bibliomotocarro, Italia |
“Un poco más
allá de Port Vigor hay un granjero que espera mi regreso. He estado allí tres o
cuatro veces. Calculo que me comprará unos cinco dólares en libros. La primera
vez que fui a su granja le vendí La isla del tesoro, y todavía sigue
hablando de ese libro. Le vendí Robinson Crusoe y Mujercitas
para su hija y le vendí también Huckleberry Finn y el libro de Grubb
sobre la patata. La última vez que estuve allí me pidió algo de Shakespeare,
pero no se lo quise vender. Creo que todavía no estaba preparado.
Empecé a
percibir algo del idealismo con que aquel hombrecillo asumía su trabajo. Era
una especie de misionero itinerante, además de un conversador incansable. De
pronto se había puesto a parpadear y pude ver cómo empezaba a entusiasmarse.
The Book Narge, Reino Unido |
— ¡Dios! —Dijo—,
cuando le vendes un libro a alguien no solamente le estás vendiendo doce onzas
de papel, tinta y pegamento. Le estás vendiendo una vida totalmente nueva.
Amor, amistad y humor y barcos que navegan en la noche. En un libro cabe todo,
el cielo y la tierra, en un libro de verdad, quiero decir. ¡Repámpanos! Si en
lugar de librero fuera panadero, carnicero o vendedor de escobas la gente
correría a su puerta a recibirme, ansiosa por recibir mi mercancía. Y heme
aquí, con mi cargamento de salvaciones eternas. Sí, señora, salvación para sus
pequeñas y atribuladas almas. Y no vea cómo cuesta que lo entiendan. Sólo por
eso vale la pena. Estoy haciendo algo que a nadie se le ha ocurrido hacer desde
Nazareth, Maine, hasta Walla Walla, Washington. ¡Es un nuevo campo, pero vaya si vale la pena! Eso es
lo que este país necesita: ¡más libros!
El
hombrecillo se burló de su propia vehemencia. — ¿Sabe una cosa? Es cómico — dijo—.
Incluso los editores, los tipos que imprimen los libros, no se dan cuenta de lo
que estoy haciendo por ellos. Algunos se resisten a darme crédito porque vendo
los libros por lo que valen y no por los precios que ellos les ponen. Me
escriben cartas sobre la política de los precios fijos y yo les respondo
hablándoles de mi política del mérito fijo. Que publiquen un buen libro y ya
verán cómo lo vendo a buen precio. ¡Eso les digo! A veces creo que nadie sabe
tan poco sobre libros como los propios editores. Aunque supongo que es algo
natural. La mayoría de maestros de escuela no conoce bien a los niños.
Street Books, Portland, Estados Unidos |
Lo mejor de
todo —continuó—, lo mejor es que me lo paso bien haciendo esto. A veces Peg, Bock (el perro) y yo vamos por la carretera en
un día de verano tibio y pasamos despacio frente a una pensión y vemos a los
huéspedes que prefieren almorzar en la baranda. Casi todos muertos de
aburrimiento, sin nada bueno que leer, nada que hacer salvo sentarse a ver cómo
zumban las moscas bajo el sol mientras las gallinas rascan el suelo de un lado
a otro. Sin duda, no tardaré en venderles media docena de libros que les
devolverán el amor por la vida; así no olvidarán el Parnaso en una buena
temporada. Piense en O. Henry, por ejemplo. No hay nadie tan adormilado que no
sea capaz de disfrutar de las historias de ese hombre. Él entendía la vida,
cómo no, y podía escribir sobre ella con todo lujo de detalles. He pasado más
de una tarde leyendo en voz alta a O. Henry y a Wilkie Collins delante de estas
personas, que, además de comprarme todos los libros, siempre pedían más y más.”
La libreria ambulante
Christopher Morley
Periférica, 2012
pág. 41-44
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