1 de set. 2022

laëtitia, fragment 3

 


    “Al terminar el tercer año de la escuela secundaria, Laëtitia y Jessica obtienen su «certificado de formación general», que valida los contenidos aprendidos en el tipo de escolaridad que ellas seguían: SEGPA. En septiembre de 2008, cuando se reanudan los abusos del señor Patron hacia Jessica, las chicas ingresan en segundo año para la formación de Agente Polivalente de Gastronomía (APR) en el liceo profesional Louis-Armand de Machecoul, a 20 kilómetros de Pornic. Las clases, reservadas a los alumnos procedentes de las SEGPA, preparan para un CAP básico que permite trabajar en la gastronomía colectiva, comedores escolares, residencias de ancianos, etc. Los APR saben cocinar productos en grandes cantidades, servir, limpiar, fregar la vajilla y utensilios. Jessica se dedica a la cocina, Laëtitia, al servicio. Han elegido su especialidad y están felices con ello.

    ¿Pero puedo hablar de «elección», sabiendo que precisamente no tienen verdadera opción? CLAD en primaria, SEGPA en los primeros años de la secundaria, CAP en los últimos años de la secundaria: podría verse en esos acrónimos la ilustración de los determinismos que pesan sobre los niños de origen modesto, orientados desde la primaria, es decir, encarrilados hacia los oficios mal pagados, duros y poco valorados.
(…)
    Pornic, La Bernerie: pequeñas estaciones balnearias sobre el Atlántico, atestadas de turistas en verano, amodorradas en invierno. Machecoul: una localidad rodeada de pantanos.

    Laëtitia y Jessica se criaron entre el mar y el campo, entre la playa y el boscaje. Conocieron todos los componentes de la juventud periférica: el autobús escolar que hay que tomar a las 7.30 de la mañana y donde se encuentran con sus compañeros en medio del olor caliente del gasoil y la iluminación demasiado intensa de los focos del techo; el colegio donde va todo el mundo, donde se sabe quién salió con quién, cómo y por qué la cosa no funcionó; los rincones tranquilos para ir a fumar o a besuquearse; las hileras de residencias, como en la carretera de la Rogère, ni calle de ciudad ni camino de campo, más bien ejes que unen rotondas; la casa de una planta con habitaciones, galería y jardín que los padres compraron o «hicieron construir»; la lejanía de todos los lugares, colegio, ciudad, hipermercado, actividades deportivas, amigos, que exige que los adultos te lleven en coche y que justifica, una vez llegada la adolescencia, la compra de una moto, instrumento de una libertad inaudita (las mellizas tuvieron la suya en la Navidad de 2009, una Peugeot V-Clic roja para Laëtitia, negra para Jessica); el aburrimiento de las vacaciones cortas, durante las cuales los grupos de amigos andan juntos de aquí para allí, entre el centro, el cuarto de uno u otro, la playa o el bosque, sin olvidar el McDonald’s, insoslayable lugar de cita y núcleo de sociabilidad; las discotecas y el trayecto de vuelta a casa, donde los jóvenes se matan en una curva mal cogida.

    Esas zonas rurales son espacios anónimos, mal conocidos, poco representados, de los cuales nunca se habla —de ahí el shock cuando un suceso provoca el desembarco de cientos de periodistas en veinticuatro horas y cuando se cuenta con los honores de la tele durante semanas—. Las hermanas Perrais no pertenecen a la juventud rica de los centros urbanos, que crece entre cafés y escuelas secundarias ultraselectas, ni a la juventud popular de los suburbios, simbolizada por el streetwear, la cháchara y el cemento.

    La juventud periférica, la de los autobuses escolares y los CAP, no tiene emblemas. Es una juventud silenciosa que no da que hablar, que trabaja duro y desde temprano, alimentando los sectores del artesanado y los servicios domésticos en las zonas rurales y las pequeñas ciudades donde nació. Si esos sectores populares marítimo-rurales forman lo que Christophe Guilluy llama la «Francia periférica», entonces el caso Laëtitia es un homicidio de «pequeños blancos» o, más exactamente, entre «pequeños blancos», un hombre del cuarto mundo en situación de fracaso que, por frustración machista o por venganza social, atenta contra una chica del cuarto mundo valiente y bien integrada. «Marginales que se matan mutuamente».
(…)
    Ese cuadro sociológico explica el sentimiento de extrañeza que siento al entrar en contacto con Jessica. Descendiente de la burguesía parisina con estudios, no crecí en la miseria alcoholizada, un juez de menores no me retiró de la custodia de mis padres, no asistí a un liceo profesional, viajo en metro y no en moto. Para mí, que me caracterizo por palabras clave como judaismo, libros y cosmopolitismo, Laëtitia encarna la alteridad, la de los franceses de cultura cristiana, con un apellido fácil de escribir, arraigados en una región y frutos de un linaje, por más que sea el de los atridas. No sé quién de los dos se sale de la normalidad, si ella o yo.

    Tenemos distancia respecto de nuestros muertos, al tiempo que el sufrimiento del otro nos atropella, nos invade, nos acosa, ya no nos suelta. Para nosotros ya no hay nada que hacer. Nuestra herida somos nosotros mismos, el drama y la rutina de nuestra vida, nuestra neurosis adiestrada, y a ella estamos acostumbrados como si se tratara de una enfermedad. En la vida de Laëtitia hay tres injusticias: su infancia, entre un padre violento y un padre de acogida abusador; su muerte atroz a los dieciocho años; su metamorfosis en suceso, es decir, en espectáculo de muerte. Las dos primeras injusticias me dejan en un estado de impotencia y desolación. Contra la tercera, se indigna todo mi ser.”

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