o tres últimas generaciones, ha perdido toda idea de la
condición primitiva de la humanidad; solamente algunas personas reflexivas, que
han estudiado en serio la historia, o visitado las partes del mundo ocupadas
por los postreros representantes de los pasados siglos, son capaces de suponer
lo que era la sociedad entonces. No saben nuestros contemporáneos que en los
primeros siglos la ley de la fuerza reinaba sin discusión, que se practicaba
públicamente, de un modo franco, y no diré con cinismo y sin pudor, porque esto
sería suponer que semejantes costumbres implicaban algo odioso, siendo así que
la odiosidad que envolvían y que hoy comprendemos, no podía en aquel entonces
conocerla entendimiento alguno, a no ser el de un filósofo o el de un santo.”
La esclavitud femenina
John Stuart Mill
capítol II
Biblioteca Virtual Miguel de
Cervantes, 1999
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