“En la galería de marginales y alucinados de la novela, Almudena
es el más marginal de todos, el que se entrega a las alucinaciones más
elaboradas. Es mendigo, es extranjero. Y su identidad les resulta tan confusa a
quienes se encuentran con él – incluido el narrador de la novela – como su
religión o su lugar de origen. Se llama Almudena, José María de la Almudena, pero también Mordejai. El
narrador, igual que todos los personajes, lo llama ‘moro’, porque viene de
Marruecos, pero él mismo, Almudena, dice que es hebreo, y aunque no lo dijera
seria evidente por sus continuas alusiones culturales y religiosas. En un país
sometido desde hace siglos a la más estricta ortodoxia católica, ni el narrador
ni los demás personajes tienen manera de distinguir entre un musulmán y un
judío.
Un judío, además, sefardí. Uno de los pasajes de mas extraordinaria
metamorfosis verbal de la novela es cuando Almudena pasa del tosco español
moderno, hecho de infinitivos, gerundios, sujetos y complementos mal colocados,
que es el que ha aprendido en su vida mendicante, al idioma resplandeciente de
las traducciones bíblicas de los siglos XV y XVI, preservado oralmente y por
escrito en las comunidades sefardíes del norte de África y del Imperio otomano.
De modo que ese mendigo extranjero, ese moro, ese personaje de un exotismo casi
tan indescifrable como su habla, resulta ser un secreto compatriota, alguien
que ha hecho al cabo de cuatro siglos el viaje de vuelta después de la
expulsión. Parece judío y musulmán porque en él se confunden las dos comunidades
españolas expulsadas del país en nombre de una pureza de religión y de sangre
que ha sido la mayor de las alucinaciones colectivas, y también una de las más dañinas.
En la camaradería casi evangélica entre Benina y Almudena está la
reconciliación de los que no tienen sitio en el sistema cruel de las castas
sociales, regidas por el dinero y por la religión católica: los expulsados en
el siglo XV y los ex-pulsados por el otro estigma incurable y permanente de la
pobreza.”
La gran ventana de Galdós
Antonio Muñoz Molina
“(…) Dime,
confiésamelo todo: ¿le has dejado ya?
—No, señora.
—¿Le has
traído contigo?
—Sí, señora.
Abajo está esperándome.
—Como eres
así, capaz te creo de todo...; ¡hasta de traérmele a casa!
—A casa le
traía, porque está enfermo, y no le voy a dejar en medio de la calle —replico
Benina con firme acento.
—Ya sé que
eres buena, y que a veces tu bondad te ciega y no miras por el decoro.
—Nada tiene
que ver el decoro con esto, ni yo falto porque vaya con Almudena, que es un
pobrecito. Él me quiere a mí... y yo le miro como un hijo.
La
ingenuidad con que expresaba Nina su pensamiento no llego a penetrar en el alma
de dona Paca, que sin moverse de su asiento, y con los cuchillos en la falda,
prosiguió diciéndole:
—No hay otra
como tú para componer las cosas, y retocar tus faltas hasta conseguir que
parezcan perfecciones; pero yo te quiero, Nina; reconozco tus buenas
cualidades, y no te abandonaré nunca.
—Gracias, señora,
muchas gracias.
—No te faltará
qué comer, ni cama en que dormir. Me has servido, me has acompañado, me has
sostenido en mi adversidad. Eres buena, buenísima; pero no abuses, hija; no me
digas que venías a casa con el moro de los dátiles, porque creeré que te has
vuelto loca.
—A casa le
traía, sí, señora, como traje a Frasquito Ponte, por caridad... Si hubo misericordia
con el otro, ¿por qué no ha de haberla con este? ¿O es que la caridad es una
para el caballero de levita, y otra para el pobre desnudo? Yo no lo entiendo
así, yo no distingo... Por eso le traía; y si a él no le admite, será lo mismo
que si a mí no me admitiera.”
Misericordia
Benito Pérez Galdós
RAE, 2013 (pág. 287-288)
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