En la primavera de 1933 miles de prisioneros
capturados en las purgas de Stalin fueron abandonados sin comida ni cobijo en
una isla desierta de Siberia, Nazino, donde terminaron recurriendo al
canibalismo para tratar de sobrevivir.
Más de 4.000, de los 6.000 prisioneros deportados,
fallecieron en menos de cuatro semanas a finales de la primavera de 1933 en una
isla descrita, a principios de los años treinta,
como un pedazo de tierra desértico en medio de una inmensa ciénaga a 2.400
kilómetros al noreste de Moscú.
Se produjeron docenas de casos de canibalismo
entre los presos, que trataban de sobrevivir devorando los cuerpos esparcidos
por la isla. Otros cientos murieron tiroteados por los guardias o ahogados al
intentar huir de la isla en balsas improvisadas.
Estas personas fueron víctimas de una campaña ideada
por Genrikh Yagoda, jefe de la policía secreta de Stalin, para deportar a
cientos de miles de soviéticos a la parte occidental de Siberia y a las estepas
de Kazajistán. El objetivo era limpiar las ciudades rusas de “indeseables” y
utilizarlos para “repoblar” esas regiones inhóspitas. Tan sólo en Moscú y
Leningrado se atrapó a más de 50.000 personas sin hogar, delincuentes, gitanos,
niños callejeros y mendigos, así como a campesinos que huían del hambre y
ciudadanos sin el pasaporte interior.
El grupo de Nazino estaba formado por unos 3.000
indocumentados, o sea que no lograron conseguir un pasaporte que les
considerara válidos para trabajar en las ciudades, unos 2.000 delincuentes,
enviados para descongestionar las cárceles occidentales, completándose el grupo
con diversas etnias y condiciones consideradas indeseables, realmente el
espectro social que cubría el grupo de deportados era amplio, ya que muchos
comisarios tenían un cupo de personas a detener y les bastaba casi cualquiera que
se cruzaran por la calle, hasta los guardias eran reclutados a la fuerza y
equipados de la forma más sencilla y barata, la comida: pan y harina.
Mandaron hasta embarazadas. Sin avisar a las
familias, sin un juicio, sin poder protestar ante nadie, fueron despojados de
todas sus pertenencias y documentación. Los que podían salvar algo, eran víctimas de sus propios compañeros de
penurias, durante el viaje muchos se adelantaron al destino final de todos
ellos: la muerte.
Al llegar a la isla comienzan las muertes en masa
y las penurias: al no poder cocinar la harina la comen mezclada con agua del
río; con la consecuencia de producirse brotes inmediatos de disentería. Viendo
el futuro que les espera, algunos, aprovechando la presencia en la isla de
árboles, construyen improvisadas balsas para escapar, naufragando y llenando el
río de cadáveres. La falta de alimentos produce que, en poco tiempo se den los primeros casos de canibalismo
con los fallecidos; en la primera semana los guardias observan cinco cadáveres
con muestras de haber sido troceados. Durante las semanas siguientes, detienen
hasta cincuenta personas sospechosas de practicar el canibalismo.
En su vida diaria, los prisioneros se tenían que
cuidar, aparte de mitigar el hambre, de los guardianes, que asesinaban
selectivamente a muchos de ellos para robarles, de otros prisioneros, que no
dudaban en matar para robar cualquier cosa con la que traficar a cambio de
comida.
Unos meses después, de los miles de personas que
fueron arrojadas a la isla de Nazino, quedaban con vida menos de 2.000, de las
que solamente estaban en condiciones de valerse por sí mismos unos 200.
Un año después de ese calvario, se decretó su
envío a otras prisiones, y la mayoría de ellos, ante su pésimo estado de salud
fueron liberados. Eso sí, se les prohibió volver a sus casas y se les confinó
en lugares apartados de las grandes ciudades donde se les dejó morir.
Toda la desgraciada historia de la isla de los
caníbales fue sepultada y silenciada hasta que en 1988 el grupo de
investigación Memorial 2.0 lo sacó a la luz.
“Durante varias semanas avanzaron entre los cascotes de hielo que se iban deshaciendo con la primavera hasta la confluencia del Tom con el Obi. Desde ese momento, la corriente vigorosa del río se abría dejando en medio de las hoces enormes islotes en los que no había nada, salvo pequeños grupos de abetos negros y una maraña de pantanos infectos. La gabarra tenía que reducir la velocidad para no embarrancar en los bajíos de arena lodosa, y rompía pequeñas crestas de espuma dejando tras de sí una hendidura que se cerraba enseguida. Y por fin, una mañana fría, la embarcación dejó de zumbar, viró hacia la orilla derecha y se detuvo junto a un viejo embarcadero abandonado. Alguien con un macabro sentido del humor había clavado en una estaca una madera que rezaba: “Bienvenidos a la isla de Názino. Disfrutad del paisaje. Será el de vuestra tumba».
Allí no había nada que ver. Názino era una pequeña y apartada isla de unos tres
kilómetros de largo y poco menos de uno de ancho que se había formado en la
confluencia del Obi con su afluente Názino, un territorio inhabitado con algunas
agrupaciones de coníferas y amplias extensiones de aguas cenagosas que en
verano se convertirían en un vivero para toda clase de insectos. Más allá de la
orilla sur se adivinaba la vasta extensión de la estepa, inalcanzable.
—No pueden dejarnos aquí — murmuró Elías cuando les obligaron a desembarcar.
En total eran más de dos mil personas, vigilados por apenas una cincuentena
de soldados mal pertrechados y un par de oficiales muy jóvenes. Apenas se
habían levantado unos precarios barracones para la guardia, aprovechando
algunas casetas de pescadores abandonadas hacía tiempo. No había barracones, ni
intendencia, ni unidad médica, tampoco letrinas. Tan solo algunas tiendas de lona
viejas rodeadas de alambre de espino, que todavía no se había acabado de
extender. Las autoridades no se habían preocupado de levantar más que algunas
torretas de vigilancia cerca de las orillas y de la zona boscosa. Nadie en su
sano juicio intentaría escapar; simplemente, no había a dónde hacerlo. Tomsk
quedaba a más de ochocientos kilómetros. En cuanto a Moscú, podría haber estado
a la vuelta de la esquina y sería igualmente inalcanzable.”
Un millón de gotas
Víctor del Árbol
Destino, Barcelona 2014
Pág: 238-239
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