“A mí me dijeron en Madrid, nada más entrar en la revista, que si
quería aprender en serio y foguearme con esta profesión en la que había que
buscarle las medidas a cada palabra, lo mejor era irse de corresponsal a las
colonias. Y me enviaren a Guinea. No me costo entender que nadie en la
redacción tenía ganas de visitar el trópico y habían llegado instrucciones
exactas desde el ministerio de información para que dedicásemos algunas
exclusivas a nuestros territorios africanos, porque empezaban a sonar en Europa
voces preocupantes en cuanto a la emancipación de los pueblos indígenas.
Evidentemente yo era un pardillo, y estaba, sobre todo, inquieto por las
terribles enfermedades de las que había oído hablar. Por alguna razón que no me
explicaron, el barco atraco en el continente, y no en la isla de Fernando Poo,
que en realidad constituía mi destino y donde me esperaban los contactos que se
habían establecido desde la revista. Así que no tuve más remedio que alojarme
en un hotel de Bata durante varias semanas y buscar un tema interesante con el
que arreglar un primer reportaje. Entonces me enteré de la inminente ejecución
de siete reos de canibalismo. Y me pareció un asunto que merecía la pena.
Yo no había asistido nunca a un ahorcamiento, ni a ninguna de las formas
protocolarias con que se da muerte a un hombre, pero el lugar y la escena me resultaron
muy precarias, como si alguien lo hubiera improvisado o no se molestase en
guardar una mínima apariencia de un acto que siempre consideré trascendental,
el rito de quitarle oficialmente la vida a un semejante. Aunque ahí residía sin
duda el motivo: ni un solo blanco en Guinea se había planteado nunca que un
negro fuese su prójimo, y por eso se les negaban los derechos que, en aquella época,
habían comenzado a reclamar en las colonias vecinas. Como ya dije antes, yo era
un pardillo y, por tanto, podía pensar como tal, no residía en Guinea, solo
estaba de visita, pero tampoco era tan ingenuo como para expresar estás ideas
en público. Con la mirada todavía limpia, recién bañada en ciertas utopías
europeas, vi la rama robusta de un árbol enorme de la que pendían siete lazos
de soga, y un estrado rudimentario a manera de patíbulo; vi a un grupo pequeño
de nativos perplejos, quejosos e implorantes, supongo que se trataba de
parientes de los que iban a ser ejecutados; vi a unos cuantos colonos, jóvenes,
que se tomaban a broma todo aquello, e incluso se divirtieron mucho con las
últimas protestas de los reos que insistían en su inocencia; vi a los
representantes de las autoridades, con aire aburrido y abanicándose por el
calor, hartos de que el cumplimiento de la sentencia tuviera que demorarse
tanto. Me dispuse a sacar algunas fotos y, mientras preparaba la máquina, un guardia
colonial gigantesco se interpuso y me dijo:
—Acompáñeme.
La hipótesis de que yo pertenecía al clan de los patronos españoles
y el a la tribu de los subordinados aborígenes no hizo que se me quitara la
sensación de pánico. Y desde luego la orden no había sonado respetuosa, más
bien conminatoria. Recordé de inmediato que me encontraba a miles de kilómetros
de la península, en un lugar rodeado de selvas y mucha tierra aun incógnita, en
el momento en que iban a ahorcar a caníbales, ¡caníbales!, y me sentí la
criatura más frágil que habitaba el planeta. Seguí dócilmente al guardia colonial
que me condujo a un rincón en sombra en el que permanecía sentado, con una
buena jarra de bebida fresca sobre una mesita, un hombre de edad más avanzada
que mediana, español aunque sin acento reconocible. Ni me invito a sentarme ni
propuso compartir conmigo un trago del contenido de aquella jarra en cuyo
interior, de vez en cuando, se oía crepitar el hielo. Dijo:
-¿Es usted el periodista que envían de La España Moderna?
Era evidente que no esperaba respuesta. Su pregunta quería
transmitirme que se hallaba perfectamente informado de lo que ocurría en su
terreno. Así que continuo hablando por su cuenta.
—La España Moderna es una revista de prestigio, y somos varios
aquí los que estamos suscritos. No pierda el tiempo con estos sucesos que
pueden ofrecer una idea equivocada de la Guinea española. Hágame caso y deje
las cosas de los salvajes para los salvajes. Le mostraré lo que es la auténtica
civilización en una colonia próspera.
Y a continuación se levantó y me indico el camino hacia su
vehículo que estaba aparcado cerca de la carretera principal. Mientras obedecía
mansamente, miré de reojo hacia el árbol donde oscilaba ya el primer ahorcado.
Mi guía impuesto, cuyo nombre averigüé más tarde gracias a que todos los
residentes españoles le saludaban como Don Samuel, me paseó durante varios días
por el Club Náutico, un par de granjas modélicas con peones sumisos y muy contentos,
una fiesta en honor de la Sección Femenina, e incluso una catequesis en la que niñas
negras, enfundadas en batines blanquísimos y almidonados, recitaban las
delicias de la doctrina con el entusiasmo con que habrían saboreado caramelos
de miel y azúcar. Fui manejado sin disimulo como el pardillo mas pardillo que
había puesto los pies en la colonia, y yo era consciente de la facilidad con
que me sometía, a cambio de sonrisas, palmaditas en la espalda, banquetes
descomunales, y el alivio de no representar una amenaza para quienes me habían
rescatado de aquel espectáculo desagradable, “la hora del escarmiento” como lo
llamaba el propio Don Samuel, que hacia enmudecer de inmediato a cualquiera que
viniese, en mi presencia, con el rumor de puñados de guineanos encarcelados por
haberse presentado como caníbales en las comisarías de distrito. En la revista
recibieron satisfactoriamente mi crónica de la encantadora vida social en
Guinea, y de la magnífica labor que se realizaba con los nativos tan agradecidos
a sus benefactores; el mismo director me felicito y me comunico que le habían
enviado elogios por mi talento algunas de las personalidades más influyentes de
la colonia.”
El río de una sola orilla. Guinea, del crimen del río Etumbe a la
independencia.
José Antonio López Hidalgo
Editorial Cal·ligraf, 2015
Pág. 116-120
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