“A Gonzalo no le parecía que hubiera sido una
muerte placentera. El rastro de sangre seca serpenteaba desde la puerta hasta
debajo de la mesa. Había acudido allí a refugiarse lo mismo que un perro
abandonado y moribundo. El gran charco se había secado dejando una enorme mancha
oscura en el linóleo viejo, donde los sanitarios habían abandonado los rastros
de su infructuosa batalla para devolverla a la vida: unos guantes de látex,
vendas, capuchones de jeringuillas y una vía. Cuando la policía llegó al
apartamento, la música sonaba a todo volumen. No supieron decirle qué pieza
sonaba, incluso se molestaron cuando Gonzalo insistió, como sí eso no tuviera
importancia. Pero la tenía, claro que la tenía; Gonzalo había visto el disco
compacto encima del equipo de música. Laura había escogido la sinfonía número
7, Leningrado, de Shostakóvich para acallar el estruendo del disparo y los
gritos de agonía ante los vecinos. Su madre detestaba al compositor; quizá esa
era la razón por la que Laura lo había elegido.”
(…)
“—Nunca le
perdoné la muerte de nuestro hijo —afirmó con rotundidad, aunque sin una rabia
que ya se había deshecho después de masticarla, tragarla y escupiría cada uno
de los días de los ocho meses que habían pasado desde el día que Laura le dijo
como enloquecida que alguien se había llevado a su hijo de la puerta del
colegio, a plena luz del día, ante el pasmo y la inmovilidad de profesores y padres—.
Al poco de conocernos, un día la encontré sentada a oscuras en el baño. Estaba
llorando y temblaba como una hoja. Recuerdo que nunca la había visto así, y me
asusté. Hablaba a borbotones entre sollozos, y las lágrimas se mezclaban con
los mocos sin consuelo. Me dijo que no puede amarse a quien no se conoce, que
el verdadero amor es solo el resultado de la verdad, y que el silencio solo
sirve como engaño. No logré que me contara lo que le ocurría, apenas algunas
frases incoherentes más como aquellas que balbuceaba. Al día siguiente volví a
verla, entonces aún no vivíamos juntos, ella me besó largamente y me pidió que
no le preguntara. Y yo respeté su voluntad. Debería haberme dado cuenta de que
aquel ataque de desesperación encerraba algo dentro de su alegría aparente,
algo que la estaba dañando sin remedio desde Dios sabía cuándo.
Los niños y las situaciones de pobreza o abusos
que padecen eran una de sus obsesiones. Cada vez que aparecía una noticia
prestaba una atención concentrada, pero apenas hablaba de ello. Para mí, que
desde niño estuve bajo el calor y el cariño de los míos, aquellas escenas de abusos
me resultaban inconcebibles, me apenaban, pero la verdad era que las sentía
lejanas a nuestra realidad. En cambio, Laura sentía aquello como algo suyo, yo
la veía descomponerse como si lo sufriera en carne propia. Empezó a escribir
sobre el tema, a investigar, participaba
en asociaciones, incluso tuvimos varias veces niños de acogida en casa, niños
que no sabían jugar, que lloraban por las noches y que al ir a bañarlos
descubrían cuerpos heridos, quemaduras de cigarrillos, niñas que contaban
historias terribles de padres enfermizos. Laura despreciaba y odiaba con una fuerza
increíble a quienes cometían aquellos abusos, los llamaba "ladrones de
infancias" y se esforzaba día tras día en combatirlos, se multiplicaba
hasta la extenuación, y pronto, me di cuenta de que aquello la estaba
devorando. Le dije que no podía luchar ella sola contra toda la maldad del
mundo, que sus esfuerzos solo eran una gota en un océano. Y ¿sabes lo que me
respondió? "¿Qué es el océano, sino un millón de gotas?"
Un millón de gotas
Víctor del Árbol
Destino, Barcelona 2014
Pág: 49, 64 y 65
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