plaça Exarjia |
“Cerca de la plaza Exarjia estaba la escuela a la que fui durante la década de los cincuenta. Alguna vez había quedado en una pastelería de la plaza con la chica que, con unas restricciones draconianas, era entonces mi novia. Cuando podíamos, comíamos miel con mantequilla. Cuando no, nos sentábamos en las bancas que había debajo de las acacias.
Ahora la plaza era un lugar de venta de drogas. «Vendedores» con su infalible saquito sobre la barriga, y clientes. Muchachas que se vendían por un sobrecito o una inyección. Muchachos indolentes echados en el césped. De tanto en tanto una riña sin importancia. Ni un solo policía.
De pronto un «vendedor» comenzó a golpear con furia a una muchachita delgada, menuda, que de miedo no se atrevía ni a gritar. Nadie reaccionó. Indiferencia absoluta. Sólo su novio intervino con lo último que le quedaba de dignidad humana.
« ¿Te atreves a pegarle a una mujer?», gritó y el otro le dio un empujón que lo lanzó al enlosado.
Esa noche no pude dormir. No conseguía olvidar esa voz. Ronca, colocada, desesperanzada, pero aún humana. No se había doblegado del todo todavía.
« ¿Te atreves a pegarle a una mujer?»
A las tres de la mañana salí al balcón del hotel en el que me había hospedado. Las oscuras montañas, el Egaleo y el Parnés, en el horizonte; aquí y allá luces encendidas. La ciudad dormía. La Acrópolis iluminada parecía flotar en el aire, como una inmensa mariposa.
Tenía ganas de gritar lo más alto posible para que me oyera el mundo entero.
«¿Te atreves a pegarle a Grecia?»
No lo hice.
Nunca antes había visto mi ciudad así. La pobreza era una vieja compañera, pero aquella indigencia no. Había visto las barracas de los refugiados del Ponto y de Asia Menor en barrios como el Polígono e Ilísia. Pobreza, sí, pero todo limpio y bien cuidado. «Pese a ser pobres, tienen su orgullo», decía mi madre.
Ahora las tiendas estaban cerradas, las calles sin luz, la gente dormía en los parques, en los callejones, en los pasajes. Pero lo peor era la amenaza que pendía en la atmósfera. Parecía una ciudad en espera de un terremoto. Por primera vez no me sentía cómodo caminando solo por la noche en Atenas. Eso era la humillación más grande, el destierro definitivo. Tener miedo de los demás, y que los demás tengan miedo de ti. Hemos dejado de ser individuos aislados para convertirnos en tribus. Por un lado, nosotros; por el otro, los extranjeros. La mirada colectiva ya no veía nada más que la responsabilidad colectiva. Lo había sentido también en Suecia. Después de cincuenta y un años de vivir ahí, cuando comenzó la crisis con la deuda y los refugiados, me volví griego de nuevo. Iba de una emisora de radio a otra, y de un canal de televisión a otro. Yo también compartía la responsabilidad colectiva de los griegos, y todos tenían el derecho a cantármelo.
Europa quería su dinero.
Yo me asfixiaba.”
Otra vida por vivir
Theodor Kallifatides
traductora: Selma Ancira
Galaxia Gutenberg, 2019
Páginas: 44-46
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