20 d’oct. 2016

el llibre del mes, la cançó



“—Sólo para que quede claro, Adam. ¿Comprendes que me corresponde a mí sola decidir lo que es mejor para tus intereses? Si sentenciara que el hospital puede realizarte una transfusión legalmente, en contra de tus deseos, ¿qué pensarías?
Él se había incorporado, respiraba con dificultad y pareció flaquear un poco ante esta pregunta, pero sonrió.
—Pensaría que su señoría es una entrometida.
Fue un cambio de registro tan inesperado, tan absurdamente comedido, y la sorpresa de ella fue tan obvia para él que los dos se echaron a reír. Marina, que en aquel momento estaba recogiendo su bolso y su cuaderno, pareció perpleja.
Fiona consultó su reloj, esta vez abiertamente. Dijo:
—Creo que has dejado bien claro que sabes lo que quieres, tan bien como cualquiera de nosotros.
Él dijo, con la debida solemnidad:
—Gracias. Se lo diré a mis padres esta noche. Pero no se vaya. Todavía no me han traído la cena. ¿Le leo otro poema?
—Adam, tengo que volver al juzgado —dijo ella. Pero se esforzó en desviar la conversación del estado del chico. Vio el arco que descansaba encima de la cama, parcialmente en la sombra—. Deprisa, antes de que me vaya, enséñame el violín.
El estuche estaba en el suelo, debajo de la cama, junto a una taquilla. Fiona lo recogió y se lo puso encima de las rodillas.
—Es sólo un violín de aprendizaje, para principiantes —dijo él, pero lo sacó del estuche con sumo cuidado, se lo mostró y los dos admiraron la sinuosidad de la madera, de un color castaño ribeteado de negro, y las delicadas curvas de la tapa.
Fiona puso la mano en la superficie lacada y acercó a la suya la de Adam. Dijo:
—Son instrumentos preciosos. Siempre pienso que en su forma hay algo muy humano.
Él extendió la mano hacia la taquilla para coger el método de violín para principiantes. Ella no había tenido intención de pedirle que tocara, pero no pudo frenarle. Su enfermedad, su afán inocente le hacían inexpugnable.
—Llevo cuatro semanas exactas aprendiendo y sé tocar diez canciones.
Esta jactancia también impedía disuadirle. Pasaba páginas impacientemente. Fiona miró hacia Marina y se encogió de hombros.
—Pero ésta es la más difícil. Dos sostenidos. En re mayor.
Fiona miraba la partitura en posición invertida.
—Podría ser sólo en si menor.
Él no la oyó. Se estaba ya incorporando, con el violín encajado debajo de la barbilla, y sin hacer una pausa para afinar las cuerdas empezó a tocar. Ella conocía bien aquella melodía triste y hermosa, un aire tradicional irlandés. Había acompañado a Mark Berner en la versión que Benjamin Britten había hecho del poema de Yeats «Down by the Salley Gardens». Era uno de sus bises. Adam lo tocó chirriando, sin vibrato, por supuesto, pero el tono de las notas era el correcto, aunque se equivocó en dos o tres. La melancólica canción y la manera en que la tocó, tan optimista, tan tosca, expresaba todo lo que ella comenzaba a comprender del chico. Se sabía de memoria las palabras de añoranza del poeta… Pero yo era joven e insensato… Escuchar a Adam le produjo tanta emoción como desconcierto. Aprender a tocar el violín, o cualquier otro instrumento, era un acto de esperanza, implicaba un futuro.
Cuando Adam terminó, ella y Marina aplaudieron y él hizo una torpe reverencia desde la cama.
—¡Magnífico!
—¡Fantástico!
—¡Y en sólo cuatro semanas!
Para contener la emoción que la embargaba, Fiona añadió un comentario técnico:
—Recuerda que en este tono el do es sostenido.
—Ah, sí. Hay que pensar en muchas cosas a la vez.
Entonces ella le hizo una propuesta muy alejada de las que habría esperado de sí misma y que entrañaba el riesgo de socavar su autoridad. Quizá la situación, y la habitación misma, aislada del mundo, en penumbra permanente, había propiciado una actitud de abandono, pero sobre todo fue la interpretación de Adam, su aire de entrega esforzada, los sonidos chirriantes e inexpertos que arrancaba, tan expresivos de un anhelo cándido, lo que la conmovió profundamente y la incitó a formular una sugerencia impulsiva.
—Tócala otra vez y te acompaño cantando.
Marina se levantó, frunciendo el ceño, quizá preguntándose si debía intervenir. Adam dijo:
—No sabía que tenía letra.
—Oh, sí, dos estrofas muy bonitas.
Él se llevó el violín a la barbilla, con una solemnidad cautivadora, y alzó la mirada hacia ella. Cuando empezó a tocar, a Fiona le complació sentir la facilidad con que llegaba a las notas más altas. Siempre había estado secretamente orgullosa de su voz y nunca había tenido muchas ocasiones de lucirla fuera del coro del Gray’s Inn, cuando todavía formaba parte del mismo. Esta vez el violinista recordó el do sostenido. En la primera estrofa los dos fueron a tientas, casi como disculpándose, pero en la segunda se cruzaron sus miradas y, olvidando por completo a Marina, que ahora estaba de pie junto a la puerta, Fiona elevó la voz y el desmañado arqueo de Adam se volvió más osado, y acometieron el acento afligido del lamento que vuelve la vista atrás.

Estábamos junto al río mi amor y yo en un campo,
y en mi hombro inclinado ella posó su mano de nieve.
Me pidió que tomara la vida con calma,
tal como la hierba crece en las riberas;
pero yo era joven e insensato y ahora soy todo llanto.

Cuando acabaron, el mozo de la chaqueta marrón estaba empujando el carro dentro de la habitación y las tapas de los platos de acero pulido producían un tintineo alegre. Marina se había ido al puesto de las enfermeras. Adam dijo:
—«En mi hombro inclinado» es bonito, ¿verdad? Vamos a tocarlo otra vez.
Fiona movió la cabeza mientras le quitaba el instrumento y lo guardaba en su estuche.
—«Me pidió que tomara la vida con calma» —le citó.
—Quédese sólo un poquito. Por favor.—
Adam, de verdad tengo que irme ya.
—Entonces deme su email.
—Señora Jueza Maye, Reales Tribunales de Justicia, el Strand. Me llegarán.
Descansó la mano brevemente en la muñeca estrecha y fría de Adam y después, como no quería oír ninguna otra protesta o súplica, se dirigió a la puerta sin mirar atrás y desoyó la pregunta que él hizo débilmente tras ella.
—¿Volverá?”


La ley del menor
Ian McEwan
Anagrama,  2015
pág. 116-120 


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