“El Monte Carmelo es una colina desnuda y árida situada al
noroeste de la ciudad. Manejados los invisibles hilos por expertas manos de
niño, a menudo se ven cometas de brillantes colores en el azul del cielo,
estremecidas por el viento, asomando por encima de la cumbre igual que escudos
que anunciaran un sueño guerrero. La colina se levanta junto al Parque Güell,
cuyas verdes frondosidades y fantasías arquitectónicas de cuento de hadas mira
con escepticismo por encima del hombro, y forma cadena con el Turó de la Rovira,
habitado en sus laderas, y con la Montaña Pelada. Hace ya más de medio siglo
que dejó de ser un islote solitario en las afueras. Antes de la guerra, este
barrio y el Guinardó se componían de torres y casitas de planta baja: eran
todavía lugar de retiro para algunos aventajados comerciantes de la clase media
barcelonesa, falsos pavos reales de cuyo paso aún hoy se ven huellas en algún
viejo chalet o ruinoso jardín. Pero se fueron. Quién sabe si al ver llegar a
los refugiados de los años cuarenta, jadeando como náufragos, quemada la piel
no sólo por el sol despiadado de una guerra perdida, sino también por toda una
vida de fracasos, tuvieron al fin conciencia del naufragio nacional, de la isla
inundada para siempre, del paraíso perdido que este Monte Carmelo iba a ser en
los años inmediatos. Porque muy pronto la marea de la ciudad alcanzó también su
falda Sur, rodeó lentamente sus laderas y prosiguió su marcha extendiéndose por
el Norte y el Oeste, hacia el Valle de Hebrón y los Penitentes. En su falda
escalonada como un anfiteatro crece la hierba de un verde amargo, salpicada
aquí y allá por las alegres manchas amarillas de la ginesta. Una serpiente
asfaltada, lívida a la cruda luz del amanecer, negra y caliente y olorosa al
atardecer, roza la entrada lateral del Parque Güell viniendo desde la plaza
Sanllehy y sube por la ladera oriental sobre una hondonada llena de viejos
algarrobos y miserables huertas con barracas hasta alcanzar las primeras casas
del barrio: allí su ancha cabeza abochornada silba y revienta y surgen calles
sin asfaltar, torcidas, polvorientas, algunas todavía pretenden subir más en
tanto que otras bajan, se disparan en todas direcciones, se precipitan hacia el
llano por la falda Norte, en dirección a Horta y a Montbau. Además de los
viejos chalets y de algún otro más reciente, construido en los años cuarenta,
cuando los terrenos eran baratos, se ven casitas de ladrillo rojo levantadas
por emigrantes, balcones de hierro despintado, herrumbrosas y minúsculas
galerías interiores presididas por un ficticio ambiente floral, donde hay
mujeres regando plantas que crecen en desfondados cajones de madera y muchachas
que tienden la colada con una pinza y una canción entre los dientes.
(…)
Para la señora Serrat, el Monte Carmelo era algo así como el
Congo, un país remoto e infrahumano, con sus leyes propias, distintas. Otro
mundo. A través de la luminaria azul de su vida presente, a veces aún le
asaltaban lejanos fogonazos rojos: un viejo cañón antiaéreo disparando desde lo
alto del Carmelo y haciendo retumbar los cristales de las ventanas de todo el
barrio (entonces, cuando la guerra, vivían en la barriada de Gracia, y al
horrendo cañón al que la gente lo llamaba el «Abuelo»). (…) Eran hijos de
refugiados de la guerra, golfos armados con tiradores de goma y hondas de
cuero, y rompían faroles y se colgaban detrás de los tranvías. Pensando en
ello, ahora le dijo a su hija:
—Tú ya no te acordarás, pero cuando eras una niña, un salvaje del
Carmelo estuvo a punto de matarte...”
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