“Max Aub Mohrenwitz
(París, 2 de junio de 1903-México D.F., 22 de julio de 1972), fue escritor
español de origen francés. Toda su obra la escribe en español, cultivando
diferentes géneros: narrativa, teatro y poesía.
Siendo niño, su familia -padre alemán y madre francesa- se
traslada a España por motivos de trabajo y en medio de la I Primera Guerra
Mundial se establece en Valencia, donde Max cursa el bachillerato. Recibe una
educación muy rica y cosmopolita y desde niño destaca por su facilidad para
aprender idiomas. Al terminar sus estudios recorre el país como viajante de
comercio y al cumplir los veinte años decide adoptar la nacionalidad española.
Es famosa su frase: "se es de donde se hace el bachillerato".
En los años veinte del siglo pasado cultiva la estética
vanguardista y gracias a su trabajo como viajante asiste a tertulias en
Barcelona de los vanguardistas de la época. Durante esta época empieza a
escribir teatro experimental: El
desconfiado prodigioso, Una botella, El celoso y su enamorada, Espejo de
avaricia y Narciso.
Durante la guerra civil se compromete con la República y colabora
con André Malraux en la película Sierra de Teruel (Espoir). Al terminar
la contienda se exilia a París, pero preparando su marcha a México le detienen
y es recluido en diferentes campos de concentración de Francia y del norte de
África. Gracias a la ayuda del escritor John
Dos Passos, tras tres años de encarcelamiento consigue embarcar para
México.
Se gana la vida gracias al periodismo, escribiendo en los diarios Nacional y Excelsior, y también en el cine ejerciendo de autor, coautor,
director, traductor de guiones cinematográficos y profesor de la Academia de
Cinematografía. En 1944 es nombrado secretario de la Comisión Nacional de
Cinematografía. Durante estos años escribe San
Juan y Morir por cerrar los ojos
y estrena su obra de teatro La vida
conyugal con gran éxito.
Desde mediados de los cincuenta viaja por Estados Unidos y Europa
pero sin poder entrar en España, desarrollando activamente en estos años su
actividad literaria, periodística y cineasta. En 1969 por fin se le permite
entrar en España y recupera parte de su biblioteca personal, que estaba en la
Universidad de Valencia.
A su vuelta a México sigue con sus estudios de la figura de Luis Buñuel; posteriormente participa
como jurado en el festival de Cannes, da conferencias por todo el mundo y, tras
otro viaje a España, muere en 1972 en México.
Desde 1987 se entregan los Premios Internacionales de Cuento Max
Aub, otorgados por la Fundación que lleva su nombre (con sede en Segorbe,
Castellón)”.
Fuente: Instituto Cervantes
CAJA
"Tenía
indudablemente ojos de pez. tan redonditos y asustados, además ¿quién no hubiese
seguido inmediatamente la sugerencia al verla encerrada en aquel acuarium de cristal?
Peces, pececitos
de colores, tornad a mi imaginación, engrandeceos con los recuerdos de mis niñedades,
dad vueltas seguros de vuestro viaje y pasad magníficamente indiferentes frente
al asombro redondo —globitos rojos y azules— del niño que yo fui, frente al acuarium,
allá, en aquella gruta, tan húmeda y misteriosa, que necesitaba de la
proximidad de una falda para no tropezar y caer en espantosos abismos.
Alargaba los
brazos con esa misma languidez de las anguilas y su cabello espejaba en el recuerdo
las algas que danzaban tan bien como las serpentinas que atábamos en la cercanía
del ventilador, mucho más tarde. Y debía de ser tan diferente la atmósfera allí
dentro: aire rarificado, extraños presentimientos y ella tan dulce, tan poca
cosa y la incurable melancolía del Ieón del parque zoológico, que parecía
flotar resignada y si pretendía usted, al entregar el talón, tocarle la mano, rehuía el contacto como las medusas un objeto
extraño. Os devolvía el dinero de manera que no parecía tocarle, era vanamente imposible
esperar al recoger la vuelta rozar sus desmayadas manos.
En la tienda
se entretejían los compradores. La señora elegante —ay elegancia de mi ciudad—
dejaba cuidadosa, apoyado en el mostrador, su paraguas que, invariablemente, se
deslizaba y caía produciendo con su acorde mate un agujero de curiosidad por el
cual se deslizaba el humorismo de los parroquianos, el dependiente presuroso
adelantaba el busto sobre el mostrador y se echaba a nadar en el vacío sin
lograr alcanzar, él ya lo sabía, la prenda caída.
Tras ellos
se alzaban las columnas barrocas de los tejidos e iban y venían llevándolos en
alto dependientes y aprendices como bandejas de pasteles, camareros de los
colores. Y aquél desplegaba ante los impertinentes de una señora metros y
metros de sedas, enseñándolas como si fuese presentando paisajes: este me gusta
y este no.
Salido el
amo, lo era él. Y no podía engañar ni su cuello a la última moda, ni su corbata
que pasaba a todo el mundo por las narices, ni su bigote cuidadosamente recortado
y sobre todo su pelo, y sobre todo su sonrisa —secretos, secretos, cosmético y paciencia—.
Había que verle, efectuada una venta, lanzar su brazo al aire abriendo su mano
como un paracaídas, indicar la caja con un aire tal de propietario y triunfo
que todos mirábamos un poco asombrados hasta que al ver la sonrisa triste, cohibida
y resignada de la cajera salíamos del comercio con un satisfactorio "i Ah,
vamos!" muestra complaciente de nuestra comprensión.
Conseguí que
viniera un domingo por la tarde a merendar conmigo, aprovechando una de las oportunidades
escasas en que el empleado tuvo que acompañar al jefe en un corto viaje de
negocios
(¡Ay, por qué
no seré uno de esos maravillosos novelistas que florecieron treinta años ha
para contaros con todas minucias, las obscenas sobre todo, la historia de esta insignificante
muchachita, veríais cómo la vendió su madre —¡santa indignación!— al antenombrado
y digno empleado contra promesa solemne de eterno empleo de cajera y “quién sabe
si de algo más, si el día menos pensado me establezco”!)
Merendamos
sin alegría —esa alegría que desaparece cuando al ir con una mujer a la cual aun
inconscientemente se desea llegamos a saber que es posesa de otro—. Hablé, ella,
pobrecita, qué iba a decir con sus ojitos de pez, y al despedirnos musitó: “¿Me permite que le dé
un beso?”, como recobrara un sentido de la vida que me había hacia horas abandonado
y ella me humedeciera las mejillas, le cogí la cabeza y le planté decidido un
beso fuerte en la boca; siempre recordaré la impresión angustiosa de esos labios
fríos, viscosos y anhelantes. ¡Sí que era aljófar lo que asomaba en sus tristes
ojitos de pez!
Pudo una vez
venir a cenar conmigo; solo comió pescado —no estaba alegre, no— y hubieseis
debido ver cómo chupaba las ostras —verdes, blancas, negras y cómo brillaban— y
cómo descaparazonaba los langostinos y conto latían furtivos su cola entre sus
labios, y qué delicadamente envolvía en el armiño de la salsa la rosada turgencia
de las truchas y cómo bailaban a su alrededor las lubinas, los congrios, las merluzas,
las aristocráticas sardinas, plata y azur, y un sin fin de pescados para mí
desconocidos, aplastados, cortos, largos, blancos, grises, rojos, negros que,
si fuese uno de esos anteañorados novelistas cogiera un diccionario y os
asombrara con mi saber de marinero.
Llegó, como
llegan los frutos, el blanco verano y el digno dependiente de mercader llevó su
cajera al mar cajoncitos del corazón— ¡cómo corría aquel año la playa por la orilla
del mar y cómo saltaba encima de los roquedos para continuar bordando firme hasta
aquel recoveco, que era el fin del mundo!
i Cómo la
sacudió el mar! Y cómo se sintió suya. Ya no oía cómo gritaba la sombrilla de
su madre, ni los velludos brazos del galán, cómo moría la tierra, conchita de
mar, y cómo se diseminaba el pecho por las aguas todas, ¡y nadaba, sí, nadaba
sin saber!
Sirena de la
caja, ya no tomarás resignada los dineros, que te fuistes con tus hermanas a
bailarle el coro al viejo dios del mar Cómo bailaba loca, nuevecita tu cola y
cómo te revolvías ligera sin saber todavía la alegría de tu vida nueva, sirenita
de la mar.”
Max Aub
Publicado en Alfar, nº60
La Coruña
08-09 de 1926
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