per Jaime
Fernández (fragment)
“Señorita: Ante el caso muy probable
de que no pudiera usted acordarse de mí lo más mínimo, me presento de nuevo: me
llamo Franz Kafka, y soy el que la saludó a usted por primera vez una tarde en
casa del señor director Brod, en Praga, luego le estuvo pasando por encima de
la mesa, una tras otra, fotografías de un viaje al país de Talía, y cuya mano,
que en estos momentos está pulsando las teclas, acabó por coger la suya”.
Con estas palabras comenzaba una de las correspondencias amorosas de las que
tenemos noticia más desconcertantes y sin la cual no se entiende buena parte
del mundo literario de Kafka, desde su primer relato La condena, hasta La transformación (más conocido por La metamorfosis), pasando por sus
novelas El proceso y El castillo.
La destinataria de la misiva, fechada en Praga el 20 de septiembre de 1912,
era Felice Bauer, que aquella tarde del 13 de agosto a la que Kafka se refiere
en la carta se encontraba de paso en Praga y de camino hacia Budapest para
visitar a su hermana Elsa. Kafka era
amigo íntimo de Max Brod, también escritor. Su hermana Sofia estaba casada con un primo de
Felice.
Felice Bauer tenía veinticinco años y residía en Berlín, donde trabajaba en
la oficina de una empresa de dictáfonos. Al igual que Kafka, era hija de una familia
judía de clase media y vivía también con sus padres. Cuatro años mayor que ella, Franz ejercía de asesor jurídico desde agosto
de 1908 en la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo del Reino de
Bohemia, donde permaneció hasta su jubilación por enfermedad en 1922. El horario laboral era mucho más llevadero que
el que hubo de soportar en los nueve meses en los que trabajó para la filial
praguense de la Assicurazioni Generali. Salía
a las dos de la tarde de la oficina.
En la carta mecanografiada Kafka alude a una propuesta que le formuló en
aquella reunión en casa de los Brod para viajar a Palestina en el próximo
periodo vacacional. En aquel entonces Palestina era un territorio perteneciente
al Imperio Otomano, al que afluían muchos judíos de la diáspora, en su mayoría
originarios de Rusia y Polonia, huyendo de los pogromos.
Al parecer Felice se mostró muy receptiva a la idea. Kafka aprovechaba la
carta para instarla a que se pusieran de acuerdo “desde ahora mismo” en la
organización del largo viaje. A
continuación le advertía que era poco puntual en su correspondencia, un defecto que paliaba la máquina de escribir.
Como contrapartida, él tampoco esperaba puntualidad de sus corresponsales, aun
cuando aguardase impaciente la llegada de una carta, por lo que cuando la recibía se llevaba “un
buen susto”.
Al releer la carta, le confesó que quizá se hubiera presentado “como mucho
más complicado de lo que soy”, algo que achacaba a que se había puesto a
redactarla “en mi sexta hora de oficina” y con una máquina a la que no estaba
muy acostumbrado. Terminaba la misiva comentándole que, aun cuando se pudieran
poner reparos de orden práctico al viaje a Palestina “en calidad de
acompañante, guía, lastre, o lo que de mí pueda buenamente resultar”, nada
podía objetársele de antemano como corresponsal, así que podía muy bien
intentarlo con él.
Esta primera carta, impregnada de un titubeante tono personal -prueba de
ello es que decidiera escribirla a máquina y no a mano-, constituye sin embargo
un sucinto muestrario de la personalidad de Kafka: interés por los detalles ,
timidez, un sentido estricto de la formalidad y la rectitud, reticencia ante la
presencia física y, en contraste con
ésta, confianza absoluta en la palabra
escrita; también una astucia
característica, como se infiere del
ruego final a Felice para que aceptara su sugerencia de cartearse. Cualquiera diría: hay que ver el rodeo que da, incluyendo el
plan, más imaginario que real, del viaje
a Palestina, para llegar al propósito
final de entablar una relación epistolar con la desconocida.
En la siguiente carta le confesó que durante unas diez noches, antes de
dormirse, estuvo componiendo aquella primera misiva y que una vez incluso saltó
de la cama para anotar una reflexión. Pero se volvió a acostar enseguida
reprochándose su nerviosismo. También le pedía que le contara muchas cosas de
su vida cotidiana, a modo de diario: qué tomó en el desayuno, qué vistas se
contemplaban desde la ventana de su oficina, qué trabajo se realizaba en ella,
los nombres de sus amigos.
Desde hacía tiempo Franz deseaba ennoviarse. Últimamente veía con inquietud
que la mayoría de sus amigos se casaban o estaban comprometidos. Hijo
primogénito y con tres hermanas, una de
ellas casada, comenzaba a sentir las
presiones de sus padres, preocupados por
el destino de un joven retraído al que le interesaba algo tan difuso para ellos
como la literatura. Sobre su soltería
planeaba además el precedente desalentador de dos tíos célibes, hermanos de su
madre. Uno de ellos, Rudolf, ya había
sido catalogado de “loco de la familia” por el padre de Franz. Por lo visto era
un solitario demasiado amable y modesto.
Aunque ni siquiera en los Diarios explicó por qué había elegido a Felice
Bauer, es probable que, aparte de las
posibilidades que le ofrecía aquel “rostro huesudo y vacío” que él se
encargaría de llenar con su poderosa imaginación de amante a distancia, lo hiciera pensando que una muchacha
perteneciente a una familia judía asimilada y de un estatus social parecido al
de la suya agradaría a sus padres, sobre todo al temido Hermann Kafka [su padre].
Otro motivo le incumbía exclusivamente a él: la distancia geográfica
neutralizaba, al menos de forma provisional, el principal inconveniente de la
proximidad física para un empleado que a duras penas lograba compatibilizar el
trabajo en la oficina con la escritura, a la que dedicaba algunas horas de la
noche, aprovechando el esperado silencio en la casa familiar.
Un tercer motivo por el que eligió a Felice era que, como él mismo
reconocía, y por su experiencia epistolar con los amigos más cercanos, intimaba
con soltura y profundidad si se expresaba por escrito. En cuanto se sentaba a
la mesa de su habitación para redactar una carta personal, se transformaba en otro distinto del joven
reservado que conocían quienes tenían algún trato con él. Entonces se mostraba expresivo, espontáneo,
detallista y transparente como su prosa.
Kafka sólo se sentía seguro cuando escribía. El encuentro con Felice
representó un atractivo pretexto para franquearse por escrito con una mujer. El
diario que alimentaba desde 1910 no era suficiente para aliviar esta necesidad;
tampoco sus conversaciones con la
hermana menor, Ottla, su favorita. A ambos les unía su aversión
hacia el autoritarismo paterno (“Cómo Ottla y yo nos desatamos en ira ante las
relaciones humanas”, anotó en los Diarios).
Precisamente una semana después de conocer a Felice registró en los Diarios
la primera impresión que le causó:
“Cuando llegué a casa de Brod estaba sentada a la mesa y, sin embargo, me
pareció una criada. No mostré, además,
mucha curiosidad por saber quién era, sino que me resigné a ella, sin más. Rostro huesudo y vacío, que mostraba abiertamente su vacío. El cuello descubierto. Una blusa puesta de
cualquier manera. Parecía vestida como
para andar por casa, aunque no lo fuese, como se evidenció después. […] Nariz
casi quebrada. Pelo rubio, un tanto tieso y sin gracia; mandíbula recia. Mientras me sentaba la miré por primera vez
con mayor detenimiento, cuando acabé de sentarme ya tenía acerca de ella un
juicio irrevocable”.
En aquellas semanas de septiembre, y
seguramente estimulado por el encuentro prometedor con Felice, la actividad
literaria de Kafka se hallaba en plena ebullición. Dos días después de enviarle
la primera carta, en la noche del 22 al 23 de septiembre, escribe uno de sus
relatos capitales, La condena, bajo
una presión emocional de la que dio cuenta en los Diarios, considerándolo como una especie de explosión primigenia de
su conflictivo mundo interior. La
condena lleva la dedicatoria “Para F.”.
En el relato se narra la sublevación de un padre viudo, anciano y
autoritario contra un hijo, Georg
Bendemann, que poco tiempo antes había
tomado las riendas del negocio familiar –abandonado por el padre tras enviudar-
y que, además, acaba de comprometerse
con una joven. En un arrebato de cólera, su progenitor lo acusa de prescindir
de él y de menospreciarlo, por lo que al final lo condena a morir ahogado.
Georg sale corriendo de casa hacia el río y se arroja desde el pretil a las
aguas tras exclamar en voz baja: “Queridos padres, a pesar de todo, siempre os
he amado”.
Al terminar el relato, alrededor de las seis de la mañana, anotó: “Cómo
pueden decirse todas las cosas, cómo para todo, para las más extrañas
ocurrencias, hay dispuesto un enorme fuego, en el cual se consumen y renacen”.
Desde entonces, y en los seis años siguientes, la relación con Felice
estuvo marcada por una lucha feroz entre dos deseos que Kafka consideraba
radicalmente opuestos: el de escribir y
el de casarse en el futuro con su prometida, formando una familia con ella. Los modelos de autores en los que se miraba, como él mismo le confesó a Felice, eran
Flaubert, Kleist, Grillparzer y Dostoyevski. De los cuatro, sólo este último se casó y Kleist se pegó un
tiro junto al río Wannsee, abrumado por aflicciones externas e internas. También solía citar el caso de Kierkegaard y
la conflictiva relación con su prometida Regina Olsen, con la que, después de muchas dudas, al final rompió para proseguir su obra
filosófica, permaneciendo soltero hasta
el fin de sus días. “Yo era demasiado
pesado para ella y ella demasiado ligera para mí”, escribió en su Diario íntimo
el filósofo danés años después de la ruptura con Regina.
Sin embargo, aquel noviazgo por correspondencia estaba abocado al fracaso
desde su misma raíz, algo que seguramente tuvieron que intuir muy pronto los
enamorados; Felice, cuando se convenció
de que para Franz la distancia no constituía una circunstancia transitoria sino
un terreno en el que jugaba con ventaja; Kafka, desde
el instante en que Felice le apremió para que abandonara aquel callejón sin
salida y se fijaran unas metas alcanzables con vistas al matrimonio. Fue en ese
momento cuando la incompatibilidad, hasta entonces latente, se manifestó con
toda su dureza.
Felice se reveló a ojos de Kafka como una mujer convencional –quizá no esperase
otra cosa-, aspirante al bienestar perseguido por la clase media de la época, a
sus normas y a sus pompas: muebles pesados, alfombras y palmeras en el salón. A
ojos de ella, la verdadera personalidad de Franz era la de un escritor bohemio,
disfrazado de funcionario nada menos que en una compañía de seguros, acaso para
disimular aún más su auténtica condición. Con estos antecedentes, la ruptura
estaba sellada. Sólo era cuestión de tiempo para que estallara.
Para colmo, en las tres semana en que Kafka permaneció en Riva, a orillas
del lago Garda, en otoño de 1913, adonde acudió para someterse a un tratamiento
en el sanatorio del doctor Von Hartunge, intimó con Gerti Wasner, una joven de
dieciocho años, suiza y cristiana. En esa época
se interrumpió la correspondencia con Felice.
Como no podía ser de otra manera, la crisis resultante del choque frontal
entre los novios desembocó en la ruptura del compromiso, escenificado en la cita del 12 de julio de
1914, en el hotel Askanischer Hof de Berlín, ante los padres de ambos y con
testigos seleccionados por cada uno de ellos. A Kafka le pareció que el
encuentro tenía todas las trazas de un juicio en el que él comparecía en
calidad de acusado. En los interrogatorios, Felice dijo “cosas que ha pensado a
fondo, cosas largo tiempo guardadas, hostiles”, anota en la entrada del día 23 de los Diarios.
“Tú lo has querido”, le reprochó la
novia. Aquella dolorosa experiencia fue
el germen del argumento de El proceso.”
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