“El cuerpo me hormigueaba. Al cabo de diez minutos me levanté de nuevo. «Voy a dar una vuelta», dije. Gunilla ni siquiera lo oyó. Ahora que ya no tenía que ir a la estación, ¿adónde iría? Deambularía por las calles sin rumbo? Ahora que ya no iba a escribir, ¿en qué pensaría?
Deambulaba, sí, por las calles, pero eso no significaba que no ocurrieran cosas. Ante todo, pensaba en Kostas, mi amigo del alma, un muchacho valiente y fornido. Acababa de morir. Fue él quien me protegió cuantas veces nos manifestamos en contra de la dictadura. En Estocolmo, pero sobre todo en Islandia, donde los policías eran unos gigantones enfurecidos. Llovían golpes, pero Kostas, que antes había sido albañil y tenía unas espaldas que parecían una puerta de granero, siempre me decía que me pusiera detrás de él, siempre detrás de él. Él era el muro que me protegía. Siempre delante y primero. Y así murió. Primero. Estaba gravemente enfermo y no lo soportó. No dejó que la muerte lo humillara. Me lo imaginaba solo en el hospital, a las tres de la mañana, cuando abrió la ventana y saltó. Nos dejó a todos para recordarlo.
Mis pasos me habían llevado hasta una zona que cien años atrás había sido una pequeña población rural. Algunas de las casas que habían sobrevivido se habían transformado en mansiones, con automóviles de lujo estacionados fuera. Pero también había casas en ruinas. En una de ellas, el Ayuntamiento había puesto un letrero informando de que en ese recinto alguna vez había estado la escuela de la aldea. No fue eso lo que me conmovió. Fue el sendero que llevaba hasta ahí y al que todavía llamaban «Camino de la Escuela». Se me cortó la respiración.
Lo tomé. Me adentré en él por campos cultivados, hasta que se escabulló en el bosque como una serpiente asustada. Era un sendero angosto, abierto por niños que iban a la escuela con lluvia o con sol, con frío y con nieve, un día tras otro, un año tras otro. Pasos infantiles que iban y venían cada día. Niños a los que nadie llevaba, y las distancias no eran cortas. Y esos niños serían quienes algún día transformarían Suecia: de una sociedad básicamente medieval, a la socialdemocracia contemporánea.
Su camino todavía estaba ahí.
Me preguntaba qué opinarían aquellos primeros socialdemócratas de los refugiados, el tema que dividía a la sociedad en dos. Algunas personas no querían saber nada de ellos. Otras muchas opinaban que debíamos respetar el derecho de asilo sin restricciones. Lo mismo pensaba yo. Pero la ola de refugiados era más copiosa cada día. En un lapso muy breve llegaron a Suecia ciento sesenta mil personas pidiendo asilo. Las autoridades no lograban hacer frente a la situación, atadas de manos como estaban por las viejas reglas que están más al servicio de la comodidad de los empleados que de las necesidades de la gente. Entonces el gobierno socialdemócrata decidió cerrar, más o menos, las fronteras. Dicha medida se presentaba como inevitable.
Yo no compartía esa opinión. Por un lado, los derechos humanos no son algo que se pueda modificar a voluntad. Y, por el otro, estaba seguro, y aún lo estoy, de que Suecia —como también Grecia— iba a necesitar en un futuro inmediato a aquellas personas para solucionar su problema demográfico —de población envejecida— y mantener un mercado de trabajo funcional.
Mis palabras no cayeron en tierra fértil.”
Otra vida por vivir
Theodor Kallifatides
traductora: Selma Ancira
Galaxia Gutenberg, 2019
Páginas: 57-59
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