8 d’oct. 2016

El río de una sola orilla, y 4

“A mí me dijeron en Madrid, nada más entrar en la revista, que si quería aprender en serio y foguearme con esta profesión en la que había que buscarle las medidas a cada palabra, lo mejor era irse de corresponsal a las colonias. Y me enviaren a Guinea. No me costo entender que nadie en la redacción tenía ganas de visitar el trópico y habían llegado instrucciones exactas desde el ministerio de información para que dedicásemos algunas exclusivas a nuestros territorios africanos, porque empezaban a sonar en Europa voces preocupantes en cuanto a la emancipación de los pueblos indígenas. Evidentemente yo era un pardillo, y estaba, sobre todo, inquieto por las terribles enfermedades de las que había oído hablar. Por alguna razón que no me explicaron, el barco atraco en el continente, y no en la isla de Fernando Poo, que en realidad constituía mi destino y donde me esperaban los contactos que se habían establecido desde la revista. Así que no tuve más remedio que alojarme en un hotel de Bata durante varias semanas y buscar un tema interesante con el que arreglar un primer reportaje. Entonces me enteré de la inminente ejecución de siete reos de canibalismo. Y me pareció un asunto que merecía la pena.
Yo no había asistido nunca a un ahorcamiento, ni a ninguna de las formas protocolarias con que se da muerte a un hombre, pero el lugar y la escena me resultaron muy precarias, como si alguien lo hubiera improvisado o no se molestase en guardar una mínima apariencia de un acto que siempre consideré trascendental, el rito de quitarle oficialmente la vida a un semejante. Aunque ahí residía sin duda el motivo: ni un solo blanco en Guinea se había planteado nunca que un negro fuese su prójimo, y por eso se les negaban los derechos que, en aquella época, habían comenzado a reclamar en las colonias vecinas. Como ya dije antes, yo era un pardillo y, por tanto, podía pensar como tal, no residía en Guinea, solo estaba de visita, pero tampoco era tan ingenuo como para expresar estás ideas en público. Con la mirada todavía limpia, recién bañada en ciertas utopías europeas, vi la rama robusta de un árbol enorme de la que pendían siete lazos de soga, y un estrado rudimentario a manera de patíbulo; vi a un grupo pequeño de nativos perplejos, quejosos e implorantes, supongo que se trataba de parientes de los que iban a ser ejecutados; vi a unos cuantos colonos, jóvenes, que se tomaban a broma todo aquello, e incluso se divirtieron mucho con las últimas protestas de los reos que insistían en su inocencia; vi a los representantes de las autoridades, con aire aburrido y abanicándose por el calor, hartos de que el cumplimiento de la sentencia tuviera que demorarse tanto. Me dispuse a sacar algunas fotos y, mientras preparaba la máquina, un guardia colonial gigantesco se interpuso y me dijo:
—Acompáñeme.
La hipótesis de que yo pertenecía al clan de los patronos españoles y el a la tribu de los subordinados aborígenes no hizo que se me quitara la sensación de pánico. Y desde luego la orden no había sonado respetuosa, más bien conminatoria. Recordé de inmediato que me encontraba a miles de kilómetros de la península, en un lugar rodeado de selvas y mucha tierra aun incógnita, en el momento en que iban a ahorcar a caníbales, ¡caníbales!, y me sentí la criatura más frágil que habitaba el planeta. Seguí dócilmente al guardia colonial que me condujo a un rincón en sombra en el que permanecía sentado, con una buena jarra de bebida fresca sobre una mesita, un hombre de edad más avanzada que mediana, español aunque sin acento reconocible. Ni me invito a sentarme ni propuso compartir conmigo un trago del contenido de aquella jarra en cuyo interior,  de vez en cuando,  se oía crepitar el hielo. Dijo:
-¿Es usted el periodista que envían de La España Moderna?
Era evidente que no esperaba respuesta. Su pregunta quería transmitirme que se hallaba perfectamente informado de lo que ocurría en su terreno. Así que continuo hablando por su cuenta.
—La España Moderna es una revista de prestigio, y somos varios aquí los que estamos suscritos. No pierda el tiempo con estos sucesos que pueden ofrecer una idea equivocada de la Guinea española. Hágame caso y deje las cosas de los salvajes para los salvajes. Le mostraré lo que es la auténtica civilización en una colonia próspera.
Y a continuación se levantó y me indico el camino hacia su vehículo que estaba aparcado cerca de la carretera principal. Mientras obedecía mansamente, miré de reojo hacia el árbol donde oscilaba ya el primer ahorcado. Mi guía impuesto, cuyo nombre averigüé más tarde gracias a que todos los residentes españoles le saludaban como Don Samuel, me paseó durante varios días por el Club Náutico, un par de granjas modélicas con peones sumisos y muy contentos, una fiesta en honor de la Sección Femenina, e incluso una catequesis en la que niñas negras, enfundadas en batines blanquísimos y almidonados, recitaban las delicias de la doctrina con el entusiasmo con que habrían saboreado caramelos de miel y azúcar. Fui manejado sin disimulo como el pardillo mas pardillo que había puesto los pies en la colonia, y yo era consciente de la facilidad con que me sometía, a cambio de sonrisas, palmaditas en la espalda, banquetes descomunales, y el alivio de no representar una amenaza para quienes me habían rescatado de aquel espectáculo desagradable, “la hora del escarmiento” como lo llamaba el propio Don Samuel, que hacia enmudecer de inmediato a cualquiera que viniese, en mi presencia, con el rumor de puñados de guineanos encarcelados por haberse presentado como caníbales en las comisarías de distrito. En la revista recibieron satisfactoriamente mi crónica de la encantadora vida social en Guinea, y de la magnífica labor que se realizaba con los nativos tan agradecidos a sus benefactores; el mismo director me felicito y me comunico que le habían enviado elogios por mi talento algunas de las personalidades más influyentes de la colonia.”

El río de una sola orilla. Guinea, del crimen del río Etumbe a la independencia.
José Antonio López Hidalgo
Editorial Cal·ligraf, 2015
Pág. 116-120



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