“Poco después
sufrió una metamorfosis el vivir entumecido y soñoliento de los Pazos. Entro
allí cierta hechicera más poderosa que la señora María la Sabia: la política, si tal nombre merece el enredijo de intrigas y
miserias que en las aldeas lo recibe. Por
todas partes cubre el manto de la política intereses egoístas y bastardos,
apostasías y vilezas; pero al menos, en las capitales populosas, la superficie,
el aspecto, y a veces los empeños de la lid, presentan carácter de
grandiosidad. Ennoblece la lucha la magnitud del palenque: asciende a ambición
la codicia, y el fin material se sacrifica, en ocasiones, al fin ideal de la victoria
por la victoria. En el campo, ni aun por
hipocresía o histrionismo se aparenta el menor propósito elevado y general. Las
ideas no entran en juego, sino solamente las personas, y en el terreno más
mezquino: rencores, odios, rencillas, lucro miserable, vanidad microbiológica.
Un combate naval en una charca.
Forzoso es
reconocer no obstante que en la época de la revolución la exaltación política,
la fe en las teorías llevada al fanatismo, lograba infiltrarse doquiera,
saneando con ráfagas de huracán el mefítico ambiente de las intrigas
cuotidianas en las aldeas. Vivía entonces España pendiente de una discusión de
Cortes, de un grito que se daba aquí o acullá. En los talleres de un arsenal o
en los vericuetos de una montaña; y cada quince días o cada mes, se agitaban,
se debatían, se querían resolver definitivamente cuestiones hondas, problemas que
el legislador, el estadista y el sociólogo necesitan madurar lentamente,
meditar quizás años enteros antes de descifrarlos, y que una multitud de
revolución decide en pocas horas, mediante una acalorada discusión
parlamentaria, o una manifestación clamorosa y callejera. Entre el almuerzo y
la comida se reformaba, se innovaba una sociedad; fumando un cigarro se
descubrían nuevos principies, y en el fondo de la vorágine batallaban las dos
grandes soluciones de raza, ambas fuertes porque se apoyaban en algo secular,
lentamente sazonado al calor de la historia: la monarquía absoluta y la
constitucional, por entonces disfrazada de monarquía democrática.
La conmoción
del choque llegaba a todos lados, sin exceptuar las fieras montañas que
cercaban a los Pazos de Ulloa. También allí se politiqueaba. En las tabernas de
Cebre, el día de la feria, se oía hablar de libertad de cultos, de derechos individuales,
de abolición de quintas, de federación, de plebiscito —pronunciación no
garantizada, por supuesto. Los curas, al terminar las funciones, entierros y
misas solemnes se demoraban en el atrio,
discutiendo con calor algunos síntomas recientes y elocuentísimos…”
Los Pazos de Ulloa
Emilia Pardo Bazán
pág: 327-329
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