“Tristeza y los crecientes detalles de agravios, aunque aún no la inflamaba
la ira de verdad. Una mujer abandonada de cincuenta y nueve años, en la
infancia de la vejez, que aprende a andar a gatas. Se obligó a pensar de nuevo
en su partita cuando salió de Chancery Lane por el estrecho pasaje que la llevó
a Lincoln’s Inn y su maraña de esplendor arquitectónico. Por encima del tamborileo
de las gotas de lluvia oyó el cadencioso andante, a paso lento, una marca
inusual en Bach, un hermoso aire despreocupado sobre un bajo ambulante, y sus
pasos acompasaban la ligereza de la melodía celestial mientras atravesaba el
Great Hall. Las notas se esforzaban en expresar un claro sentido humano pero no
significaban nada. Sólo algo encantador, purificado. O amor en su forma más
vaga y extensa a todas las personas, sin discriminación. A los niños, quizá.
Johann Sebastian tuvo veinte de dos matrimonios. No permitió que su obra le
impidiera amar y enseñar, querer y componer para los que sobrevivieron. Niños.
El inevitable pensamiento retornó cuando evocaba la exigente fuga que había
dominado por amor a su marido, y la tocaba a toda velocidad, sin titubeos ni
fallos en la separación de las voces.
Sin embargo, su maternidad frustrada era una fuga en sí misma, una huida
—era el tema habitual que ahora intentaba sortear—; una huida de su propio
destino. No haber logrado ser una mujer, tal como su madre lo entendía. El modo
en que había llegado a este estado era un contrapunto lento que había
interpretado con Jack durante dos décadas en las que surgían disonancias que
luego desaparecían y que ella renovaba siempre en sus momentos de alarma,
incluso de horror, a medida que sus años fértiles pasaban de largo hasta
caducar, y ella casi estaba demasiado atareada para darse cuenta.
Era una historia que se contaba mejor deprisa. Después de los exámenes finales,
más exámenes, después obtuvo el título de abogada, siguió el período de
prácticas, una invitación afortunada a bufetes prestigiosos, algunos éxitos tempranos
defendiendo casos desesperados: qué sensato había sido aplazar la maternidad
hasta el comienzo de la treintena. Y cuando aquellos años depararon casos
complejos e interesantes, y más éxitos. Jack también dudaba y abogaba por
esperar uno o dos años más. Luego llegaron los treinta y cinco, cuando él
enseñaba en Pittsburgh y ella hacía jornadas de trabajo de catorce horas,
zambulléndose más a fondo en el derecho de familia al mismo tiempo que se
retrasaba la suya propia, a pesar de las visitas de sobrinos y sobrinas. En los
años siguientes circularon rumores de que podrían elegirla precozmente para la magistratura,
y necesitaba estar en activo. Pero no la eligieron, aún no. Y cuando ya había
cumplido los cuarenta surgieron inquietudes respecto a los embarazos tardíos y
el autismo. Poco después, más visitantes jóvenes a Gray’s Inn Square,
bulliciosos y exigentes sobrinos nietos, le recordaron lo difícil que sería
encajar a un hijo en su estilo de vida. Siguieron compungidas ideas de
adopción, algunas pesquisas de tanteo, y a lo largo de los acelerados años
posteriores, tormentos ocasionales originados por las dudas, decisiones firmes
sobre madres de alquiler tomadas a altas horas de la noche y descartadas a la
mañana siguiente con las prisas para llegar al trabajo. Y cuando por fin, a las
nueve y media de una mañana, juró su cargo en el edificio de los Reales Tribunales
de Justicia ante el presidente y prestó los dos juramentos requeridos, el de
lealtad y el judicial, en presencia de doscientos colegas con pelucas y se presentó
orgullosamente ante ellos con su toga, tema de una ingeniosa alocución, supo
que la partida había terminado y que pertenecía a la ley del mismo modo que
otras mujeres habían sido esposas de Cristo.”
La ley del menor
Ian McEwan
Anagrama, 2015
pág. 51-53
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