José Bódalo en el papel de Almudena |
“La propensión a la mentira es una estrategia de supervivencia que
iguala a antiguos ricos tronados y a pobres sin más esperanza que la de ir
tirando de un día para otro a costa de trabajos ínfimos o de limosnas, en un
país donde no parece que haya señales de economía productiva ni de esa
burguesía emprendedora a la que hubiera correspondido una tarea de
modernización semejante a la de Francia o Inglaterra. El único burgués
pasablemente solido de Misericordia
es un comerciante jubilado que se dedicó más al contrabando y a la trampa que
al verdadero comercio, y que ocupa su vejez en devociones de beato y limosnas
mezquinas de hidalgo antiguo. El dinero, cuando abunda, procede de las rentas
de fincas lejanas que reciben propietarios absentistas dedicados a la
ostentación y la holgazanería en Madrid. El gasto no se concibe como inversión
productiva sino como despilfarro suntuario. Por esa ciudad de mendigos y
espectros que ya casi parece la de Luces
de bohemia pululan casi en exclusiva curas, chupatintas, boticarios,
criados, mendigos, o personas dedicadas a oficios que existían idénticos en el
Madrid de los Austrias, (…) En ese pasaje de finales del siglo XIX que podía
ser de doscientos años atrás, los únicos signos de la era industrial son la
fábrica del gas que se levanta en los arrabales del sur, una bicicleta y una
máquina de coser Singer. (…)
Frasquito Ponte es la caricatura fósil de la desmayada clase media
que no tuvo empeño ni coraje para sostener la revolución de 1868. (…) se
embelesa a sí mismo con sus propias rememoraciones, en gran parte sin duda inventadas,
al mismo tiempo que va cayendo tan sórdidamente en la vejez y en la miseria que
ya no tiene ni para pagar un albergue ínfimo y se ve forzado a dormir con los
pordioseros de la calle.
Pero
los que nunca han tenido nada no son menos propensos a la fantasía (…) Y no es
azar que el soñador más fértil sea también el que por estar ciego tiene más
difícil el conocimiento de lo real, y por ser extranjero y mendigo se encuentra
en la situación más extrema de marginalidad: el ciego Almudena o Mordejai (…) en
una de las escenas cruciales de Misericordia
el ciego Almudena cuenta sus fantasías y las aventuras de su vida en un café de
indigentes de los barrios bajos de Madrid. Mientras dura la narración, Benina,
la Petra y la Diega se toman un descanso en el afán perpetuo y angustioso de
buscarse la vida, y la acción de la novela queda en suspenso. Y Benina, a pesar
de su sentido práctico, de su capacidad de trabajo, de su juicio certero, casi
sucumbe a la credulidad de lo imposible…”
La gran ventana de
Galdós
Antonio Muñoz
Molina
« ¿Pero tú
ves algo, Almudena? (…)
Explicó que
distinguía las masas de obscuridad en medio de la luz: esto por lo tocante a
las cosas del mundo de acá. Pero en lo de los mundos misteriosos que se
extienden encima y debajo, delante y detrás, fuera y dentro del nuestro, sus
ojos veían claro, cuando veían, mismo
como vosotras ver migo. Bueno: pues se le aparecieron dos ángeles, y como
no era cosa de aparecérsele para no decir nada, dijéronle que venían de parte
del Rey de baixo terra con una
embajada para él. El señor Samdai
tenía que hablarle, para lo cual era preciso que se fuese mi hombre al matadero
por la noche, que estuviese allí quemando ilcienso,
y rezando en medio de los despojos de reses y charcos de sangre, hasta las doce
en punto, hora invariable de la entrevista. No hay que añadir que los ángeles
se marcharon con viento fresco en cuanto dieron conocimiento de su mensaje a
Mordejai, y este cogió sus trebejos de sahumar, la pipa, la ración de cáñamo en un papel, y se fue caminito
del matadero: el largo plantón que le esperaba, se le haría menos aburrido
fumando.
Allí se
estuvo, sentado en cuclillas, aspirando los vahos olorosos del sahumerio, y
fumando pipa tras pipa, hasta que llegó la hora, y lo primerito que vio fue un
par de perros, más grandes que el cameio,
brancos, con ojos de fuego. Él, Mordejai, mocha medo, un medo que
le quitaba el respirar. Vino después un arregimiento
de jinetes con mucho cantorio, galas mochas;
luego empezó a caer lluvia espesísima de arena y piedras, tanto, tanto, que se
vio enterrado hasta el pescuezo... y no respiraba. Cada vez más medo... Por encima de toda aquella
escoria pasó velocísimo otro escuadrón de jinetes, dando al viento los blancos
alquiceles, y sin cesar disparando tiros. Siguió un diluvio de culebras y alcranes, que caían silbando y
enroscándose. El pobre ciego se moría de medo,
sintiéndose envuelto en la horrorosa nube de inmundos animales... Pero luego
vinieron hombres y mujeres a pie, en pausada procesión, todos con blancas
vestiduras, llevando en la mano canastillas y bateas de oro, y pisando sobre
flores, pues en rosas y azucenas se habían convertido mágicamente las
serpientes y alacranes, y en olorosas ramas de menta y laurel todo aquel
material llovido de arena cálida y puntiagudos guijarros.
Para no
cansar, apareció por fin el Rey, hermoso, con humana y divina hermosura, barba
larga y negra, aretes en las orejas, corona de oro que parecía tener por
pedrería el sol, la luna y las estrellas. Verde era su traje, que por lo fino
debía de ser obra de unas arañas muy pulidas que en los profundos senos de la
tierra tejen con hebras de fuego. El séquito de Samdai era tan vistoso y brillante que deslumbraba. Como le
preguntara la Petra si no venía también Su Majestad la Reina, quedose un
momento parado el narrador, recordando, y al fin dio cuenta de que vido también a la señora del Rey, pero
con la cara muy tapada, como la luna entre nubes, y por esta razón Mordejai no
pudo distinguirla bien. La Soberana vestía de amarillo, de un color así como
nuestros pensamientos cuando estamos entre alegres y tristes. Expresaba esto el
ciego con dificultad, supliendo las torpezas de su lenguaje con el juego
fisonómico de la convicción, y los mohines y gestos elocuentes.
Total: que a
una orden del Rey le fueron poniendo delante todas aquellas bateas y canastos
de oro que traían las mujeres de blanco vestidas. ¿Qué era? Pieldras de diversas clases, mochas, mochas, que pronto formaron
montones que no cabrían en ninguna casa: rubiles
como garbanzos, perlas del tamaño de huevos de paloma, tudas, tudas grandes, diamanta
fina en tal cantidad, que había para llenar de ellos sacos mochas, y con los sacos un carro de
mudanzas; esmeraldas como nueces y trompacios
como poño mío...
Oían esto las
tres mujeres embobadas, mudas, fijos los ojos en la cara del ciego,
entreabiertas las bocas. Al comienzo de la relación, no se hallaban dispuestas
a creer, y acabaron creyendo, por estímulo de sus almas, ávidas de cosas gratas
y placenteras, como compensación de la miseria bochornosa en que vivían. “
Misericordia
Benito Pérez Galdós
RAE, 2013 (pág. 101-103)
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