Lorca en la Huerta de SanVicente, 1935 |
Discurso de Federico García Lorca
al inaugurar la biblioteca de su pueblo.
Fuente Vaqueros (Granada).
Septiembre 1931
(…)
"El papel se
hizo con algodón, pero como allí escaseaba este producto, se les ocurrió a los
árabes hacerlo de trapos viejos y así cooperaron a la aparición del papel
actual. Pero los libros tenían que ser manuscritos. Los escribían los
amanuenses, hombres pacientísimos que copiaban página a página con gran primor
y estilo, pero eran muy pocas las personas que los podían poseer.
Y así, como
las colecciones de rollos de papiros o de pergaminos pertenecieron a los
templos o a las colecciones reales, los manuscritos en papel ya tuvieron más
difusión, aunque naturalmente entre las altas clases privilegiadas. De este
modo se hacen multitud de libros, sin que se abandone, naturalmente, el
pergamino, pues sobre esta clase de materia se pintan por artistas maravillosas
miniaturas de vivos colores de tal belleza e intensidad, que muchos de estos
libros los conservan las actuales grandes bibliotecas, como verdaderas joyas,
más valiosas que el oro y las piedras preciosas mejor talladas. Yo he tenido
con verdadera emoción varios de estos libros en mis manos. Algunos códices
árabes de la biblioteca de El Escorial y la magnífica Historia natural, de
Alberto Magno, códice del siglo xiii existente en la Universidad de Granada,
con el cual me he pasado horas enteras, sin poder apartar mis ojos de aquellas
pinturas de animales, ejecutadas con pinceles más finos que el aire, donde los
colores azules y rosas y verdes y amarillos se combinan sobre fondos hechos con
panes de oro.
Pero el hombre
pedía más. La humanidad empujaba misteriosamente a unos cuantos hombres para
que abrieran con sus hachas de luz el bosque tupidísimo de la ignorancia. Los
libros, que tenían que ser para todos, eran por las circunstancias objetos de
lujo, y sin embargo son objetos de primera necesidad. Por las montañas y por
los valles, en las ciudades y a las orillas de los ríos, morían millones de
hombres sin saber qué era una letra. La gran cultura de la Antigüedad estaba
olvidada y las supersticiones más terribles nublaban las conciencias populares.
Se dice que el
dolor de saber abre las puertas más difíciles, y es verdad. Este ansia confusa
de los hombres movió a dos o tres a hacer sus estudios, sus ensayos, y así
apareció en el siglo XV, en Maguncia de Alemania, la primera imprenta del
mundo. Varios hombres se disputan la invención, pero fue Gutenberg el que la
llevó a cabo. Se le ocurrió fundir en plomo las letras y estamparlas, pudiendo
así reproducir infinitos ejemplares de un libro. ¡Qué cosa más sencilla! ¡Qué
cosa más difícil! Han pasado siglos y siglos, y sin embargo no ha surgido esta
idea en la mente del hombre. Todas las claves de los secretos están en nuestras
manos, nos rodean constantemente pero sin embargo, ¡qué enorme dificultad para
abrir las puertecitas donde viven ocultos!
En las
materias de la naturaleza se encuentran, sin duda, los lenitivos de muchas
enfermedades incurables, ¿pero qué combinación es la precisa, la justa, para
que el milagro se opere? Pocas veces en la historia del mundo hay un hecho más
importante que éste de la invención de la imprenta. De mucho más alcance que
los otros dos grandes hechos de su época: la invención de la pólvora y el descubrimiento
de América. Porque si la pólvora acaba con el feudalismo y da motivo a los
grandes ejércitos y a la formación de fuertes nacionalidades antes fraccionadas
por la nobleza, y el nacimiento de América da lugar a un desplazamiento de la
historia a una nueva vida y termina con un milenario secreto geográfico, la
imprenta va a causar una revolución en las almas, tan grande que las sociedades
han de temblar hasta sus cimientos. Y sin embargo ¡con qué silencio y qué
tímidamente nace! Mientras la pólvora hacía estallar sus rosas de fuego por los
campos, y el Atlántico se llenaba de barcos que con las velas henchidas por el
viento iban y venían cargados de oro y materiales preciosos, calladamente en la
ciudad de Amberes, Cristóbal Plantino establece la imprenta y la librería más
importante del mundo, y ¡por fin!, hace los primeros libros baratos.
Entonces los
libros antiguos, de los que quedaban uno o dos o tres ejemplares de cada uno,
se agolpan en las puertas de las imprentas y en las puertas de las casas de los
sabios pidiendo a gritos ser editados, ser traducidos, ser expandidos por toda
la superficie de la tierra. Éste es el gran momento del mundo. Es el
Renacimiento. Es el alba gloriosa de las culturas modernas con las cuales
vivimos.
Muchos siglos
antes de esto que cuento, después de la caída del imperio romano, de las
invasiones bárbaras y el triunfo del cristianismo, tuvo el libro su momento más
terrible de peligro. Fueron arrasadas las bibliotecas y esparcidos los libros.
Toda la ciencia filosófica y la poesía de los antiguos estuvieron a punto de
desaparecer. Los poemas homéricos, las obras de Platón, todo el pensamiento
griego, luz de Europa, la poesía latina, el Derecho de Roma, todo,
absolutamente todo. Gracias a los cuidados de los monjes no se rompió el hilo.
Los monasterios antiguos salvaron a la humanidad. Toda la cultura y el saber se
refugió en los claustros donde unos hombres sabios y sencillos, sin ningún
fanatismo ni intransigencia (la intransigencia es mucho más moderna),
custodiaron y estudiaron las grandes obras imprescindibles para el hombre. Y no
solamente hacían esto, sino que estudiaron los idiomas antiguos para
entenderlos y así se da el caso de que un filósofo pagano como Aristóteles
influya decisivamente en la filosofía católica. Durante toda la Edad Media los
benedictinos del monte Athos recogen y guardan infinidad de libros y a ellos
les debemos conocer casi las más hermosas obras de la humanidad antigua.
Pero empezó a
soplar el aire puro del Renacimiento italiano y las bibliotecas se levantan por
todas partes. Se desentierran las estatuas de los antiguos dioses, se apuntalan
los bellísimos templos de mármol, se abren academias como la que Cosme de
Médicis fundó en Florencia para estudiar las obras del filósofo Platón, y en
fin el gran papa Nicolás v enviaba comisionistas a todas las partes del mundo
para que adquirieran libros y pagaba espléndidamente a sus traductores.
Pero con ser
esto magnífico, el paso grande lo daba el editor Cristóbal Plantino en Amberes.
Era de aquella casita con su patinillo cubierto de hiedras y sus ventanas de
cristales emplomados, de donde salía la luz para todos con el libro barato y
donde se urdía una gran ofensiva contra la ignorancia que hay que continuar con
verdadero calor, porque todavía la ignorancia es terrible y ya sabemos que
donde hay ignorancia es muy fácil confundir el mal con el bien y la verdad con
la mentira.
Federico García Lorca
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