Publicada en
1887, la novela "La madre naturaleza. (Segunda parte de los Pazos de Ulloa)" es la conclusión de la historia
de los personajes de "Los pazos de Ulloa".
Una continuidad que la
autora ya propone en el mismo subtitulo de la obra.
Considerada,
en su momento, como uno de los ejemplos más ortodoxos de novela naturalista
española, Emilia Pardo Bazán utiliza en esta obra una prosa más poética y
descriptiva que la de “los Pazos”.
Transcribimos los primeros párrafos de la novela:
“Las nubes,
amontonadas y de un gris amoratado, como de tinta desleída, fueron juntándose,
juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo, deliberando si se
desharían o no se desharían en chubasco. Resueltas finalmente a lo primero,
empezaron por soltar goterones anchos, gruesos, legítima lluvia de estío, que
doblaba las puntas de las yerbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales;
luego se apresuraron a porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en
rápidos y oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los
matorrales, sumergiendo la vegetación
menuda, colándose como podían al través de la copa de los árboles para escurrir
después tronco abajo, a manera de raudales de lágrimas por un semblante rugoso
y moreno.
Bajo un árbol
se refugió la pareja. Era el árbol protector magnífico castaño, de majestuosa y
vasta copa, abierta con pompa casi arquitectural sobre el ancha y firme columna
del tronco, que parecía lanzarse arrogantemente hacia las desatadas nubes:
árbol patriarcal, de esos que ven con indiferencia desdeñosa sucederse
generaciones de chinches, pulgones, hormigas y larvas, y les dan cuna y
sepulcro en los senos de su rajada corteza.
Al pronto fue
útil el asilo: un verde paraguas de ramaje cobijaba los arrimados cuerpos de la
pareja, guareciéndolos del agua terca y furiosa; y se reían de verla caer a
distancia y de oír cómo fustigaba la cima del castaño, pero sin tocarles. Poco
duró la inmunidad, y en breve comenzó la lluvia a correr por entre las ramas,
filtrándose hasta el centro de la copa y buscando después su natural nivel. A
un mismo tiempo sintió la niña un chorro en la nuca, y el mancebo llevó la mano
a la cabeza, porque la ducha le regaba el pelo ensortijado y brillante. Ambos
soltaron la carcajada, pues estaban en la edad en que se ríen lo mismo las
contrariedades que las venturas.
-Se acabó... -pronunció ella cuando todavía la risa le retozaba en
los labios-. Nos vamos a poner como una sopa. Caladitos.
-El que se mete debajo de hoja dos veces se moja -respondió él
sentenciosamente-. Larguémonos de aquí ahora mismo. Sé sitios mejores.
-Y mientras llegamos, el agua nos entra por el pescuezo, y nos
sale por los pies.
-Anda, tontiña. Remanga la falda y tapémonos la cabeza. Así,
mujer, así. Verás qué cerquita está un escondrijo precioso.
Alzó ella el
vestido de lana a cuadros, cubriendo también a su compañero y realizando el
simpático y tierno grupo de Pablo y Virginia, que parece anticipado y atrevido
símbolo del amor satisfecho. Cada cual asió una orilla del traje, y al afrontar
la lluvia, por instinto juntaron y cerraron bajo la barbilla la hendidura de la
improvisada tienda, y sus rostros quedaron pegados el uno al otro, mejilla contra
mejilla, confundiéndose el calor de su aliento y la cadencia de su respiración.
Caminaban medio a ciegas, él encorvado, por ser más alto, rodeando con el brazo
el talle de ella, y comunicando el impulso directivo, si bien el andar de los
dos llevaba el mismo compás.
Poco distaba
el famoso escondrijo. Sólo necesitaron para acertar con él bajar un ribazo,
resbaladizo por la humedad, y lindante con la carretera. Coronaban el ribazo
grandes peñascales, y en su fondo existía una cantera de pizarra, ahondada y explotada
al construirse el camino real, y convertida en profunda cueva; excelente abrigo
para ocasiones como la presente. Abandonada hacía tiempo por los trabajadores
la cantera, volvía a enseñorearse de
ella la vegetación, convirtiendo el hueco artificial en rústica y sombrosa
gruta. En la cresta y márgenes del ribazo crecía tupida maleza, y al
desbordarse, estrechaba la entrada de la excavación: al exterior se enmarañaba
una abundante cabellera de zarzales, madreselvas, cabrifollos y clemátidas; dentro,
en las anfractuosidades del muro lacerado por la piqueta, anidaban vencejos,
estorninos y algún azor; los primeros salieron despavoridos, revoloteando,
cuando entró la pareja. Siendo muy bajo el sitio, e impregnado del agua que
recogía como una urna y del calor del sol que almacenaba en su recinto
orientado al mediodía, encerraba una vegetación de invernáculo, o más bien de
época antediluviana, de capas carboníferas: escolopendras y helechos enormes
brotaban lozanos, destacando sobre la sombría pizarra los penachos de pluma de
sus vertebradas y recortadas hojas.
Aun cuando el
escondrijo daba espacio bastante, la pareja no se desunió al acogerse allí,
sino que enlazada se dirigió a lo más oscuro, sin detenerse hasta tropezar con
la pared, contra la cual se reclinó en silencio, al abrigo de la remangada
falda. Ni menos se desviaron sus rostros, tan cercanos, que él sentía el
aletear de mariposa de los párpados de ella, y el cosquilleo de sus pestañas
curvas. Dentro del camarín de tela, los envolvía suavemente el calor mutuo que
se prestaban: las manos, al sujetar bajo la barbilla la orla del vestido, se
entretejían, se fundían como si formasen parte de un mismo cuerpo. Al fin el
mancebo fue aflojando poco a poco el brazo y la mano, y ella apartó cosa de
media pulgada el rostro. La tela, deslizándose, cayó hacia atrás, y quedaron
descubiertos, agitados y sin saber qué decirse. Llenaba la gruta el vaho
poderoso de la robusta vegetación semi-palúdica, y el sofocante ardor de un día
canicular. Fuera, seguía cayendo con ímpetu la lluvia, que tendía ante los ojos
de la pareja refugiada una cortina de turbio cristal, y ayudaba a convertir en
cerrado gabinete el barranco donde con palpitante corazón esperaban niña y
muchacho que cesase el aguacero.
No era la vez
primera que se encontraban así, juntos y lejos de toda mirada humana, sin más
compañía que la madre naturaleza, a cuyos pechos se habían criado. ¡En cuántas
ocasiones, ya a la sombra del gallinero o del palomar que conserva la tibia
atmósfera y el olor germinal de los nidos, ya en la soledad del hórreo, sobre
el lecho movedizo de las espigas doradas, ya al borde de los setos, riéndose de
la picadura de las espinas y del bigote cárdeno que pintan las moras, ya en el
repuesto albergue de algún soto, o al pie de un vallado por donde serpeaban las
lagartijas, habían pasado largas horas compartiendo el mendrugo de pan seco y
duro ya a fuerza de andar en el bolsillo, las cerezas atadas en un pañuelo, las
manzanas verdes; jugando a los mismos juegos, durmiendo la siesta sobre la
misma paja! ¿Entonces, a qué venía semejante turbación al recogerse en la
gruta? Nada se había mudado en torno
suyo; ellos eran quienes, desde el comienzo de aquel verano, desde que él
regresara del instituto de Orense a la aldea para las vacaciones, se sentían
inmutados, diferentes y medio tontos. La niña, tan corretona y traviesa de
ordinario, tenía a deshora momentos de calma, deseos de ociosidad y reposo,
lasitudes que la movían a sentarse en la linde de un campo o a apoyarse en un
murallón, cuyo afelpado tapiz de musgo rascaba distraídamente con las uñas. A
veces clavaba a hurtadillas los ojos en el lindo rostro de su compañero de
infancia, como si no le hubiese visto nunca; y de repente los volvía a otra
parte, o los bajaba al suelo. También él la miraba mucho más, pero fijamente,
sin rebozo, con ardientes y escrutadoras pupilas, buscando en pago otra ojeada
semejante; y al paso que en ella crecía el instintivo recelo, en él sucedía a
la intimidad siempre un tanto hostil y reñidora que cabe entre niños, al aire
despótico que adoptan los mayores y los varones con las chiquillas,un
rendimiento, una ternura, una galantería refinada, manifestada a su manera,
pero de continuo. Ayer, aunque inseparables y encariñados hasta el extremo de
no poder vivir sino juntos y de que les costase todos los inviernos una
enfermedad la ausencia, cimentaban su amistad, más que las finezas, los
pescozones, cachetes y mordiscos, las riñas y enfados, la superioridad cómica
que se arrogaba él, y las malicias con que ella le burlaba. Hoy parecía como si
ambos temiesen, al hablarse, herirse o suscitar alguna cuestión enojosa; no
disputaban, no se peleaban nunca; el muchacho era siempre del parecer de la
niña. Esta cortedad y recelo mutuo se advertía más cuando estaban a solas.
Delante de gente se restablecía la confianza y corrían las bromas añejas.”
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