Una
tumba para Boris Davidovich
Danilo
Kis
El Acantilado, 2006
"Más vale
estar entre los perseguidos que entre los perseguidores". El hombre que en
1972 cerró una de sus novelas con esta frase protagonizó cuatro años más tarde
el escándalo literario más sonoro de la posguerra en Yugoslavia. El hombre se
llamaba Danilo Kiš, había nacido en
1935 en la frontera serbia con Hungría y, en 1976, publicó Una tumba para Boris Davidovich, un libro que le lanzó de cabeza al
pantano de los perseguidos. Como recordó Joseph
Brodsky en el prólogo que puso al frente de la obra cuando ésta se publicó
en Estados Unidos, los personajes de aquel libro -rumanos, ucranios e
irlandeses- no habían puesto un pie en Yugoslavia, pero las autoridades de
Belgrado se lo tomaron como un ataque intolerable. "No hay duda de que los
comunistas -para quienes Moscú es la Roma eterna- han percibido mi libro como
un sacrilegio", declaró Danilo Kiš.
El sacrilegio
consistía en reunir siete relatos que mostraban el choque (mortal) de sus
protagonistas con la "necesidad histórica". Y donde dice historia
vale decir sistema comunista. La curiosidad del caso reside en la sutileza de
los jerifaltes yugoslavos, que, para evitar todo tufo a fosfatina política,
acusaron a Kiš de plagio. Entre los supuestamente plagiados estaban Joyce y Borges, pero en la lista, entre cómica y patética, también tenían
un sitio, paradójicamente, otros dos perseguidos: Alexander Solzhenitsin y Nadezhda
Mandelstam. Haciendo buena la frase de que nadie se preocupa tanto por los
poetas como los dictadores, los críticos en nómina empezaron hablando del libro
como "un collar de perlas robadas" y terminaron compitiendo por
colocar el título más ingenioso y macabro al frente de sus ataques. El concurso
lo ganó éste: "Una tumba para Danilo Kiš".
En cierto
sentido, aquella mezcla entre crítica literaria y fiscalía del Estado había
dado en el clavo, porque la obra de Kiš habla, sobre todas las cosas, de la
muerte. Sin metáforas. "La historia que sigue a continuación, una historia
que nació de la sospecha y de la duda, tiene la única desgracia (que algunos
llaman suerte) de ser verdadera". Así reza la primera línea de Una tumba
para Boris Davidovich que -traducida por Nevenka
Vasiljevic y acompañada por el prólogo estadounidense de Brodsky- recupera
ahora la editorial Acantilado. (…) un autor que, con más prestigio que lectores (…),
fue, sobre todas las cosas, un exiliado. Y un superviviente. Criado, como decía
él mismo, entre tres religiones -la judía, la ortodoxa y la católica- y dos
lenguas -la serbocroata y la húngara-, Kiš fue testigo con siete años de la
masacre de judíos serbios a manos de fascistas húngaros durante la II Guerra
Mundial. Con 10, recibió la noticia de que su padre, superviviente de la
matanza de Novi Sad, había muerto en Auschwitz. Ese hecho daría lugar a una
célebre trilogía formada por Jardín, ceniza;
Penas precoces y El reloj de arena. Este último,
publicado en 1972, abrió las puertas al nuevo Danilo Kiš, consciente para
siempre de que los escritores alimentan la falsa impresión de que mientras
crean su mundo, están cambiando el mundo. Siempre pendiente de las víctimas
inmoladas en el altar de las ideologías, su obra se convirtió en una suerte de
ficción documental hecha de textos fragmentarios que mezclan con crudeza la
sangre y la poesía: "Los documentos que utilizamos se expresan con el
terrible lenguaje de los hechos y en ellos la palabra alma tiene un deje
blasfemo", dice el narrador de uno de sus relatos.
Asentado en
Francia, a Danilo Kiš le tocó vivir allí la incomprensión de una
"izquierda-caviar" a la que ponía nerviosa la sola mención del Gulag
soviético. Fue en París y no en Belgrado donde se desencantó de la política.
"No te fíes de las estadísticas, de las cifras, de las declaraciones
públicas: la realidad es aquello que no se ve a simple vista", escribió en
sus Consejos a un joven escritor. ¿Y
qué es la realidad? "La realidad es la hierba que crece y los pies que la
pisan". Danilo Kiš no llegó a contemplar la caída del muro de Berlín.
Murió unas semanas antes, en octubre de 1989. Padecía cáncer. Tenía 54 años.
Hay quien dice que se suicidó.”
Javier Rodríguez
Marcos
El País
21/12/2006
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