“Gracias a mi propia
literatura llegaron a pertenecerme los espacios donde la infancia consiguió
parecerse a la existencia. Gracias a la novela recobré los fragmentos perdidos
de la memoria para entregárselos a mis personajes, empujados a su vez por el
tema primordial del constante reencuentro con el Tiempo. Así, concentré todos
mis recuerdos personales en dos niños de mi generación continuamente enfrentados
en actitudes que parecían distintas y que eran, sin embargo, una respuesta de
mi dualidad. Bruno Quadreny y Jordi Llovet. Resulta paradójico que, al contar
ahora mi propia historia, tenga que pedirles prestados a ellos los recuerdos
que entonces les entregué.
Los espejos se
multiplican y, en ellos, el tiempo va transcurriendo también sobre la ciudad.
Porque era ella la gran protagonista de mi libro, porque era ella, la grande,
soberbia hechicera, testigo de todo, celadora de nada. Mi recuerdo la había
mitificado, transformándola en memoria poética. Había convertido sus vivencias
en espacios secretos. Pero ahí sigue al cabo del tiempo, ahí muere y resucita
alternativamente esa ciudad que convierte mi humor en sarcasmo, mi ternura en
crueldad, mis vivencias en necrópolis y todos mis regresos en constante
ceremonia del dolor.
Tiene murallas en
mi recuerdo, porque es cierto que nací intramuros, como el niño Bruno Quadreny
de mi novela. Y todo cuanto se parece a la vida se inició en una calle y una
tienda que fueron también las suyas.
Esa calle se había
llamado de Ponent, si bien después la llamaron Joaquín Costa. Se encuentra
situada en el barrio del Raval y en otro tiempo corría paralela a la tercera
muralla de Barcelona, esa que construyeron en el siglo XVIII para encerrar unos terrenos que luego tardarían dos siglos en
repoblarse por culpa de monstruosas crisis que no vienen a mi caso ni a mi
encuentro.
Si María Aurelia
Capmany, en amorosa plática, concede al hecho de haber nacido intramuros un
crédito muy elevado de ciudadanía, es cierto que lo completó atribuyéndome su
mitificación literaria en los siguientes términos: «También aquí debemos
desconfiar de este astuto neo-romántico, de este disfraz sentimental que adopta
el escritor para dar coherencia al universo que reencuentra y recrea: una vida
cotidiana, una continuidad nunca interrumpida que le hace volver una y otra vez
a su también mitificada calle Ponent, que tampoco es esa calle que hoy soporta
el ilustre nombre del cerrajero del sepulcro del Cid sino la calle que los
barceloneses edificaron cerca de la Puerta de San Antonio, después de dos
largos siglos de miseria. Una calle que abría la antigua muralla y que, de
paso, se llenaba de gente que abría tienda, hereus de
la Ma Mitjana, artesanos y menestrales de Ribera e
incluso descendientes de los antiguos navegantes y los poetas que los
convertían en Caballeros de canción de gesta…».[1]
Ésta es, en efecto,
la calle que mi gente se obstinaba en llamar con su antiguo nombre, jamás con
el que habían decretado los inútiles burócratas de la geografía urbana. Y era
aquella reminiscencia una actitud natural, porque la gente que me vio nacer
todavía conservaba los últimos fogonazos del auténtico fervor popular, y los
nombres, las frases, el encanto de las palabras se mantenían con la certeza de
las herencias que los padres transmiten a los hijos, a falta de otros tesoros.
Por esto pienso que
esta calle Ponent tiene el nombre más hermoso del mundo. Y acaso para completar
su hermosura se permitía conservar formas de vida más humanas, ancladas en una
especie de organización gremial. Era mi calle y las adyacentes una pervivencia
de interrelaciones ancestrales, un pequeño universo donde todo el mundo se
conocía, tanto tiempo llevaban las familias radicadas allí. Por esto cada
suceso se convertía en acontecimiento colectivo y como tal era celebrado y como
tal era imposible esconderlo a los demás.
En medio de esas
coordenadas, se desarrollaba un abigarrado mundo capaz de albergar infinidad de
oficios —curtidores, carpinteros, lampistas, panaderos— y los alternaba con tal
variedad de comercios que era como si mi calle fuese el centro de la
compraventa del mundo.
Aprendí a descifrar
todas las geografías que rodeaban mi calle siguiendo el tipo de discurso que
nos hacían recitar los curas ante el mapa mundi:
—La calle Ponent limita al Norte con la Ronda, casi en la confluencia
con la Plaza de la Universidad. Al Sur, con la calle del Carmen, debajo de la
cual empieza el Barrio Chino. A Oriente, con los edificios góticos de la
Caridad y, más allá las Ramblas, con el mar al fondo aunque siempre impedido de
mostrarse.
Y por el Oeste
siguen unas callejas más estrechas que desembocan en la plaza del Peso de la
Paja.
Ya es la Ronda. Al
otro lado, se abren las calles del Ensanche, espaciosas, holgadas,
desconocidas.
Así, toda mi
infancia limita por una parte con putas y macarras, por la otra con el seny de la burguesía y finalmente con los restos de una antigüedad
que otorga a mi barcelonismo toda su fuerza.
En aquella
antigüedad severa, arrinconada, altiva y triste me reconozco plenamente.”
Terenci Moix
“El cine de los sábados”
Memorias:”El peso de la paja, 1”
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