"Si de verdad les interesa
lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue
todo ese rollo de mi infancia…”. Desde el arranque de El guardián entre el
centeno queda claro que Salinger pretendía situar su narración en la
modernidad. Lo que no podía saber es que, bien entrado el siglo XXI, esta
novela de aprendizaje iba a mantenerse tan fresca y actual como cuando la
publicó en 1951, tanto por la forma en que está escrita como por lo que nos
presenta, salvando el detalle de la ausencia de móviles y demás artefactos.
Diez años antes, en una carta a una amiga, decía que estaba escribiendo una
historia sobre “un chico de instituto durante las vacaciones de Navidad”.
Y sí, es eso. Eso y mucho más,
seguramente porque ese chico, Holden Caulfield, es uno de los personajes más
entrañables de la literatura universal, que mira y juzga lo que le rodea de una
forma original, ácida, tierna a veces. Con algunos datos autobiográficos (unos
epidérmicos, otros más profundos: el Holden que desprecia a casi todos, ¿no
será ese escritor misántropo que deja de publicar y se aísla, acrecentando su
leyenda?), Salinger escribió sobre los adolescentes, su rebeldía, su lucha por
encontrar un lugar en el mundo, su miedo a crecer y a la vez su deseo de
hacerlo. Porque Caulfield critica a los adultos, falsos, hipócritas o
sencillamente imbéciles, mientras que aprecia a los niños, espontáneos,
inocentes, generosos. Y por eso, lo que de verdad le gustaría es estar al borde
del precipicio, al final del campo de centeno, para vigilar que los niños no
caigan por él. Evitar que se hagan mayores. Pero eso es imposible, y de ahí la
crisis de Holden.
Observador, sensible, exagerado,
sarcástico, curioso (¿dónde irán en invierno los patos de Central Park?), en
esos pocos días que dura su aventura, cuando, tras una pelea decide escapar del
colegio del que ha sido expulsado y retrasar la vuelta a casa, ese chico de 16
años al que le gustaría aparentar más para que le sirvan las copas sin
preguntas y para ser tenido en cuenta por las mujeres, piensa en el sexo, se
emborracha, fuma, requiere los servicios de una prostituta, despotrica contra
la educación académica, se deprime, dice tacos y abusa de las coletillas. Eso
puede explicar que aún en 1980 fuera el libro más prohibido en los institutos
de Estados Unidos. Pero el texto es inteligente, original, tiene humor, está
lleno de vida y sensibilidad, posee un ritmo perfecto, nunca cae ni en lo cursi
ni en lo soez, así que tampoco extraña que, en ese mismo año, fuera el segundo
más recomendado.
En esa división entre los
profesores que lo prohíben y los que lo recomiendan, estos últimos tienen un
argumento difícil de rebatir: aquellos se están convirtiendo en lo que
critican, en guardianes entre el centeno que no quieren que sus alumnos
maduren. Carl Luce, un conocido mayor que él con el que Holden toma unas copas,
le espeta: “¿Cuándo demonios vas a crecer de una vez?”. Y de eso trata este
libro, a eso asistimos a lo largo de sus páginas, al abandono definitivo de la
infancia, al complicado paso de una edad a otra. Todo, aquí, está en esa
frontera: Holden, y la propia novela, publicada para adultos y adoptada por
millones de adolescentes y jóvenes. Cada año se venden 250.000 ejemplares. La
crítica también lo considera, casi unánimemente, como una de las obras mayores
del siglo pasado. Es uno de esos felices y raros casos en los que crítica y
público van de la mano a lo largo de décadas.
Holden se rebela contra la
educación, contra la autoridad, contra los mayores, contra el inevitable
proceso de madurar, cumpliendo muchas de las características de las novelas de
iniciación. Su rebelión está condenada a la derrota, pero de ella surge una
victoria imperecedera, la de dejarnos uno de los libros más maravillosos que se
pueden leer casi a cualquier edad. Ese muchacho que pide y confiesa: “Toma una
copa más. Por favor. Tengo una depresión horrible. Me siento muy solo, de
verdad”, ha conseguido que millones de personas se sientan menos solas en algún
momento de sus vidas. Ese es el extraordinario poder de los libros
extraordinarios. Hacia el final, Holden nos da un consejo: “No cuenten nunca
nada a nadie. En el momento en el que uno cuenta cualquier cosa, empieza a
echar de menos a todo el mundo”. Y al lector le sucederá algo semejante a lo
que le sucede al narrador: cuando cierra el libro, empieza a echar de menos a
Caulfield. Ya sólo le queda recomendarlo a los jóvenes y no tan jóvenes como si
se hubiera publicado ayer.”
por Martín Casariego
Babelia
El País
18/02/2015
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