Este mes
estamos leyendo “Los Pazos de Ulloa” , obra de la, para muchos, mejor novelista del siglo XIX Penínsular. Para degustar un poco la narrativa, las ideas y el carácter de la excepcional Emilia Pardo Bazán, transcribibimos el cuento
Feminista
"Fue en el
balneario de Aguasacras donde hice conocimiento con aquel matrimonio: el
marido, de chinchoso y displicente carácter, arrastrando el incurable
padecimiento que dos años después le llevó al sepulcro; la mujer, bonitilla,
con cara de resignación alegre, cuidándole solícita, siempre atenta a esos
caprichos de los enfermos, que son la venganza que toman de los sanos.
Conservaba, no
obstante, el valetudinario la energía suficiente para discutir, con irritación
sorda y pesimismo acerbo, sobre todo lo humano y lo divino, desarrollando
teorías de cerrada intransigencia. Su modo de pensar era entre inquisitorial y
jacobino, mezcla más frecuente de lo que se pudiera suponer, aquí donde los
extremos no sólo se han tocado, sino que han solido fusionarse en extraña
amalgama. Han sido generalmente prendas raras entre nosotros la flexibilidad y
delicadeza de espíritu, engendradoras de la amable tolerancia, y nuestro recio
y chirriante disputar en cafés, círculos, reuniones, plazuelas y tabernas lo
demostraría, si otros signos del orden histórico no bastasen.
El enfermo a
que me refiero no dejaba cosa a vida. Rara era la persona a quien no juzgaba
durísimamente. Los tiempos eran fatídicos y la relajación de las costumbres
horripilantes. En los hogares reinaba la anarquía, porque, perdido el principio
de autoridad, la mujer ya no sabe ser esposa, ni el hombre ejerce sus
prerrogativas de marido y padre. Las ideas modernas disolvían, y la
aristocracia, por su parte, contribuía al escándalo. Hasta que se zurciesen
muchos calcetines no cabía salvación. La blandenguería de los varones explicaba
el descoco y garrulería de las hembras, las cuales tenían puesto en olvido que
ellas nacieron para cumplir deberes, amamantar a sus hijos y espumar el
puchero. Habiendo yo notado que al hallarme presente arreciaba en sus
predicaciones el buen señor, adopté el sistema de darle la razón para que no se
exaltase demasiado.
No sé qué me
llamaba más la atención, si la intemperancia de la eterna acometividad verbal
del marido, o la sonrisilla silenciosa y enigmática de la consorte. Ya he dicho
que era ésta de rostro agraciado, pequeño de estatura, delgada, de negrísimos
ojos, y su cuerpo revelaba esa contextura acerada y menuda que promete
longevidad y hace las viejecitas secas y sanas como pasas azucarosas.
Generalmente, su presencia, una ojeada suya, cortaban en firme las diatribas y
catilinarias del marido. No era necesario que murmurase:
-No te
sofoques, Nicolás; ya sabes que lo ha dicho el médico...
Generalmente,
antes de llegar a este extremo, el enfermo se levantaba y, renqueando, apoyado
en el brazo de su mitad, se retiraba o daba un paseíto bajo los plátanos de
soberbia vegetación.
Había olvidado
completamente al matrimonio -como se olvidan estas figuras de cinematógrafo,
simpáticas o repulsivas, que desfilan durante una quincena balnearia-, cuando
leí en una cuarta plana de periódico la papeleta: «El excelentísimo señor don
Nicolás Abréu y Lallana, jefe superior de Administración... Su desconsolada
viuda, la excelentísima señora doña Clotilde Pedregales...». La casualidad me
hizo encontrar en la calle, dos días después, al médico director de Aguasacras,
hombre muy observador y discreto, que venía a Madrid a asuntos de su profesión,
y recordamos, entre otros desaparecidos, al mal engestado señor de las
opiniones rajantes.
-¡Ah, el señor
Abréu! ¡El de los pantalones! -contestó, riendo, el doctor.
-¿El de los
pantalones? -interrogué con curiosidad.
-Pero ¿no lo
sabe usted? Me extraña, porque en los balnearios no hay nada secreto, y esto no
sólo se supo, sino que se comentó sabrosamente... ¡Vaya! Verdad que usted se
marchó unos días antes que los Abréu, y la gente dio en reírse al final, cuando
todos se enteraron... ¿Dirá usted que cómo se pueden averiguar cosas que
suceden a puerta cerrada? Es para asombrarse: se creería que hay duendes...
En este caso
especial, lo que ocurrió en el balneario mismo debieron de fisgarlo las
camareras, que no son malas espías, o los vecinos al través del tabique, o...
En fin, brujerías de la realidad. Los antecedentes parece que se conocieron
porque allá de recién casado, Abréu, que debía de ser el más solemne majadero,
anduvo jactándose de ello como de una agudeza y un rasgo de carácter, que
convendría que imitasen todos los varones para cimentar sólidamente los fueros
del cabeza de familia.
Y fíjese
usted: los dos episodios se completan. Es el caso que Abréu, como todos los que
a los cuarenta años se vuelven severos moralistas, tuvo una juventud divertida
y agitada. Alifafes y dolamas le llamaron al orden, y entonces acordó casarse,
como el que acuerda mudarse a un piso más sano. Encontró a aquella muchacha,
Clotildita, que era mona, bien educada y sin posición ninguna, y los padres se
la dieron gustosos, porque Abréu, provisto de buenas aldabas, siempre tuvo
colocaciones excelentes. Se casaron, y la mañana siguiente a la boda, al
despertar la novia, en el asombro del cambio de su destino, oyó que el novio,
entre imperioso y sonriente, mandaba:
-Clotilde
mía..., levántate.
Hízolo así la
muchacha, sin darse cuenta del porqué; y al punto el esposo, con mayor imperio,
ordenó:
-¡Ahora...,
ponte mis pantalones!
Atónita, sin
creer lo que oía, la niña optó por sonreír a su vez, imaginando que se trataba
de una broma de luna de miel..., broma algo chocante, algo inconveniente...;
pero ¿quién sabe? ¿Sería moda entre novios?...
-¿Has oído?
-repitió él-. ¡Ponte mis pantalones! ¡Ahora mismo, hija mía!
Confusa,
avergonzada, y ya con más ganas de llorar que de reír, Clotilde obedeció lo mejor
que pudo. ¡Obedecer es ley!
-Siéntate
ahora ahí -dispuso nuevamente el marido, solemne y grave de pronto, señalando a
una butaca. Y así que la empantalonada niña se dejó caer en ella, el esposo
pronunció-: He querido que te pongas los pantalones en este momento señalado
para que sepas, querida Clotilde, que en toda tu vida volverás a ponértelos.
Que los he de llevar yo, Dios mediante, a cada hora y cada día, todo el tiempo
que dure nuestra unión, y ojalá sea muchos años, en santa paz, amén. Ya lo
sabes. Puedes quitártelos.
¿Qué pensó
Clotilde de la advertencia? A nadie lo dijo; guardó ese silencio absoluto,
impenetrable, en que se envuelven tantas derrotas del ideal, del humilde ideal
femenino, honrado, juvenil, que pide amor y no servidumbre... Vivió sumisa y
callada, y si no se le pudo aplicar la divisa de la matrona romana, «Guardó el
hogar e hiló lana asiduamente», fue porque hoy las fábricas de género de punto
han dado al traste con la rueca y el huevo de zurcir.
Pero Abréu, a
pesar de la higiene conyugal, tenía el plomo en el ala. Los restos y reliquias
de su mal vivir pasados remanecieron en achaques crónicos, y la primera vez que
se consultó conmigo en Aguasacras, vi que no tenía remedio; que sólo cabía
paliar lo que no curaría sino en la fuente de Juvencia... ¡Ignoramos dónde
mana!
Su mujer le
cuidaba con verdadera abnegación. Le cuidaba: eso lo sabemos todos. Se desvivía
por él, y en vez de divertirse -al cabo era joven aún-, no pensaba sino en la
poción y el medicamento. Pero todas las mañanas, al dejar las ociosas plumas el
esposo, una vocecita dulce y aflautada le daba una orden terminante, aunque
sonase a gorjeo:
-¡Ponte mis
enaguas, querido Nicolás! ¡Ponte aprisa mis enaguas!
Infaliblemente,
la cara del enfermo se descomponía; sordos reniegos asomaban a sus labios..., y
la orden se repetía siempre en voz de pájaro, y el hombre bajaba la cabeza,
atándose torpemente al talle las cintas de las faldas guarnecidas de encajes. Y
entonces añadía la tierna esposa, con acento no menos musical y fino:
-Para que
sepas que las llevas ya toda tu vida, mientras yo sea tu enfermerita,
¿entiendes?
Y aún
permanecía Abréu un buen rato en vestimenta interior femenina, jurando entre
dientes, no se sabe si de rabia o porque el reúma apretaba de más, mientras
Clotilde, dando vueltas por la habitación, preparaba lo necesario para las
curas prolijas y dolorosas, las fricciones útiles y los enfranelamientos
precavidos."
Emilia Pardo Bazán
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