“El proceso
migratorio interior vivido en España durante las décadas que van de los años cuarenta
a los setenta tuvo grandes dimensiones. Los temores que se esgrimían no se cumplieron.
Ni la falta de recursos, ni las diferencias comportaron un descalabro. ¿Cómo
fue posible? Seguramente no debemos agradecérselo al Estado franquista. Las diversas
administraciones públicas del momento al verse superadas por los desplazamientos
optaron por la represión. Tenemos noticia de que en ciudades catalanas de gran
atracción por su componente industrial como Sabadell, Terrassa y, especialmente,
Barcelona se combatió de manera intensa la llegada de personas consideradas de
recursos escasos, faltas de trabajo y de domicilio legal. Eran calificadas como
un peligro para el orden público.
La estación
de Francia en diferentes momentos a lo largo de la década de los cincuenta estuvo
vigilada por policía armada que controlaba la llegada de los ciudadanos españoles
que querían venir a trabajar en Barcelona. En octubre de 1952 el Gobernador Civil
de Barcelona, Felipe Acedo Colunga, publicó en el Boletín Oficial de la
Provincia que se repatriaría a todos aquéllos que no dispusieran de residencia
legal o trabajo. El motivo, la gran densidad de población y el problema de la
vivienda. Se quería evitar la proliferación de barracas y cuevas habitadas en
Barcelona y sus alrededores. Durante algunos
años, al bajar del tren, si no disponían de papeles, contrato laboral o piso, o
alguien que pudiera responder por ellos, eran trasladados al Pabellón de
Misiones de Montjuïc. Se trataba de un espacio herencia de la Exposición
Universal de 1929, donde se habían expuesto piezas provenientes de las
misiones, que al caer Barcelona se convirtió en una extensión de la prisión de
la ciudad. Los ciudadanos del propio país se convertían en prisioneros a la
espera de que alguien se hiciera cargo de ellos o de ser devueltos a sus
localidades de origen. No tenemos, por ahora, trabajos precisos que nos documenten
estos hechos, pero hay constancia de que entre 1952 y 1957, cerca de 15.000
personas fueron devueltas. Quizás ya es hora, también, de recuperar su historia
y su memoria.
La represión
de la inmigración fue dura. Son muchos los testimonios que encontraríamos de
personas que estuvieron en el Pabellón de Misiones. Nos podrían explicar cómo
después de ser detenida una vez lo volvieron a probar, saltaron del tren antes
de llegar a la estación y entraron caminando en Barcelona. La represión no resolvió
nada, pero infringió un castigo muy duro en los más desfavorecidos. “
Miradas
subalternas para entender los procesos migratorios
Jordi Mir García
“El largo viaje había llegado a
su término.
Como si procedieran del otro
lado del mundo.
—Ahora sí, venga, que papá nos
estará esperando. —Era la orden de puesta en marcha.
El hombre de la mirada huidiza y
la gorra calada hasta las cejas fue el primero en recoger la vieja maleta atada
con una cuerda, y enfilar hacia la puerta de salida. La mujer de los ojos
enrojecidos y el semblante pálido cargó sin ayuda las dos enormes bolsas
formadas por hatos de ropa. La pareja estrechamente unida y temerosa se ocupó
de dos maletas y un cesto cubierto por una mantita raída. El quinto de rostro
enjuto, en cambio, se acercó a ellos. Había deslizado no pocas miradas en
dirección a Fuensanta y Úrsula antes de decantarse por la primera, la mayor, ya
muy mujer.
Mucho.
—¿Puedo ayudarlas?
—No, gracias. Somos cuatro.
Podemos con todo.
—Como quieran.
Una última mirada. Fuensanta
apartó los ojos. Barcos en la noche. Era la más alta, así que se ocupó de bajar
las tres maletas y los dos hatillos de la parte de arriba. Para cuando
enfilaron el pasillo, el quinto ya no se encontraba a la vista y el vagón se
estaba vaciando.
—Cuidado, no les des golpes, no
sea que se abran y se desparrame todo por el suelo —le dijo Carmen a su hijo.
—Yo cargo ésta, que es la que
más pesa —se ofreció Úrsula.
—Deja, ya la llevo yo. Tú coge
la otra y este hatillo —decidió Fuensanta.
Llegaron a la plataforma,
descendieron los tres escalones y pusieron su primer pie en tierra. La Estación
de Francia era inmensa, bulliciosa. Olía a trenes y vida. Olía a máquinas y
tiempo.
Allí, en alguna parte, tras los
andenes, estaría Antonio.
Cuatro años.
Otra vida perdida.
Carmen elevó la cabeza, como si
pudiera verlo de buenas a primeras. Fuensanta se dio cuenta de ello y la imitó.
Úrsula y Salvador, en cambio, contemplaban la estación, el alto techo, los
contornos de su primera Barcelona, asimilando toda aquella descarga de energía
brutal que nunca olvidarían.
Carmen tomó una vez más el
mando.
—No os separéis, ¿eh?
Caminaron unos metros, no
demasiados.
La pareja de hombres, serios,
trajeados, salió de alguna parte.
Ni siquiera se dieron cuenta de
nada hasta que uno les cortó el paso y el otro levantó la solapa de su chaqueta
para mostrarles el distintivo.
—Papeles.
—¿Cómo dice?
—Papeles.
—Mi marido está…
—Señora, papeles. —El tono fue
cortante.
Seco.
—Perdone.
Tuvo que agacharse, desanudar su
hatillo, revolver por entre las dos cajas de recuerdos, lo más indispensable,
porque el resto se había quedado atrás. Cuando se levantó les entregó toda la
documentación que llevaban encima. Incluido el libro de familia.
—¿De dónde vienen?
—De Murcia.
—¿De qué parte?
—De Isla Plana. Bueno, de
Mazarrón, aunque yo nací en…
—¿Y los salvoconductos?
—¿Cómo dice?
—¿Está sorda, señora? Los
salvoconductos.
—No tengo nada más que eso.
—Señaló lo que acababa de entregarle.
—Entonces tienen que
acompañarnos. —El hombre le puso la mano en el brazo.
—¿Acompañarles? ¿Adónde?
—Ya lo verá.
La mano se convirtió en una
zarpa. El otro hombre le puso la suya a Salvador en el hombro.
—Oiga, venimos a trabajar…
—Carmen sintió que un enorme peso lastraba su cuerpo y convertía en inconexas
sus palabras—. Mi marido y su primo nos han encontrado trabajo a mis hijas y a
mí, porque el niño va a estudiar. Si me dejan ir a buscarle… Él les contará…
Tenemos casa. Tenemos donde ir… Por favor…
El hombre tiró de ella. Ya no la
escuchaba.
—Tú vigila que no echen a correr
—le dijo a su compañero.
—Mamá… —se asustó Salvador.
—¡Andando!
—No pueden hacer esto… ¿Qué es
lo que pasa? ¿Adónde nos llevan?
—No sé a qué vienen todos aquí,
por Dios, con una mano delante y otra atrás. —El hombre no parecía dirigirse a
ella, sino hablar en voz alta—. Como les dé por hacerlo en masa…
—Venimos porque aquí hay trabajo
—habló por primera vez Fuensanta—. Allí sólo hay hambre.
El primer hombre se detuvo. No
soltó el brazo de Carmen. Se encaró con la muchacha y su rostro grave se
convirtió en una máscara seca y endurecida.
—En esta España nadie se muere
de hambre, niña.
Fue como si se lo escupiera a la
cara, palabra por palabra.
Pero lo peor fueron los ojos.
—Por favor… —gimió por última
vez Carmen.”
Sombras en el tiempo
Jordi Sierra i Fabra
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