“Por todo París la gente guarda las vajillas en los
sótanos, cose las perlas a los
dobladillos de la ropa o esconde los anillos de oro en las costuras de los
libros. Las oficinas del museo quedan
vacías de taquígrafas. Los recibidores se convierten en salas de embalaje con
el suelo cubierto de paja, serrín y cuerdas. A mediodía el cerrajero va a toda
prisa a la oficina del di-rector. Marie-Laure está sentada en el suelo de la
conserjería leyendo su novela con las piernas cruzadas. El capitán Nemo está a punto de llevar al
profesor Aronnax y a sus compañeros a un paseo bajo el agua sobre lechos de
ostras para buscar perlas, pero Aronnax
teme la llegada de los tiburones. A
pesar de que Marie-Laure anhela saber lo que va a ocurrir, las frases se van desintegrando a medida que
recorre las páginas. Las palabras se
disuelven en letras y las letras en bultos incomprensibles. Siente como si le hubiesen puesto unos guantes
gruesos en las manos. Al otro lado del
recibidor, en la garita de los guardias, uno de los vigilantes manipula la parte de
atrás de una radio, la zarandea sin conseguir más que un siseo, un chasquido. Cuando la apaga, el silencio envuelve todo el museo.
(…)
Los parisinos se apiñan contra las puertas. Sobre la una de la madrugada los gendarmes han
perdido el control y ni un solo tren ha llegado ni ha salido en las últimas
cuatro horas. Marie-Laure duerme apoyada
en el hombro de su padre. El cerrajero no escucha ningún silbido ni traqueteo
en las vías: no hay trenes. Al amanecer
decide que lo mejor será ir a pie. Caminan
durante toda la mañana. París va quedando reducido a casas bajas y tiendas
desperdigadas entre largas hileras de árboles. El mediodía les encuentra abriéndose camino a
través de un denso tráfico en una carretera cercana a Vaucresson, dieciséis kilómetros al oeste de su
apartamento, el lugar más alejado de casa en el que Marie-Laure ha estado en
toda su vida. Cuando llegan a lo alto de
una pequeña colina su padre echa un vistazo alrededor: hay coches atascados
hasta donde alcanza la vista, carruajes y camiones, un deslumbrante y reluciente
V-12 cubierto y encerrado entre dos carros con muías, algunos coches con ruedas de madera, otros sin gasolina. Algunos llevan gente o
muebles atados al techo; otros, corrales apiñados en los tráileres, gallinas y
cerdos en jaulas, y hasta hay vacas que caminan por la cuneta y perros que se
asoman por las ventanillas.
La procesión se mueve poco más rápido que el paso de un
hombre. Los dos carriles están
atascados; todo el mundo huye
tambaleándose hacia el oeste. Una mujer pasa en bicicleta con docenas de
collares colgando, un hombre arrastra un sillón de cuero en un carro de mano
mientras un gato negro se lame sobre uno de los cojines, algunas mujeres empujan cochecitos de bebé
repletos de vajillas, jaulas de pájaros,
vasos de cristal. Un hombre vestido de esmoquin camina diciendo:
«Por el amor de Dios, ¡déjenme pasar!», pero nadie se aparta y avanza a la
misma velocidad que los demás.”
La luz que no puedes ver
Anthony Doerr
traducción Carmen Cáceres y Andrés Barba
Penguin Random House,
2016 14
Págs.: 101-117
“Las
calles estaban desiertas. Los comerciantes echaban los cierres de las tiendas.
En el silencio, sólo se oía su ruido metálico, ese sonido que con tanta fuerza
resuena en los oídos las mañanas de sublevación o guerra en las ciudades amenazadas.
Más lejos, en su recorrido habitual, los Michaud vieron camiones cargados esperando
a las puertas de los ministerios. Menearon la cabeza. Como de costumbre, se cogieron del brazo para cruzar la avenida
de la Opera frente al banco, aunque esa
mañana la calzada estaba vacía. (…)
La
ayudó a subir a la acera y recogió el guante que se le había caído. Ella se lo
agradeció con un ligero apretón en la mano que él le tendía. Otros empleados convergían
hacia la puerta del banco. Al pasar
junto a los Michaud, uno de ellos les preguntó:
—
¿Nos vamos, por fin?
Ellos
no sabían nada. Era 10 de junio, un lunes. Dos días antes, al salir del trabajo
todo parecía tranquilo. Evacuaban los valores a provincias, pero todavía no se
había decidido nada sobre los empleados. Su destino se decidiría en el primer piso, donde se encontraban los despachos de
dirección, dos grandes puertas pintadas de verde y acolchadas, ante las que los
Michaud pasaron rápida y silenciosamente. Se separaron al final del pasillo; él
subía a contabilidad y ella se quedaba en la zona privilegiada: era la
secretaria de uno de los directores, el señor Corbin, el auténtico mandamás.
(…)
Ese
día, el estridente sonido que tan bien conocía la señora Michaud atravesaba la
puerta cerrada. Uno de los empleados entró en la antesala y, bajando la voz, le
anunció:
—Nos
vamos.
—
¿Ah, sí? ¿Cuándo?
—Mañana.
Por
el pasillo se deslizaban sombras cuchicheantes. Los empleados se paraban a
hablar en los huecos de las ventanas y en los umbrales de los despachos. Corbin
abrió al fin su puerta y la bailarina salió. Llevaba un vestido rosa caramelo y
un gran sombrero de paja sobre el cabello teñido. Tenía un cuerpo esbelto y
bien proporcionado y una expresión dura y cansada bajo el maquillaje. Unas
manchas rojas le salpicaban las mejillas y la frente. Estaba visiblemente
furiosa.
—
¿Qué quieres, que me vaya andando? —le oyó decir la señora Michaud.
—Vuelve
al taller. Nunca me haces caso. No seas tacaña, págales lo que quieran y
repararán el coche.
—Ya
te he dicho que es imposible, ¡imposible! ¿Entiendes el idioma?
—Entonces,
querida, ¿qué quieres que te diga? Los alemanes están a las puertas de París.
¿Y tú pretendes ir en dirección a Versalles? Además, ¿para qué vas allí? Coge
el tren.
—
¿Sabes cómo están las estaciones?
—Las
carreteras no estarán mucho mejor.
—Eres...
eres un inconsciente. Te vas, te llevas tus dos coches...
—Transporto
los expedientes y parte del personal. ¿Qué demonios quieres que haga con el
personal?
—
¡Ah, no seas grosero, por favor! ¡Tienes el coche de tu mujer!
—
¿Quieres viajar en el coche de mi mujer? ¡Una idea estupenda!
La
bailarina le dio la espalda y silbó a su perro, que acudió dando brincos. Ella le puso el
collar con manos temblorosas de indignación.
—Toda
mi juventud sacrificada a un...
—
¡Vamos, déjate de historias! Te telefonearé esta noche. Entretanto, veré qué
puedo hacer...
—No,
no. Ya veo que tendré que ir a morirme en una cuneta... ¡Oh! ¡Cállate, por
Dios, me exasperas!
Por
fin se dieron cuenta de que la secretaria los estaba oyendo. Bajaron la voz y
Corbin cogió del brazo a su amante y la acompañó hasta la puerta. A la vuelta, fulminó con la mirada a la señora
Michaud, que se cruzó con él y recibió la primera descarga de su mal humor.
—Reúna
a los jefes de departamento en la sala del consejo. ¡Inmediatamente!”
Suite francesa
Irène Némirovsky
traducción José Antonio Soriano Marco
Salamandra, 2010 18
Págs: 54-57
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