Entrevista a Ian McEwan
Por Luis Alemany, 22/10/2015
Pregunta: Al final de la novela, se describe a Fiona como
una chica que siempre respetó las normas y las instituciones y que por eso
estudió Derecho. Y ahí me acordé de que Christopher Hitchens y Salman Rushdie
lo retratan a usted exactamente así en sus libros de memorias: el buen chico de
la pandilla que nunca fue un revolucionario...
Respuesta: No fui nunca un revolucionario, es verdad. Sé que
a veces, las normas son estúpidas y merecen que rompamos con ellas. Pero
también creo que el hombre tiende a ser cruel, violento y egoísta y que para
convivir necesitamos leyes e instituciones lo más precisas posibles.
P:¿Y nunca ha querido ser osado y radical y sexy, como el guitarrista de esta
novela?
R: Oh, claro que sí. Vivir una vida loca y
desafiante... Lo que pasa es que si quieres romperlo todo, algo tienes que
llevar para poner sobre la mesa. No sé si es cuestión de que me voy haciendo
mayor, pero los revolucionarios que me interesan son los revolucionarios
intelectuales: Darwin, Copérnico, Einstein, ese tipo de revolucionarios.
P: De Fiona se dice también que tiende a sintetizar
las opiniones de la gente la rodea. Y eso tiene que ver con sus novelas. Si le
digo que en sus novelas uno siempre se encuentra con una idea y con su
contraria, justa y razonablemente expresadas...
R: A mí las novelas de ideas me fascinan. La visión
de la novela como la colisión entre dos ideas legítimas me atrae muchísimo. Por
ejemplo, en este caso, el conflicto entre los valores del mundo laico y los
derechos de una familia religiosa. Pero también sé que hay que tener cuidado
con las ideas, que las novelas necesitan piel y humanidad, personajes reales...
P: Si esta novela me hubiera llegado sin ningún nombre en la cubierta, quizá
hubiese adivinado que era una obra suya.
R: Eso me halaga mucho. Intento que cada historia sea completamente diferente
a la anterior, pero sé que una novela es una de las formas de arte más
personales e íntimas que existen y es imposible no dejar una huella personal en
ellas.
P: Me gustaría preguntarle por los días en los que no
le gusta el trabajo que ha hecho, lo que ha escrito. ¿Le ocurre a menudo?
R: Muy a menudo. Y hay algo irracional en ese
disgusto. Releo un párrafo, me doy cuenta de que no está bien y, de repente, me
siento escéptico hacia todo lo que he hecho, parece que no vale para nada.
También hay veces que ocurre lo contrario. Me gusta un párrafo y ya creo que
todo lo que he hecho es mucho mejor de lo que realmente es.
P: ¿Y qué suele fallar en un texto que no le convence?
R: Suele ser un problema de rigidez. Faltan nervios, fluidez para atacar los
ángulos...
P: Al leer Ley del menor lo primero que se piensa es que ser novelista y ser
juez son trabajos parecidos. Se toma a unos personajes en una situación
conflictiva y se les intenta llevar a un desenlace con sentido y justo, si
puede ser.
R: Son parecidos si obviamos el hecho de que nosotros no dictamos sentencias.
Cuando me puse a investigar para esta novela descubrí que había sentencias muy
bien escritas, sentencias en las que los motivos de las partes estaban
expuestos con mucha inteligencia y delicadeza. Se podían disfrutar como
lectura. Y, justo, en ese momento de placer lector, uno cae en que hay un drama
que afecta a gente real. Nosotros nos podemos permitir el lujo de no tener que
decidir sobre la vida de nadie.
P: ¿Nunca ha sentido que había sido injusto con algún personaje suyo?
R: No. No los juzgo.
P: ¿Diría que escribir una novela así, con un tema
complicado como la convivencia entre una sociedad laica y sus individuos
religiosos, le ha vuelto una persona más sabia?
R: Ser más sabio era el proyecto de mi vida. Ahora tengo sesenta y siete años
y me deslizo hasta convertirme en alguien menos sabio. Y así hasta la muerte...
Escribir una novela da placer pero no te vuelve más sabio. Todo lo que
desarrollas cuando escribes una novela ya lo tenías dentro de ti. Ojo, digo una
novela, no digo una biografía o un ensayo.
En el nudo de La ley del menor, Fiona, la jueza, visita a Adam, el chico
enfermo porque quiere tener una información de primera mano sobre cómo piensa,
qué idea más o menos romántica tiene de la muerte, si sabe el dolor que le
espera por no aceptar la transfusión, hasta que punto comprende los argumentos
de sus médicos... La escena está bellamente narrada, es casi reconfortante. La
pena es que más allá, no hay ningún final feliz esperando.
P: Hablé de esta novela con un amigo que es abogado y
profesor de Derecho. Le conté que la jueza visitaba al enfermo para tomar una
decisión y me dijo que no me engañara. Que esa jueza ya tenía la decisión
tomada pero que necesitaba hacer esa visita para justificarse a sí misma.
R: Por supuesto que sí. El fallo no es nada que vaya a sorprender a nadie,
ningún juez ampararía a un menor, por muchos diecisiete años y medio que tenga,
que rechazara una transfusión por motivos religiosos. Ninguno. Fiona hace lo
que tiene que hacer y, sí, claro, necesita construirse un relato que la
justifique.
P: ¿Le gusta el Derecho británico? En comparación con el que tenemos en el
continente, quiero decir.
R: Le veo una parte buena y una parte mala. Aquí el juez tiene un papel más
dirigido a investigar; no está tanto del lado del Estado y de la aplicación de
la ley, sino que hace su indagación... De todas formas, tengo la sensación de
que los dos modelos van en camino de encontrarse en un terreno común.
P: Mi amigo abogado dice que no le gusta mucho el
Derecho británico pero le encanta la representación de la Justicia y su imperio,
el sentido de formalidad. ¿Le es atractivo ese mundo antiguo de cortesías y
togas?
R: Lo encuentro un poco opresivo. Los jueces y los abogados en el Reino Unido
son casi una comunidad fuera de la sociedad. Son de clase media-alta, tienen
una buena educación... Son demasiado Oxford-Cambridge y no representan al
conjunto de la sociedad del Reino Unido. Pero supongo que eso también está
cambiando.
La trama paralela de La ley del menor tiene que ver con la vida personal de
Fiona. La jueza lleva toda su vida con Jack, un buen marido que, un día, le
dice que ya nunca hacen el amor, que él siente que se le pasa el tren y que
quiere tener una amante. No quiere romper con ella. Sólo quiere su permiso para
acostarse de vez en cuando con una chica a la que ha conocido no sé dónde.
P: ¿Siente simpatía por las razones de Jack?
R: Digamos que puedo entender la lógica de sus
sentimientos.
P: Sé que usted se divorció en los años noventa. ¿Le ve algún valor literario
a la historia de aquel divorcio?
R: Ninguno. Fue un momento bastante aburrido, no muy provechoso.
P: Hace poco entrevisté a Margaret Atwood por una novela, Nada se acaba.
R: Esa novela la conozco, es una historia estupenda.
P: Sí. Aquello iba sobre una pareja abierta en
Toronto, en 1979, ese tipo de líos. Y Atwood contaba que en aquella época todo
el mundo a su alrededor estaba obsesionado con el adulterio, con experimentar
nuevas formas de vida amorosa.
R: ¿En 1979, me ha dicho? A ver si me acuerdo: en 1979 yo no llevaba una vida
muy convencional. Estaba en Londres, iba dando vueltas, era todo un poco
inestable. Creo que me lo pasaba muy bien en esa época. Eran los años de
Thatcher y eso nos condicionaba, aunque sé que esa historia tampoco es gran
cosa comparado con lo que podía estar ocurriendo en España cuando murió Franco.
Me recuerdo a mí mismo hablando de la decadencia de instituciones como la
familia. Sentía que asistíamos al final de un modo de vida. Ahora veo las cosas
de una manera diferente, claro.
P: ¿Le sorprende pensar que los chicos de la generación de sus hijos han
llevado una vida más conservadora que la suya?
P: No. En el caso de mis hijos, lo veo con alivio. Me encanta comprobar que
son todos mucho más amables con sus padres que lo que éramos nosotros con los
nuestros. Tengo un hijo que es científico, trabaja como un animal. Bueno, los
dos trabajan como animales. Si el mundo estuviera lleno de gente como mis
hijos, todo iría mejor.
P: Una curiosidad: ¿esta es la primera novela suya en
la que la música tiene un papel tan importante?
R: Bueno, en Chesil Beach, la
chica era violinista. Y en Ámsterdam
había un compositor.
P: ¿Y qué le da la música a sus novelas?
R: La música es una pasión personal. Es la forma de arte que más respeto. Es
una cuestión de abstracción. Me encanta que la música no signifique nada y que,
precisamente por eso, pueda significarlo todo. Le diría que, en las novelas, la
música sirve para abrir a los personajes.
P: ¿Qué formas de arte le dejan indiferente?
R: Deje que piense... A veces, llego a ciudades en el
extranjero, voy al museo que haya allí y me veo en medio de una sucesión de
crucifixiones, madonnas y reyes magos que no me dicen nada. Uno, otro, otro...
Pienso: "No sé si voy a soportar otra virgen con niño, de verdad que
no". Me gustan muchísimo más las pinturas de tema domésticos de los
holandeses. O Goya. 'Los horrores de la guerra' me encantan.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada