“Las
estanterías entreabiertas dejaban asomar legajos y protocolos en abundancia; por el suelo, en las dos sillas de baqueta,
encima de la mesa, en el alféizar mismo de la enrejada ventana, había más
papeles, más legajos, amarillentos, vetustos, carcomidos, arrugados y rotos; tanta papelería exhalaba un olor a humedad, a
rancio, que cosquilleaba en la garganta desagradablemente. El marqués de Ulloa,
deteniéndose en el umbral y con cierta expresión solemne, pronuncio:
—El archivo de la casa.
Desocupo en
seguida las sillas de cuero, y explico muy acalorado que aquello estaba
revueltísimo —aclaración de todo punto innecesaria— y que semejante desorden se
debía al descuido de un fray Venancio, administrador de su padre, y del actual abad de Ulloa, en cuyas manos
pecadoras había venido el archivo a parar en lo que Julián veía...
—Pues así no puede seguir —exclamaba el capellán—. ¡Papeles de importancia
tratados de este modo! Hasta es muy fácil que alguno se pierda.
— ¡Naturalmente! Dios sabe los desperfectos que ya me habrán
causado, y cómo andará todo, porque yo ni mirarlo quiero... Esto es lo que
usted ve: un desastre, una perdición! ¡Mire usted..., mire usted lo que tiene
ahí a sus pies! ¡Debajo de una bota!
Julián levantó
el pie muy asustado, y el marqués se bajó recogiendo del suelo un libro
delgadísimo, encuadernado en badana verde, del cual pendía rodado sello de
plomo. Tomólo Julián con respeto, y al abrirlo, sobre la primer hoja de vitela,
se destacó una soberbia miniatura heráldica, de colores vivos y frescos a
despecho de los años.
— ¡Una ejecutoria de nobleza! —declaró el señorito gravemente.
Por medio de
su pañuelo doblado, la limpiaba Julián
del moho, tocándola con manos delicadas. Desde niño le había enseñado su madre
a reverenciar la sangre ilustre, y aquel pergamino escrito con tinta roja,
miniado, dorado, le parecía cosa muy veneranda, digna de compasión por haber
sido pisoteada, hollada bajo la suela de sus botas. Como el señorito permanecía
serio, de codos en la mesa, las manos cruzadas bajo la barba, otras palabras
del señor de la Lage acudieron a la memoria del capellán: «Todo eso de la casa
de mi sobrino debe ser un desbarajuste... Haría usted una obra de caridad si lo
arreglase un poco.» La verdad es que el no entendía gran cosa de papelotes; pero
con buena voluntad y cachaza...
—Señorito
—murmuro— ¿y por qué no nos dedicamos a ordenar esto como Dios manda? Entre
usted y yo, mal seria que no acertásemos. Mire usted; primero apartamos lo moderno
de lo antiguo; de lo que este muy estropeado se podría hacer sacar copia; lo
roto se pega con cuidadito con unas tiras de papel transparente...
El proyecto le
pareció al señorito de perlas. Convinieron en ponerse al trabajo desde la
mariana siguiente. Quiso la desgracia que al otro día Primitivo descubriese en
un maizal próximo un bando entero de perdices entretenido en comerse la espiga
madura. Y el marqués se terció la carabina y dejó para siempre jamás amén a su capellán
bregar con los documentos.”
Los Pazos de Ulloa
Emilia Pardo Bazán
pág: 122-123
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