24 d’ag. 2016

leer un libro



“Creo que leer un buen libro te hace modesto. Cuando uno logra ver con lucidez el interior de la naturaleza humana, cosa que te proporcionan los grandes libros, uno siente la necesidad de hacerse pequeño. Es como mirar la Osa Mayor en una noche clara o como ver el amanecer en invierno cuando uno va a recoger los huevos de la mañana. Y cualquier cosa que te haga sentir pequeño es maravillosamente buena.
— ¿A qué te refieres con un gran libro? —dijo el profesor, es decir, me imaginé que decía el profesor. Por un momento era como si estuviera allí junto a mí, con su pipa en la mano y mirándome con esa expresión enigmática. De algún modo, hablar con el profesor me había hecho reflexionar. Era tan bueno como uno de esos cursos por correspondencia de Scranton, creo yo, y encima no había que pagar las estampillas.
Bueno, le dije, o más bien me dije a mí misma, vamos a ver: ¿qué es un buen libro? No me estoy refiriendo a libros como los de Henry James (el gran ídolo de Andrew, aunque a mí siempre me ha parecido que tenía un aluvión de palabras en la cabeza y nunca se detenía a elegirlas adecuadamente). Un buen libro debe ser simple. Y como Eva, debe provenir de algún lugar entre la segunda y la tercera costilla: debe haber un corazón latiendo en su interior. Una historia que es sólo cerebro no vale demasiado. O, en todo caso, no pasaría la prueba en una reunión de la sociedad caritativa Dorcas. Ése es el problema con Henry James. Andrew hablaba tanto de él que un día llevé uno de sus libros al grupo de costura de Redfield para leerlo en voz alta. Después de un primer intento tuvimos que volver a Pollyanna, de Eleanor H. Porter.
No me he pasado quince años ocupándome de las labores domésticas de la granja sin haber elaborado mis propias ideas sobre la vida. Y sobre los libros. No enfrentaría mi visión de la literatura a la suya, profesor (aún seguía hablando con Mifflin en mi mente), no, ni siquiera a la de Andrew. Pero, como le dije, tengo mis propias ideas. He aprendido que el trabajo honesto vale tanto en la escritura de libros como a la hora de lavar platos. Supongo que los libros de Andrew deben de ser buenos porque, después de todo, trabaja en ellos sin descanso. Puedo perdonarle que sea un granjero inconstante mientras realice a destajo sus tareas literarias. Un hombre puede ser un holgazán en todo lo demás mientras haga una sola cosa con todo el esmero posible. De modo que no importa que yo sea una ignorante en literatura mientras sea la mejor en la cocina. En eso solía pensar mientras sacaba brillo, fregaba, limpiaba, desempolvaba y barría, justo antes de ponerme a preparar la cena. Si alguna vez me sentaba a leer durante diez minutos el gato iba a comerse las natillas. Ninguna mujer en el campo puede sentarse más de quince minutos seguidos entre el amanecer y la caída del sol, a menos que tenga una docena de sirvientes, claro. Y nadie sabe nada sobre literatura a menos que pase la mayor parte de su vida sentado. Como usted mismo, profesor.”

La libreria ambulante
Christopher Morley
Periférica, 2012
pág. 141-143


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