Huddinge (Suecia) |
“A la mañana siguiente me desperté temprano. Me sorprendió que se hubiese soltado un vendaval. El mar comenzaba a encabritarse. Había nubarrones oscuros en el cielo. Llovía con pasión, diría yo.
Pero eso no me haría cambiar de planes. Bajé al comedor del hotel. Me serví un café y me senté en una de las mesas libres. El corazón me palpitaba con tanta fuerza que parecía que se me fuera a salir. Encendí mi ordenador, cambié el idioma de sueco a griego y me puse a esperar la primera palabra.
La tormenta cobraba fuerza. Yo, esperaba. No sucedía nada. Intenté pensar en griego sin conseguirlo. El sueco era el idioma en el que había escrito todos mis libros.
Volví a cambiar el idioma de griego a sueco. Pero tampoco ocurría nada en mi cabeza. Había reunido muchas impresiones en aquel viaje, había tomado infinidad de notas y, sin embargo, todo me parecía inerte, muerto.
Permanecí sentado, cruzado de brazos, alrededor de una hora. No podía escribir. Estaba atrapado entre mis dos idiomas, como el famoso asno de Buridán, que no lograba elegir entre comer y beber.
No le había dicho nada a Gunilla. Ella no sabía que pensaba yo escribir en griego. No quería decírselo a nadie. Me daban miedo las objeciones evidentes. ¿Cómo iba a escribir en una lengua que durante cincuenta años no había utilizado para la literatura? Había traducido mis libros del sueco al griego, pero eso es una cosa. Y otra, muy distinta, es escribir el original.
Lo mismo había oído cuando comencé a escribir en sueco, pero a la inversa. ¿Cómo iba a escribir en una lengua que no conocía? Y, sin embargo, lo hice.
Volví a cambiar el idioma en mi ordenador y esperé. Al poco rato bajó Gunilla y tomamos el desayuno. La lluvia le había cambiado el humor, pero lo vio desde el punto de vista práctico.
—Le hará bien a la tierra —dijo, y luego me preguntó qué estaba haciendo con el ordenador encendido tan de buena mañana.
Estaba jugando al ajedrez.
No dijo nada. Sacó las tarjetas postales que había comprado y se puso a escribir como si fuera lo más natural del mundo.
«Jo —dije para mis adentros—. Lo mismo voy a hacer yo.»
Abrí mi ordenador, pensé en un amigo en Suecia y empecé:
El año pasado, en invierno, unos cuantos días antes de Navidad, me invitaron…
Desde la primera palabra sentí cierta dulzura, como si hubiera comido miel. Dulzura y alivio.
No escribía. Hablaba. Una palabra se unía a la siguiente como si fueran hermanas gemelas. No tenía miedo de cometer errores, aunque sabía que los cometería. Era mi idioma. No me sentía cohibido, no tenía necesidad de impostar la voz.
Con el sueco, idioma que amaba y amaré siempre, no había alcanzado esa inmediatez. Seguramente no la alcanzaría jamás. Lo llevaba puesto en la cabeza como una corona de espinas. El resultado final no era ni mejor ni peor. Era distinto.
En ese momento lo entendí. Mi primera lengua es palpitación. La segunda, cavilación. La primera brotaba de mis entrañas, la segunda de mi cerebro. El problema era ensamblarlas.
Cambié de nuevo el idioma en el ordenador y escribí las primeras frases en sueco intentando ser lo más fiel posible a lo que quería decir en griego.
No resultaba. Para que fuera un buen texto en sueco, debía modificarlo. ¿Qué era lo que había que cambiar exactamente? Lo primero, el ritmo. El griego fluía de una forma, el sueco de otra. Lo segundo, los tiempos. El imperfecto no existe en sueco. Lo tercero, la palabra «Navidad», que en sueco no tiene relación ninguna con el nacimiento de Cristo.
Me desesperé.
La conclusión era sencilla. Cada lengua tiene su manera de ser escrita. No era nada nuevo para mí, pero una cosa es saber que así es y otra vivirlo. Al principio pensaba que escribía el mismo libro en dos lenguas. Ahora veía que estaba equivocado. Jamás era exactamente lo mismo. Simplemente eran parecidos entre sí.
Volví al griego.
Al cabo de poco comprobé que estaba escribiendo, sí, en griego, pero estaba pensando en el lector sueco. En esos lectores para los que había escrito durante tantos años. Y así, el resultado era un texto falso. Esa complicación no se me había ocurrido nunca.
La conclusión es muy simple.
Cuando sabes lo que quieres decir, puedes decirlo en todas las lenguas que conoces.
También puedes guardar silencio en todas las lenguas que conoces.
Pero cuando no tienes nada que decir, lo dices mejor en tu lengua materna.
Al día siguiente nos fuimos. Sólo que a partir de entonces ya nunca más sería un inmigrante.
Me acordé del ave migratoria que había visto en el cielo solitario de Gotland. Había perdido a su bandada, pero no la dirección. El mismo problema tenía yo. Había perdido a mi bandada. La dirección que debía tomar, sin embargo, me la habían dado aquellos muchachos, su maestra, Olimpía Lampusi, y las palabras de Esquilo.
Y este libro, el primero que escribo directamente en griego después de cincuenta años, es mi agradecimiento tardío para ellos, que me devolvieron a mi lengua, la única patria que todavía me queda y la única que no me heriría.
No sólo me honraron.
Salvaron en mí lo que aún podía ser salvado.
¿Qué importancia tenía en qué rincón del mundo viviera?”
Otra vida por vivir
Theodor Kallifatides
traductora: Selma Ancira
Galaxia Gutenberg, 2019
Páginas: 148-153
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