“Cuando le pidió al doctor Brett que le concertara una cita con un especialista, le dijo:
—Por favor, no me haga parecer una especie de idiota histérica.
Llevó a Ben a Londres. Le dejó al cuidado de la enfermera de la doctora Gilly. La doctora Gilly prefería ver primero al niño solo, sin los padres. Parecía razonable. Tal vez aquella doctora fuera sensata, se decía Harriet mientras tomaba un café en una cafetería pequeña, y luego se preguntó qué habría querido decir con aquello. ¿Qué es lo que espero ahora? Decidió que lo que deseaba era que por fin alguien empleara las palabras adecuadas, que compartiera la carga. No, no esperaba que la liberaran, ni siquiera que las cosas pudieran cambiar mucho. Quería que se reconociera su situación, que se otorgara a su problema su dimensión real.
En fin, ¿era probable? Llena de sentimientos contradictorios (deseando por un lado ayuda, escéptica por otro: Bueno, ¡qué esperabas!) volvió y se encontró a Ben con la enfermera en un cuartito junto a la sala de espera. Con la espalda apoyada en la pared, Ben observaba todos los movimientos de la enfermera como un animal cauteloso. Al ver a su madre, corrió a su lado y se escondió detrás de ella.
—Vamos —dijo la enfermera con acritud—, no tienes por qué hacer eso, Ben.
Harriet le mandó sentarse y esperar; le dijo que volvería en seguida. Se colocó detrás de una butaca y se quedó allí de pie, alerta, con los ojos clavados en la enfermera.
Luego Harriet se encontró sentada frente a una sagaz profesional a la que le habían dicho (Harriet estaba convencida) que era una madre irracionalmente preocupada, incapaz de manejar a su quinto hijo.
—Iré directamente al grano, señora Lovatt —dijo la doctora Gilly—. El problema no es Ben sino usted. A usted no le gusta demasiado.
—Oh, Dios mío. ¡Otra vez no, por favor! —estalló Harriet, en un tono malhumorado, lastimero. Miraba a la doctora Gilly, atenta a su reacción. Al fin dijo—: Se lo ha dicho el doctor Brett y ahora lo dice usted.
—Bien, señora Lovatt, ¿acaso lo niega? He de decirle, en primer lugar, que no es culpa suya. Y también que es bastante frecuente. No podemos elegir lo que nos saldrá en la lotería… y eso es tener un hijo. Por suerte o por desgracia, no podemos elegir. Lo primero que tiene que hacer usted es no culparse.
—Yo no me culpo —dijo Harriet—. Aunque no espero que lo crea. Pero es una triste gracia. Creo que desde que nació Ben, siempre me han echado la culpa. Me siento como una delincuente. Me han hecho sentirme así continuamente. —Mientras hablaba, con voz chillona, que no podía cambiar, iban saliendo a borbotones todos los años de amargura. La doctora Gilly la miraba—. ¡Es verdaderamente asombroso! Nadie me ha dicho nunca, nadie, jamás: «¡Qué habilidosa eres, has conseguido tener cuatro niños preciosos extraordinariamente inteligentes y normales! Puedes estar orgullosa. ¡Muy bien, Harriet!» ¿No le parece a usted extraño que nadie me lo haya dicho nunca? ¡Pero, con lo de Ben… soy una delincuente!
Tras una pausa para analizar lo que había dicho Harriet, la doctora Gilly dijo:
—No soporta el hecho de que Ben no sea inteligente, ¿es eso?
—Oh, Dios mío —dijo Harriet con furia—. ¡Cuál es el problema!
Las dos mujeres se miraron fijamente. Harriet suspiró, dejando que su furia se aplacara; la doctora estaba irritada, pero no lo demostraba.
—Dígame —dijo Harriet—, ¿quiere decir usted que Ben es un niño normal en todos los sentidos? ¿Que no tiene nada de raro?
—Está dentro de la escala de la normalidad. Me han dicho que no le va muy bien en el colegio, pero es frecuente que los niños lentos adelanten posteriormente.
—No puedo creerlo —dijo Harriet—. Mire, hagamos una cosa…, bien, de acuerdo, permítame hacerlo. Dígale a la enfermera que traiga a Ben.
La doctora Gilly lo pensó. Luego habló por el aparato.
Oyeron a Ben gritar «¡No! ¡No!» y la voz persuasiva de la enfermera.
Se abrió la puerta. Apareció Ben; la enfermera le había empujado a la habitación. La puerta se cerró a su espalda y él retrocedió apoyándose en ella y mirando a la doctora.
Se quedó allí con los hombros inclinados hacia adelante y las rodillas dobladas, como si estuviera a punto de saltar hacia algún sitio. Era regordete, pequeño y fornido, con la cabeza enorme, con aquel rastrojo de áspero pelo amarillento que le crecía de la doble coronilla hasta la parte inferior de la frente estrecha y gruesa. Tenía la nariz chata, aflautada y respingona. Los labios carnosos y ondulados. Los ojos parecían protuberancias de piedra opaca. Por primera vez, Harriet pensó: «No parece un niño de seis años sino mucho mayor. Casi podrías tomarlo por un hombre pequeño, pero no por un niño.»
La doctora miró a Ben. Harriet los miró a ambos. La doctora dijo:
—Bien, Ben. Ahora vete. Tu madre irá en seguida.
Ben seguía allí petrificado. La doctora Gilly volvió a hablar por el aparato, se abrió la puerta y Ben fue sacado a rastras del despacho, gruñendo.
—Dígame, doctora Gilly, ¿qué ha visto usted?
La actitud de la doctora Gilly era cauta, estaba ofendida; estaba calculando el tiempo que faltaba para que concluyera la entrevista. No contestó.
Harriet sabía que era inútil, pero deseaba oírlo, que se dijera; así que dijo:
—No es humano, ¿verdad?
Súbita, inesperadamente, la doctora Gilly dejó traslucir lo que pensaba. Se incorporó, suspiró hondo, se cubrió la cara con las manos y las bajó hasta quedar sentada con los ojos cerrados y los dedos sobre los labios. Era una mujer de mediana edad, agraciada, segura de sí misma; pero durante sólo un instante, se manifestó en ella una angustia ilícita e ilegítima y pareció fuera de sí, aturdida, incluso.
Luego decidió rechazar lo que Harriet sabía que era un momento de sinceridad. Dejó caer las manos, sonrió y dijo en broma:
—¿De otro planeta? ¿Del espacio exterior?
—No. Bueno, usted le ha visto, ¿no? ¿Cómo sabemos el tipo de pueblos… de razas quiero decir… de criaturas diferentes a nosotros que han vivido en este planeta? En el pasado. En realidad no lo sabemos, ¿verdad? ¿Cómo sabemos que los gnomos y los duendes, ese tipo de criaturas, no viven verdaderamente aquí? Y que por eso contamos historias sobre ellos. Que existieron realmente en otros tiempos… Bueno, ¿cómo sabemos que no?
—¿Cree usted que Ben es un salto atrás? —preguntó muy seria la doctora Gilly. Parecía bastante dispuesta a admitir la idea.
—Me parece evidente —dijo Harriet.
Otro silencio; la doctora Gilly examinó sus manos bien cuidadas. Suspiró. Luego alzó la vista y miró a Harriet a los ojos diciendo:
—Si así fuera, ¿qué espera usted que haga yo?
Harriet insistió:
—Quiero que se diga. Quiero que se reconozca. Es que sencillamente no puedo soportar que nadie lo diga nunca.
—¿Pero es que no se da usted cuenta de que está fuera de mi competencia? Es decir, si fuera cierto. ¿Acaso quiere que le dé una carta para el zoo, para que lo metan en una jaula? ¿O que lo entregue a la ciencia?
—Dios mío, no —dijo Harriet—. No, claro que no.
Silencio.
—Gracias, doctora Gilly —dijo Harriet, dando por terminada la entrevista de la forma habitual. Se levantó—. ¿Estaría usted dispuesta a recetarme un calmante bien fuerte? A veces no puedo dominar a Ben y necesito alguna ayuda.”
El quinto hijo
Doris Lessing
Santillana, 2007
páginas 174-180
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