“—Sólo para
que quede claro, Adam. ¿Comprendes que me corresponde a mí sola decidir lo que
es mejor para tus intereses? Si sentenciara que el hospital puede realizarte
una transfusión legalmente, en contra de tus deseos, ¿qué pensarías?
Él se había
incorporado, respiraba con dificultad y pareció flaquear un poco ante esta
pregunta, pero sonrió.
—Pensaría que
su señoría es una entrometida.
Fue un cambio
de registro tan inesperado, tan absurdamente comedido, y la sorpresa de ella
fue tan obvia para él que los dos se echaron a reír. Marina, que en aquel
momento estaba recogiendo su bolso y su cuaderno, pareció perpleja.
Fiona consultó
su reloj, esta vez abiertamente. Dijo:
—Creo que has
dejado bien claro que sabes lo que quieres, tan bien como cualquiera de
nosotros.
Él dijo, con
la debida solemnidad:
—Gracias. Se
lo diré a mis padres esta noche. Pero no se vaya. Todavía no me han traído la
cena. ¿Le leo otro poema?
—Adam, tengo
que volver al juzgado —dijo ella. Pero se esforzó en desviar la conversación
del estado del chico. Vio el arco que descansaba encima de la cama,
parcialmente en la sombra—. Deprisa, antes de que me vaya, enséñame el violín.
El estuche
estaba en el suelo, debajo de la cama, junto a una taquilla. Fiona lo recogió y
se lo puso encima de las rodillas.
—Es sólo un
violín de aprendizaje, para principiantes —dijo él, pero lo sacó del estuche
con sumo cuidado, se lo mostró y los dos admiraron la sinuosidad de la madera,
de un color castaño ribeteado de negro, y las delicadas curvas de la tapa.
Fiona puso la
mano en la superficie lacada y acercó a la suya la de Adam. Dijo:
—Son
instrumentos preciosos. Siempre pienso que en su forma hay algo muy humano.
Él extendió
la mano hacia la taquilla para coger el método de violín para principiantes.
Ella no había tenido intención de pedirle que tocara, pero no pudo frenarle. Su
enfermedad, su afán inocente le hacían inexpugnable.
—Llevo cuatro
semanas exactas aprendiendo y sé tocar diez canciones.
Esta
jactancia también impedía disuadirle. Pasaba páginas impacientemente. Fiona
miró hacia Marina y se encogió de hombros.
—Pero ésta es
la más difícil. Dos sostenidos. En re mayor.
Fiona miraba
la partitura en posición invertida.
—Podría ser
sólo en si menor.
Él no la oyó.
Se estaba ya incorporando, con el violín encajado debajo de la barbilla, y sin
hacer una pausa para afinar las cuerdas empezó a tocar. Ella conocía bien
aquella melodía triste y hermosa, un aire tradicional irlandés. Había
acompañado a Mark Berner en la versión que Benjamin Britten había hecho del
poema de Yeats «Down by the Salley
Gardens». Era uno de sus bises. Adam lo tocó chirriando,
sin vibrato, por supuesto, pero el tono de las notas era el correcto, aunque se
equivocó en dos o tres. La melancólica canción y la manera en que la tocó, tan optimista,
tan tosca, expresaba todo lo que ella comenzaba a comprender del chico. Se sabía
de memoria las palabras de añoranza del poeta… Pero yo era joven e insensato… Escuchar a Adam le produjo tanta
emoción como desconcierto. Aprender a tocar el violín, o cualquier otro
instrumento, era un acto de esperanza, implicaba un futuro.
Cuando Adam
terminó, ella y Marina aplaudieron y él hizo una torpe reverencia desde la
cama.
—¡Magnífico!
—¡Fantástico!
—¡Y en sólo
cuatro semanas!
Para contener
la emoción que la embargaba, Fiona añadió un comentario técnico:
—Recuerda que
en este tono el do es sostenido.
—Ah, sí. Hay
que pensar en muchas cosas a la vez.
Entonces ella
le hizo una propuesta muy alejada de las que habría esperado de sí misma y que
entrañaba el riesgo de socavar su autoridad. Quizá la situación, y la
habitación misma, aislada del mundo, en penumbra permanente, había propiciado
una actitud de abandono, pero sobre todo fue la interpretación de Adam, su aire
de entrega esforzada, los sonidos chirriantes e inexpertos que arrancaba, tan
expresivos de un anhelo cándido, lo que la conmovió profundamente y la incitó a
formular una sugerencia impulsiva.
—Tócala otra
vez y te acompaño cantando.
Marina se
levantó, frunciendo el ceño, quizá preguntándose si debía intervenir. Adam
dijo:
—No sabía que
tenía letra.
—Oh, sí, dos
estrofas muy bonitas.
Él se llevó
el violín a la barbilla, con una solemnidad cautivadora, y alzó la mirada hacia
ella. Cuando empezó a tocar, a Fiona le complació sentir la facilidad con que
llegaba a las notas más altas. Siempre había estado secretamente orgullosa de
su voz y nunca había tenido muchas ocasiones de lucirla fuera del coro del
Gray’s Inn, cuando todavía formaba parte del mismo. Esta vez el violinista
recordó el do sostenido. En la primera estrofa los dos fueron a tientas, casi como
disculpándose, pero en la segunda se cruzaron sus miradas y, olvidando por completo
a Marina, que ahora estaba de pie junto a la puerta, Fiona elevó la voz y el
desmañado arqueo de Adam se volvió más osado, y acometieron el acento afligido
del lamento que vuelve la vista atrás.
Estábamos
junto al río mi amor y yo en un campo,
y en mi
hombro inclinado ella posó su mano de nieve.
Me pidió que
tomara la vida con calma,
tal como la
hierba crece en las riberas;
pero yo era
joven e insensato y ahora soy todo llanto.
Cuando
acabaron, el mozo de la chaqueta marrón estaba empujando el carro dentro de la
habitación y las tapas de los platos de acero pulido producían un tintineo
alegre. Marina se había ido al puesto de las enfermeras. Adam dijo:
—«En mi hombro
inclinado» es bonito, ¿verdad? Vamos a tocarlo otra vez.
Fiona movió
la cabeza mientras le quitaba el instrumento y lo guardaba en su estuche.
—«Me pidió
que tomara la vida con calma» —le citó.
—Quédese sólo
un poquito. Por favor.—
Adam, de
verdad tengo que irme ya.
—Entonces
deme su email.
—Señora Jueza
Maye, Reales Tribunales de Justicia, el Strand. Me llegarán.
Descansó la
mano brevemente en la muñeca estrecha y fría de Adam y después, como no quería
oír ninguna otra protesta o súplica, se dirigió a la puerta sin mirar atrás y
desoyó la pregunta que él hizo débilmente tras ella.
—¿Volverá?”
La ley del menor
Ian McEwan
Anagrama, 2015
pág. 116-120
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