“Hace muchos años, en la época de los sábados
lánguidos y la prostitución autorizada, no había apenas mujeres muertas. Por lo
menos en Barcelona, a Méndez esos casos no le habían llamado la atención. Una
vez, en la famosa casa de mujeres La Emilia, donde ahora está el hotel Gaudí,
apareció una dama muerta en una de las habitaciones, pero seguro que no se
trataba de una conjura internacional, sino de un pene fugitivo. Otra vez, en un
hotelito para parejas junto a la ronda de San Antonio —muy discreto, tan discreto
que se llamaba La Radio—, una dama se encamó con su novio policía, quiso jugar
con la pistola de este y se introdujo el cañón en la vagina —quién diablos le
habría hablado de estimular así el clítoris—; el arma se disparó y ella murió en
el acto. Días después, al reconstruir el hecho en la misma habitación, la juez
de turno se dio cuenta de que allí no había ninguna mujer (solo solemnes
leguleyos barbados), y en cambio hacía falta de todas todas una mujer, porque,
si no, a ver quién iba a poner la vagina para la reconstrucción dela muerte. Y
entonces la valiente juez hizo ella de mujer, es decir, de amante, es decir, de
muerta, y se introdujo la pistola ante todo el mundo, es decir, hubo vagina
legal porque la valiente juez supo dictar providencia.
Nunca se ha sabido si la juez llegó con el
tiempo a formar parte del Supremo o del Constitucional, pero todos los colegios
de abogados de España piensan que lo merece.
Por último, se supo en las augustas salas de
justicia que un travesti había sido contratado (de palabra, o sea, sin ninguna garantía
legal) para una felación dentro de un coche que estaba aparcado de noche en un
sitio tan discreto como el pasaje de la Concepción, pero el cliente vio las
manos rudas del travesti, se puso nervioso y lo mató de un disparo. Luego
resultó que el cliente en cuestión era un guardia civil, quien se puso a llorar
de vergüenza ante el tribunal, y al presidente le dio tanta pena —o tanto rubor
legislativo— que casi se desprendió de la toga para decirle al culpable que estaba
allí para protegerlo.
Lo cierto es que la viejísima relación
hombre-mujer mediante precio pactado en secreto en una habitación secreta nunca
originó grandes estadísticas criminales, aunque sí originó grandes amores
clandestinos y grandes broncas conyugales cuando el hombre volvía a casa. Y esa
era la razón de que Méndez y otros viejos policías desconocieran las
estadísticas, y esa era también la razón de que en el país reinara la paz, que
es la única garantía del pueblo.
Pero la trata de blancas es un fenómeno
internacional que mueve grandes intereses y cuesta la vida a centenares de
mujeres que solo han cometido dos pecados: tener hambre y tener esperanza. Por
eso resultó tan extraña —en principio— la muerte de aquella muchacha que había
tratado de huir por las calles de Barcelona, la muerte en aquella casa que iba
a ser derribada, y por eso Méndez comprendió que tenía que actuar de algún
modo, y sintió que su viejo barrio le necesitaba, y se dio cuenta de que
aquella sangre inocente le llamaba, porque la muerte es la que da sentido a la
vida. Además no era una muchacha, sino dos. Pero eso Méndez no lo supo hasta
que entró en la casa.”
“Peores maneras de morir”
Francisco González Ledesma
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