29 de des. 2016
25 de des. 2016
mag igor
El proper dimecres, 28/12/2016, acomiadem l’any amb un gran espectacle: el gran Mag Igor ens acompanyarà amb la seva màgia.
Tots esteu convidats, companys, familiars i amics de Vespres Literaris.
Lloc: Centre Civic Montflorit, de 20 a 21h.
Us esperem!!!!
24 de des. 2016
22 de des. 2016
21 de des. 2016
cuentos completos Chéjov y cuatro
La editorial Páginas de Espuma, en edición de Paul Viejo, ha publicado la narrativa breve completa de Antón Chéjov en cuatro volumenes.
En la cuarta y última entrega, que cubre el periodo 1894-1903, hasta la muerte de Chéjov, llegamos al final de una de las obras más importantes de la literatura en la que se concentran cuentos como “Del amor”, “Las grosellas” o “El obispo” , junto a un apéndice con textos de diversa índole y a relatos extensos como “Mi vida”, “Tres años” o “En el barranco”, hasta “La novia”, el último de los que publicó
LA DAMA DEL
PERRITO
“Y Ana
Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S.
diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno
que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del
Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra
encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.
Una mañana de
invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche
anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en
grandes copos blancos.
-Hay tres
grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay
deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la
temperatura es distinta completamente.
-¿Y por qué no
hay tormentas en invierno, papá?
Y le explicó
esto también.
Hablaba
pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se
enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de
todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida
igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en
secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba
que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba
el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto
había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad
-como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello
de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y
fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a
los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada
hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La
personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre
civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.
Después de
dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo
el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna,
vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo
aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas
había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si
hiciera años que no se veían.
-Y bien, ¿qué
tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?
-Espera; ahora
te contaré..., no puedo hablar.
Y no podía;
estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.
«La dejaremos
llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.
Mientras
tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de
espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo
triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto,
ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.
-¡Ven,
cállate! -dijo Gurov.
Para él era
evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle
fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en
decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera
creído.
Se levantó a
consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en
aquel momento se vio en el espejo.
Empezaba a
blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y
tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban
sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.
Sintió
compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero
probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella
tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de cómo era en realidad;
amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación,
a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño,
lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo
pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca
había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.
Y he aquí que
ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por
primera vez en su vida.
Ana Sergeyevna
y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como
tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella
tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir
en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué
avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor
los había cambiado.
Otras veces,
en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con
razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía
profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...
-No llores,
querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco,
arreglaremos algún plan.
Entonces
discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en
ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel
intolerable cautiverio?...
-¿Cómo? ¿Cómo?
-se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...
Y parecía como
si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida
vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un
camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no
había hecho más que empezar.
FIN
La dama del perrito (1899)
fragmento cuatro y último
Antón Chejov
20 de des. 2016
cuentos completos Chéjov, tres
La editorial Páginas de Espuma, en edición de Paul Viejo, ha publicado la narrativa
breve completa de Antón Chéjov en cuatro volumenes.
El tercer volumen abarca el período 1887 a 1893,
momento
de mayor esplendor en la trayectoria del autor. Los años de relatos tan
importantes como “El duelo”, “La estepa”
o “La sala número seis”, de clásicos
como “Luces” o “El beso” y cuentos algo menos conocidos pero inolvidables de
la talla de “El encuentro”, “En Moscú”
o “Ganas de dormir”. Un periodo que
significa su explosión como autor, el reconocimiento unánime por críticos,
académicos y lectores y, sobre todo, la celebración de un autor que estaba a un
paso de convertirse en una leyenda.
LA DAMA DEL
PERRITO
“En su casa de
Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y
por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse
al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un rato. Habían
empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros
trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el
tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles. Las viejas
limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están
más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se
olvidan el mar y las montañas.
Gurov había
nacido en Moscú; llegó a él en un bello
día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse por
Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó el
encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió
en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y declaraba que los leía
sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los
restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió
orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas, de jugar a
las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta comer un plato de pescado
salado o una col...
Al cabo de un
mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma
en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como
hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba
todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el
día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la
tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños estudiando en alta
voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba
por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle
la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los
besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su habitación recordando y
sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el
pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños,
lo seguía por todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los
ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más
encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela
aún más hermosa de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo
miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde
cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la
calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.
Un deseo
intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era
imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus
compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a
hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de
edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo
se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo
su esposa fruncía el entrecejo y decía:
-No te va el
papel de conquistador, Dimitri.
Una tarde, al
volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando a
las cartas, no se pudo contener y le dijo:
-¡Si supieras
la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!
El oficial
entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:
-¡Dmitri
Dmitrich!
-¿Qué?
-¡Tenías razón
esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!
Aquellas
palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas
degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más
estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las cartas, la
glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas
cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de
sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada,
trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera
encerrado en un manicomio o una prisión.
Gurov no
durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se
levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en
la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación.
Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de
ver a nadie.
En las
vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a
San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo
lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser
posible, arreglar una entrevista con ella.
Llegó a S. por
la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en
el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a
caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó
necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle
antigua de Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande,
tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero
pronunciaba «Dridirits».
Gurov se
encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de
ella se extendía una larga valla gris adornada con clavos.
-Dan ganas de
echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a
las ventanas de la casa y viceversa.
Luego
recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De
todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le
mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder.
Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo
por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja
y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e
indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De
repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y
familiar pomeranio, salió de la casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro,
pero empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo
recordar el nombre.
Siguió
paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por
pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas
divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer
joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más
que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo
rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante
tiempo.
-¡Qué
estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me
he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?
Se sentó en la
cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y
empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.
-¡Al diablo la
señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...
Aquella mañana
le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a
ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al
teatro.
-Es posible
que ella vaya a la primera representación -pensó.
El teatro
estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada,
una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el
rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la localidad
estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco
del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio,
mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible
las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.
Seguía
entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con
ansia.
Ana Sergeyevna
llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se
contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para él no había en
todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella mujercita sin
atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus
vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la
única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el sonido
de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y
soñó...
Un hombre
joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su
lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo
reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en una
exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal
de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un
criado.
En el primer
descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su
butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le
dijo:
-Buenas
noches.
Al volver la
cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo
miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre
las manos como luchando para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella
seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le
produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.
Los violines y
la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los
palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida
hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde iban, a
través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos
uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían
señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les traía olor a
tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:
« ¡Cielos!
¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»
Y recordó en
aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él
que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos
estaban del final!
Al pie de una
escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se
pararon.
-¡Cómo me has
asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-.
¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por
qué?...
-Pero
escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te
suplico que me escuches...
Ella lo miraba
con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si
quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.
-¡Soy tan
desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti
todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar,
olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...
En el piso de
arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba
nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las
mejillas y las manos.
-¡Qué estás
haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-.
Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras...
Te lo suplico... ¡Que viene gente!
Alguien subía
por las escaleras.
-Es preciso
que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-.
¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy
menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro
que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.
Estrechó su
mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y
en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco
más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a
buscar su abrigo v se marchó del teatro.”
La dama del perrito (1899)
fragmento tres
Antón Chejov
19 de des. 2016
cuentos completos Chéjov, dos
La editorial Páginas de Espuma, en edición de Paul Viejo, ha publicado la narrativa
breve completa de Antón Chéjov en cuatro volumenes.
El segundo volumen abarca el período 1885 a
1886, los dos años más fecundos y ricos, fundamentales en su obra. De
miniaturas impecables como “Fracaso” a relatos extensísimos como “Un drama de
caza”, pasando, por supuesto, por cuentos que ya son clásicos de la literatura
universal: “La broma”, “En el camino”, “Agafia” o “Vanka", donde su estilo, su
capacidad para la sugerencia y la elipsis, sus estructuras y su arriesgada modernidad, se modificaron para
dejar un legado universal.
LA DAMA DEL PERRITO
“Una semana
había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las
casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de
polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró
varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un
helado. Nadie sabía qué hacer.
Por la tarde,
cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas
personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y
llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente
elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos
generales vestidos de uniforme.
A causa de lo
alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta
del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a
través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar
algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y
preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al
hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.
La gente
empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que
pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna
permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.
Ella olía en
silencio las flores sin mirar a Gurov.
-El tiempo
está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?
Ella no
contestó.
Entonces Gurov
la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios,
mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su
alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.
-Vamos al hotel
-dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.
La habitación
estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén
japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas
encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres
ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la
felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la
suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una
expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más
significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros
sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar
de la vida aún más de lo que ésta podía darles.
Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad
ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma
hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su
ropa eran para él escalas.
Pero en el
caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento
parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación,
como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna
-«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy
grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño,
inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta
actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer
pecadora.
-Hice mal
-dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.
Sobre la mesa
había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa.
Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.
Ana Sergeyevna
estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha
visto poco de la vida.
La luz de la
bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.
-¿Cómo es
posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que
dice.
-Dios me
perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.
-Parece que
necesita usted ser perdonada.
-¿Perdonada?
No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No
es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho
tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un
lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un
lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por
un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase
de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La
curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó
un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió
ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he
estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida
en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.
Gurov se
sintió aburrido casi al escucharla.
Le irritaba el
tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no
ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.
-No la
entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?
Ella ocultó su
rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.
-Créame,
créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado.
Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha
tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.
-¡Chis!
¡Chis!... -murmuró Gurov.
Después la
miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue
tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando
salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus
cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al
llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que
parpadeaba soñolienta una linterna.
Encontraron un
coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.
-Al pasar por
el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo
Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?
-No; creo que
su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.
En Oreanda se
sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar.
Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes
permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los
árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso
y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos
nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así
se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta
constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno
de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del
movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la
perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer
parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores
-el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es
todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que
pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de
nuestra existencia.
Un hombre pasó
cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.
Y este detalle
les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que
venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.
-Hay gotas de
rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.
-Sí. Es hora
de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.
Desde entonces
volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban,
contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el
corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras
por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los
jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba
apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras
miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el
continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de
Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se
lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no
querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y
continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más
mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos
los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a
la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les
impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.
Esperaban al
marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba
que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana
Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.
-Es una buena
cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. « ¡Es el dedo del destino!»
El día de la
marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la
segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:
-¡Déjame
mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.
No lloraba,
pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le
temblaban.
-Me acordaré
de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz.
No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe
ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.
El tren partió
rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no
se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo
antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando
hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el
zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y
meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que
sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos.
Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque
aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus
caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre
feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno,
distinto de los demás, sublime a veces...; constantemente se había mostrado a
ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.
Un vago
perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y
triste.
-Es hora de
que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!”
La dama del perrito (1899)
fragmento dos
Antón Chejov
18 de des. 2016
cuentos completos Chéjov
La editorial Páginas de Espuma, en edición de Paul Viejo, ha publicado entre el año 2013 y el presente, que ha culminado el proyecto, la narrativa breve completa de Antón Chéjov en cuatro volumenes. El primer volumen abarca el período 1880 a 1885 y reúne la producción inicial de Chéjov en sus casi 1.200 paginas; un total de 240 cuentos presentados en orden cronológico, con numerosas notas, tablas, indices y apéndices bibliográficos.
LA DAMA DEL PERRITO
“Un nuevo
personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri
Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar
algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de
Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana
estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante
de ella.
Después la
volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces.
Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito;
nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del
perrito».
«Si está aquí
sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó
Gurov. Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y
dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de
segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era
una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía,
intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no
Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de
ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en
su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a
menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las
mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas
«la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia,
que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos
días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido
y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en
compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo
comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado.
En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de
atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía
esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.
La
experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había
enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú
-siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio
diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura,
llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la
situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer
interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo
encontraba sencillo y divertido.
Una noche que
estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se
sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el
peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba
en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se
murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las
despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de
personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero
cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él,
recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y
el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con
una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó
súbitamente de su ánimo.
Llamó
cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la
mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.
La señora miró
hacia él bajando en seguida los ojos.
-No muerde
-dijo, y se sonrojó.
-¿Le puedo dar
un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir
cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?
-Cinco días.
-Yo llevo ya
quince aquí.
Un corto
silencio siguió a estas palabras.
-El tiempo
pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.
-Es que se ha
puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en
Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «
¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!
Ella se echó a
reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después
de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y
burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no
importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y
hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave
tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del
bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido
de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco;
que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego;
que poseía dos casas en Moscú...
De ella supo
que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su
matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le
reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No
estaba muy segura de sí su marido tenía un puesto en el Departamento de la
Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.
También supo
Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.
Más tarde, una
vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día
siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella
le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco,
estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba
también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de
hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba
sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al
dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas
intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos
grises.
«Algo hay de
triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.
La dama del perrito (1899)
fragmento uno
Antón Chejov
14 de des. 2016
el viejo
“Ya que no tenía tiempo para leer su contenido, el
viejo quería por lo menos leer el título de todos los libros que existían en la
mayor biblioteca del mundo. Es que, gradualmente, semana a semana, se estaba
quedando ciego. Como no tenía tiempo para más su opción le pareció acertada. Si
el título concentra lo esencial del libro y él leyese todos los títulos, se
quedaría con lo esencial de una biblioteca entera.
Comenzó el día 1 de enero alrededor de las 8 de la
mañana. Comenzó por el ala Norte.
Con la cabeza inclinada, ora hacia un lado ora
hacia el otro, como si estuviese loco o tuviese una enfermedad, leía el título
del libro en el lomo.
Para las estanterías más altas se colocaba encima
de los escalones de una escalera de metal que existía para el efecto.
Con rigor exhaustivo iba arrastrando la escalera
ligeramente hacia el lado para que ningún libro de las estanterías altas
escapase a su mirada.
Era exhaustivo –no falló ni un libro– pero era
lento. Sólo en junio entró en el ala Sur de la Biblioteca y su vejez mientras
tanto había avanzado: estaba casi ciego. A aquel ritmo probablemente no
conseguiría llegar al final de la segunda ala de la biblioteca. La muerte y la
ceguera se acercaban al mismo ritmo.
Los bibliotecarios y los usuarios, en los últimos
días lo incentivaban, algunos le ayudaban a transportar la escalera.
Casi me estoy quedando ciego, repetía el viejo. Y
todos en aquella frase oían: casi me estoy muriendo.
Pero el viejo aún conseguía leer, aunque cada vez
con mayor dificultad. Leía ahora como un niño que estuviese aprendiendo: letra
a letra.
Llegó al último libro de la biblioteca. Con una
extraordinaria dificultad leyó su título. Después se sentó, con la respiración
jadeante. Instintivamente sonaron aplausos: los funcionarios y los usuarios de
la biblioteca manifestaban su admiración por el hecho, por la perseverancia.
El viejo se sentó en una silla y allí se dejó
estar.
Aún permanece allí, sin moverse, sentado en la
misma posición. Habrá quien diga que está tan feliz que ya no se muere.”
un cuento
de Gonçalo M. Tavares
13 de des. 2016
els pastorets
Els companys del Grup Artístic
Teatral, GAT, tornen aquest nadal amb la seva adaptació del clàssic de
Folch i Torres: 'Somni d'una nit, Els Pastorets'.
Ho
podreu veure al Teatre de l’Ateneu el diumenge 18 de desembre, a les 11.30
hores.
12 de des. 2016
teatre participatiu
El proper dijous, 15 de desembre a les 19 hores i al Museu d’Art de Cerdanyola, can
Domènech; la companyia La Xixa Teatre oferirà la representació
de l’obra: "Jo no sóc racista,
però...". Una obra de creació col·lectiva que té per objectiu l'estudi
de les actituds xenòfobes per tal de fer-nos adonar que els rumors escampen
percepcions negatives que malmeten la convivència. L’actuació, concebuda com un teatre-fòrum, permetrà
al públic comentar les seves experiències viscudes respecte a la diversitat
cultural present a la ciutat i la seva vivència en relació al fet migratori.
L’acte s’inscriu dins el marc de la V Tardor Solidària.
11 de des. 2016
nobel Dylan
Fragmento del
discurso enviado por Bob Dylan para la ceremonia de entrega celebrada ayer en Estocolmo:
“Creo que se
consideraba (en referencia a Shakespeare)
un dramaturgo. Sus palabras fueron
escritas para el escenario. Con el significado de ser hablado, no leído. Cuando
escribía Hamlet, estoy seguro de que estaba pensando en muchas cosas
diferentes: ‘¿Quiénes son los actores adecuados para estos papeles? ¿Cómo
debería hacerse esto? ¿Realmente quiero establecer esto en Dinamarca?’. Su
visión y sus ambiciones creativas estaban sin duda en la vanguardia, pero
también había asuntos más mundanos que consideraba y trataba. '¿Cómo será la
financiación? ¿Hay suficientes asientos para el público? ¿Dónde voy a conseguir
un cráneo humano?’. Apuesto a que lo más lejano de la mente de Shakespeare era
la pregunta: ‘¿Es esto literatura? (…)
Pero, como
Shakespeare, yo también estoy a menudo ocupado con la búsqueda de mis esfuerzos
creativos y tratando todos aspectos de los asuntos mundanos de la vida.
¿Quiénes son los mejores músicos para estas canciones? ¿Estoy grabando en el
estudio correcto? ¿Esta canción está en la clave correcta? Algunas cosas nunca
cambian, incluso en 400 años. Ni una sola vez he tenido tiempo de preguntarme:
¿Son mis canciones la literatura? Por lo tanto, doy las gracias a la Academia
sueca, tanto por tomarse el tiempo para considerar esa misma pregunta, y, en
última instancia, por proporcionar una respuesta tan maravillosa.”
10 de des. 2016
stefan zweig, 7
![]() |
El rey Jorge V y el presidente Woodrow Wilson |
“El 13 de diciembre de 1918
llegó a Brest el gran transatlántico George Washington, llevando a su bordo a
Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos de América. Jamás desde el
principio del mundo había sido esperado un barco, un hombre, por tantos
millones de seres y con tales ardientes esperanzas. Por espacio de cuatro años
habían estado las naciones luchando una contra otra, sacrificando cientos de
miles de sus mejores hijos con rifles y bayonetas, ametralladoras y artillería
pesada, lanzallamas y gases venenosos, y durante estos cuatro años se fomentó
la aversión mutua. No obstante, esta excitación frenética no llegó jamás a
silenciar completamente las voces mudas de adentro, que les revelaban que
cuanto hacían y decían era absurdo, insensato, una deshonra para nuestro siglo.
Los millones de combatientes habían estado constantemente excitados, consciente
e inconscientemente, por el conocimiento íntimo de que la humanidad había
retrocedido al caos de la barbarie que se suponía dejaba atrás para siempre.
Entonces, del otro lado del
Atlántico, desde Nueva York, había llegado una voz que se expresaba claramente
a través de los campos de batalla empapados aún en sangre para decir: "No
más guerra." Jamás deben producirse de nuevo semejantes discordias; jamás
debe existir de nuevo la vieja y perversa diplomacia secreta mediante la cual
han sido arrastradas las naciones a la mortandad sin su conocimiento o
consentimiento. En vez de ello habrá que establecer un nuevo y mejor orden en
cl mundo, "el reino de la ley, basado en el consentimiento de los
gobernados y sostenido por la opinión organizada de la humanidad". Es
maravilloso decirlo: en cada país y en cada idioma la voz había sido
comprendida instantáneamente. La guerra, que hasta ayer había sido mera lucha
por territorios, por fronteras, por materias primas y mercados, por minerales y
petróleo, había adquirido de repente una significación casi religiosa; había
asumido el aspecto de un preliminar para la paz perpetua, para el reinado
mesiánico del derecho y de la humanidad. Pareció de golpe que, después de todo,
no había sido derramada en vano la sangre de millones de hombres; que esta
generación era la que únicamente había sufrido y que jamás volvería a sufrir la
tierra un infortunio semejante. Por cientos de miles, por millones, las voces
de los que habían recibido la inspiración con un frenesí de fe acudieron a este
hombre, Woodrow Wilson, con la esperanza de que podría establecer la paz entre
vencedores y vencidos, y que la paz sería una paz justa. Wilson, como otro
Moisés, daría a los pueblos enloquecidos por la guerra las tablas de una nueva
ley. En unas cuantas Semanas su nombre había adquirido un significado
religioso, redentor. Calles y edificios y niños eran denominados con su nombre.
Cada nación que se sentía perturbada o perjudicada envió delegados. Cartas y
telegramas, llenos de propuestas, pedidos y conjuros, llegaban desde los cinco
continentes. Se contaban por miles y baúles repletos de ellos fueron llevados
al barco en que el presidente embarcó para Europa. Es más, el mundo entero
comenzó a considerarlo como el árbitro que arreglaría sus querellas finales
antes que se llegara a la largamente deseada reconciliación.
Wilson no pudo resistir la
llamada. Sus amigos norteamericanos le aconsejaron que no asistiera en persona
a la Conferencia de la Paz. Como presidente de los Estados Unidos, decían, el
deber le exigía no abandonar su país, y debía contentarse con guiar las
negociaciones desde lejos. Aun el más alto puesto que su tierra natal podía
conferirle, la Presidencia, pareció una fruslería al compararlo con la tarea
que le esperaba del otro lado del Atlántico. No estaba satisfecho con servir a
un pueblo, a un continente; quería servir a la humanidad en general,
consagrarse, no a este momento de su época, sino al futuro bienestar del mundo.
No reduciría sus propósitos a promover los intereses de Norteamérica porque
"el interés no reúne a los hombres, el interés separa a los hombres."
No, él trabajaría para ventaja de todos. En su fuero interno sintió el deber de
procurar que no pudieran tener de nuevo los soldados y diplomáticos una
oportunidad para inflamar las pasiones nacionales.
El, con su propia persona,
aseguraría, que había ele prevalecer "Ia voluntad del pueblo más bien que
la de sus líderes." Cada palabra pronunciada en la Conferencia de la Paz
(que sería la última de su clase en el mundo) debería ser hablada con las
puertas y ventanas completamente abiertas, y su eco daría la vuelta al globo.
Así se mantenía a bordo del
buque y miraba hacia la costa europea que asomaba a través de la niebla, vaga e
informe como su propio sueño de la venidera hermandad de naciones. Su porte era
erguido, alto de talla, firme continente, ojos penetrantes v claros detrás de
sus anteojos, la barba prominente como la de otros enérgicos norteamericanos,
labios llenos y carnosos pero reservados. Hijo y nieto de presbiterianos, había heredado la fuerza y la afectación
de humildad de aquellos para quienes existe solamente una verdad y están
confiados en que ellos la conocen. Tenía el ardor de sus antepasados escoceses
e irlandeses, asociado con el fanatismo dado por el credo calvinista que impone
a los líderes y maestros la tarea de salvar a la humanidad del pecado; e
incesantemente trabajó en él la obstinación de los herejes y los mártires que
van a la pira antes que ceder un tilde en lo que ellos conciben que han
aprendido ele la Biblia. Para él, el demócrata, el hombre docto, los conceptos
de "filantropía", "humanidad", "libertad"'
"independencia" y "derechos humanos", no eran palabras
vacías, sino artículos de fe que él defendería sílaba por sílaba como sus
predecesores habían defendido los Evangelios. Había librado muchas batallas.
Ahora, a medida que el vapor se acercaba más a las costas de Europa y los
contornos se hacían más visibles, se estaba aproximando a la tierra en donde
tenía que encarar las soluciones decisivas. Involuntariamente puso sus músculos
en tensión resuelto "a luchar por el nuevo orden, en forma afable si podía
hacerlo, en forma ofensiva si era necesario».
Pronto, sin embargo, se debilito
la rigidez de continente de aquel cuya mirada estaba dirigida a la distancia.
Los cañones y las banderas que lo saludaban cuando navegaba en el puerto de
Brest no eran la bienvenida formal, agitada y tronadora al presidente de los
Estados Unirlos, a una república aliada, porque de las masas que ocupaban la
orilla llegaron gritos de aclamación que proclamaban alguna cosa más que una
recepción organizada de antemano, algo más que el júbilo prescrito. Lo que le
saludaba era el entusiasmo flamante de un pueblo entero. Cuando marchaba
velozmente en el tren que lo conducía a la metrópoli, de cada aldea, de cada
cabaña, de cada casa, se agitaban banderas y radiaban esperanzas. Las manos se
tendían hacia él, le aclamaban con vítores y aplausos. Luego, cuando pasaba por
los Campos Elíseos, caían cascadas del mismo entusiasmo de los muros vivientes.
El pueblo de París, el pueblo de Francia, simbolizando a todos los pueblos
distantes de Europa, gritaba, expresaba su regocijo, rebosante de esperanzas.
Sus rasgos se relajaron más y más. Una sonrisa franca, alegre, casi hechizada,
descubrió sus dientes. Agitó su sombrero a derecha e izquierda, como si deseara
saludarlos a todos, saludar al mundo entero. Seguramente había hecho bien en
venir en persona, porque solo la voluntad viviente triunfaría sobre la rigidez
de la ley. Con una ciudad tan feliz y un pueblo tan lleno de esperanzas, ¿cómo
podría él fracasar en llenar sus deseos ahora y para todos los tiempos? Un
descanso de una noche y, a la mañana siguiente, estaría pronto para trabajar,
para dar al mundo aquella paz con que había soñado, por miles de años,
realizando así la mayor proeza que jamás hubiera hecho mortal alguno. “
Momentos estelares de la humanidad
“El fracaso de Wilson”
Stefan Zweig
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