“¿Y qué valía
todo ello en comparación del festín homérico preparado en la sala de la
rectoral? Media docena de tablas tendidas sobre otros tantos cestos, ayudaban a
ensanchar la mesa cuotidiana; por encima dos limpios manteles de lamanisco
sostenían grandes jarros rebosando tinto añejo; y haciéndoles frente, en una
esquina del aposento, esperaban tumo ventrudas ollas henchidas del mismo líquido.
La vajilla era mezclada, y entre el estaño y barro vidriado descollaba algún talavera legítimo, capaz de volver loco
a un coleccionista, de los muchos que ahora se consagran a la arcana ciencia de
los pucheros. Ante la mesa y sus apéndices, no sin mil cumplimientos y
ceremonias, fueron tomando asiento los padres curas, porfiando bastante para
ceder los asientos de preferencia, que al cabo tocaran al obeso Arcipreste de
Loira —la persona más respetable en años y dignidad de todo el clero
circunvecino, que no había asistido a la ceremonia por no ahogarse con las
apreturas del gentío en la misa—, y a Julián, en quien don Eugenio honraba a la
ilustre casa de Ulloa.
Sentóse Julián
avergonzado, y su confusión subió de punto durante la comida. Por ser nuevo en
el país y haber rehusado siempre quedarse a comer en las fiestas, era blanco de
todas las miradas. Y la mesa estaba imponente. La rodeaban unos quince curas y
sobre ocho seglares, entre ellos el médico, notario y juez de Gebre, el señorito
de Limioso, el sobrino del cura de Boán, y el famosísimo cacique conocido por
el apodo de Barbacana, que apoyándose
en el partido moderado a la sazón en el poder, imperaba en el distrito y
llevaba casi anulada la influencia de su rival el cacique Trampeta, protegido por los
unionistas y mal visto por el clero. En suma, allí se juntaba lo más granado de
la comarca, faltando solo el marqués de Ulloa, que vendría de fijo a los
postres. La monumental sopa de pan rehogada en grasa, con chorizo, garbanzos y
huevos cocidos cortados en ruedas, circulaba ya en gigantescos tarterones, y se
comía en silencio, jugando bien las quijadas. De vez en cuando se atrevía algún
cura a soltar frases de encomio a la habilidad de la guisandera; y el
anfitrión, observando con disimulo quiénes de los convidados andaban remisos en
mascar, les instaba a que se animasen, afirmando que era preciso aprovecharse
de la sopa y del cocido, pues apenas había otra cosa. Creyéndolo así Julián, y
no pareciéndole cortés desairar a su huésped, cargó la mano en la sopa y el
cocido. Grande fue su terror cuando empezó a desfilar interminable serie de
platós —los veintiséis tradicionales en la comida del patrón de Naya, no la más
abundante que se servía en el arciprestazgo, pues Loiro se le aventajaba mucho.”
Los Pazos de Ulloa
Emilia Pardo Bazán
pág: 151-152
Caciquismo:
Sistema
político en que una democracia parlamentaria es controlada, al margen de las
leyes escritas, por el predominio local de los caciques.
Las palabras
cacique y caciquismo parecen haberse aplicado desde época muy temprana para
designar el dominio ejercido por las oligarquías locales sobre sus convecinos.
Que estás oligarquías influyeran en el desarrollo del mecanismo electoral era
la consecuencia lógica de tratar de imponer una superestructura política nueva
a una sociedad que no se había transformado en lo esencial. El control ejercido
por los caciques sobre los votantes (o sobre las votaciones, que en ocasiones
se fraguaban sin preocuparse por los votantes) llego a tal perfección que hizo
posible montar en España el sistema de partidos turnantes de la Restauración,
fingir las apariencias de una democracia parlamentaria que no era más que fachada
y llegar a implantar el sufragio universal- masculino-, en 1890, sin perder los
resortes que permitían fabricar los resultados de las elecciones.
La estructura
de la maquinaria caciquil era bastante sencilla: en la cima se hallaban los
«oligarcas» de Madrid, los jefes de facción parlamentaria y sus lugartenientes;
grupos que fingían ser partidos políticos, pero que no eran más que asociaciones
de intereses, y en ocasiones poco más que grupos familiares El cacique propiamente
dicho solía contentarse con cargos municipales o provinciales, desde los cuales
mantenía el control directo de su cacicazgo, gracias al apoyo incondicional de
las autoridades, la fuerza pública y el poder judicial, que eran la
contrapartida que el gobierno le ofrecía por su sumisión electoral. Normalmente
las elecciones se desarrollaban sin violencias, ya que los votantes rurales se
prestaban a seguir las instrucciones del cacique. Solo si la persuasión se
mostraba insuficiente se recurría a la fuerza (intimidación o encarcelamiento
de los votantes disconformes), al fraude (falsificación de actas, votación masiva
de los muertos) o a la compra de votos
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