4 d’oct. 2021

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Orgullos y prejuicios en la alta sociedad

por Juan Bonilla

El Mundo, 15/07/2017

“Las novelas de Jane Austen suceden todas ellas en un planeta lejano: el final del siglo XVIII, el comienzo del XIX. Estudiando la que muchos consideran la mejor de ellas, Mansfield Park, Vladimir Nabokov la definía como una "tela de araña", y la definición vale para casi todas las novelas de Austen, desde Sentido y sensibilidad a Emma. Esos hilos están hechos de un material que hoy puede resultarnos tan fascinantemente lejano como las piedras de un planeta inventado: los modales, el honor familiar, la felicidad conyugal obtenida después de un examen casi científico de los candidatos.

Los escenarios siempre son -con algunas incursiones en la gran ciudad- los de la clase alta -o media alta- instalada en el campo. Todos los personajes tienen un montón de tiempo entre las manos, y la clave esencial de todas las novelas es la búsqueda del amor -un amor que, gracias a la singular ironía y la maestría de la voz narradora, resulta siempre de un beneficioso romanticismo: amor e interés se enlazan con soberbia nitidez en las novelas de Austen y, si alguno de sus personajes cae en algún momento del lado del romanticismo desatado, enseguida vendrá la vida -y sus negocios- a ponerlo en su lugar.

No es de extrañar que los investigadores de disciplinas distintas a la novela -historiadores, sociólogos- busquen de manera insaciable información en los libros de Jane Austen como si éstos no fuesen "cuentos de hadas", que finalmente lo son, sino fidedignos documentos históricos donde quedan fijados los modos de comportarse de una clase social -que no sólo es protagonista de las novelas, sino también su primera receptora-, el número de vestidos que debe tener una dama, la cantidad de acres que debe poseer una familia para considerarse digna de ser invitada a una fiesta, el número de tenedores que debe lucir una mesa (hay una escena en una de las novelas de Austen en la que una de las protagonistas entra en depresión porque van a ofrecerle una comida a su pretendiente y les faltan los tenedores para la fruta, que han tenido que empeñar para conseguir unas monedas), y detalles de ese estilo.

También la sojuzgación de la mujer como ente al que no se le permite la propiedad ni cuando le corresponda por herencia o que se queda desasistida por completo en cuanto falta el pater familias, y cuya única posibilidad de no descender de la clase alta al arroyo es el matrimonio, si no quiere quedar a expensas de los deseos de un hermano, de un primo, de un tío.

Los actos de un miembro familiar -pues la familia es elocuentemente el terreno de juego donde se disputan las tramas de las novelas de Austen- pueden acarrear la desgracia de toda la familia: una muchacha que se escapa en un rapto de deseo, cargará con la culpa no sólo de haber proporcionado un gran disgusto a sus padres, sino también de haberse cargado la reputación de toda la familia, que será colocada inmediatamente por sus iguales en el infierno de las familias que no son de fiar, a las que no se les debe invitar a cenas y convites.

En las novelas de Jane Austen danzan manadas de personajes, pero con tantísima sabiduría narrativa que rara vez se encuentra uno perdido en el caudal de información que la novelista va ofreciendo en dosis exactas, con una perspicacia que es una de sus grandes dotes y que permite, precisamente, que no haga falta pertenecer a la clase social a la que las novelas se dirigían, ni tener el más mínimo interés en la época en la que se sitúan, para disfrutarlas igualmente pues, una vez echados abajo los cortinajes de las circunstancias de cada cual, quizá sea verdad que todos estamos hechos de lo mismo.

Hay además, en todas ellas, una especie de levedad aérea que vuelve muy acertada la definición de Nabokov: es muy fácil quedar atrapados en esa tela, es muy fácil sentir la sed de la magia narrativa que pone en marcha la autora, y es muy fácil satisfacer esa sed.

¿Quién era esta mujer que en poco tiempo produjo tal cantidad de novelas singulares? No puede extrañar que cuando Edmund Wilson tuvo que escoger, a petición de Nabokov, dos escritores ingleses que merecieran ser lectura obligatoria para el alumnado de Cornell, dijese sin asomo de dudas: Dickens y Jane Austen. Su primera novela la firmó como "Una dama". La siguiente ni la firmó. Sus primeros lectores pertenecían al círculo familiar: en realidad fue para ellos para quienes empezó a escribirlas después de devorar decenas de novelas exaltadas a las que mejoró con una severa corrección en el tono, en la rebaja del dramatismo, en los arpegios de comedia que salpican todas sus tramas.

Jane Austen, hija de un párroco anglicano de un pueblo de Hampshire, tenía una curiosidad insaciable que le permitía adquirir conocimientos que después utilizaba con notable destreza en sus ficciones: así, el hecho de que algunos de sus seis hermanos (tenía además una hermana con la que mantuvo un largo epistolario) ingresaran en el ejército, le permitió saber en qué consistía la vida cotidiana en un regimiento militar, lo que enriqueció algunos capítulos de Orgullo y Prejuicio. En una de sus cartas, Austen revelaba que pertenecía a una familia de devoradores de novelas que no se avergüenzan de serlo, dado que la novela en la época georgiana era poco menos que un vicio nefando para las criaturas de buena cuna, al tratarse de una forma literaria que solo podía disfrutar el narcisismo de la clase media que iba creciendo con la industrialización.

Tenía como escritores de cabecera a Fielding y a Richardson, pero su favorita era Fanny Burney, la autora de Evelina, una novelista a la que sin duda vampirizó y mejoró: las damas desfavorecidas de una y otra autora que buscan un amor en que salvar la reputación familiar parecen pertenecer al mismo arquetipo, pero lo que en Burney es drama desolado con mucha moralina, en Austen se tinta de comedia para erguir lecciones que no pretenden ser sólo edificantes, que lo son o lo quieren ser, sino que consiguen retratos morales de sus personajes. Si no fuera así, todo el que no perteneciera al círculo natural de sus lectores quedaría fuera de sus minuciosas tramas, pero de la misma manera que no hace falta haber ido a Marte para disfrutar de las Crónicas Marcianas de Bradbury, no hace falta ser de la aristocracia rural inglesa para quedar hipnotizado por Jane Austen.

Como en una de sus novelas, las hermanas Austen y su madre quedaron desprotegidas después de la muerte del padre. Uno de sus hermanos les dio alojamiento en una de sus propiedades en Chawton, donde Jane Austen se dedicó a revisar el manuscrito de Sentido y Sensibilidad. Cuando apareció, los familiares hicieron circular el mandato de que a nadie se le ocurriese desvelar quién era la autora. Pero la novela tuvo éxito y, con la publicación de Orgullo y prejuicio, los lectores empezaron a preguntarse por la identidad de la escritora. Al parecer las indiscreciones orgullosas de algunos familiares se encargaron de revelar quién estaba detrás de aquellas dos novelas.

Luego siguieron Mansfield Park, la gran tela de araña de la obra de Austen, y Emma, su personaje más eufórico y enérgico, que recibió un comentario muy favorable de Walter Scott, considerando que el talento de la autora se cifraba en la capacidad para volver extraordinarios personajes que a todos los lectores, en principio, habrían de resultarles comunes. Esto que para Scott merecía ser resaltado, para Charlotte Bronte era casi un delito: "Las novelas de Austen no son sino daguerrotipos de escenas comunes: un jardín cerrado de flores delicadas, pero nada de aire fresco, ni un vívido personaje brillante". El más violento de los receptores de la obra de Austen fue Mark Twain, que definió como "buena biblioteca" aquella que no contuviese un solo volumen de Jane Austen.

A pesar de semejantes misiles, la fama de la autora creció lo suficiente como para que se hiciese legendaria la leyenda de que mandó que no arreglaran una puerta que chirriaba porque gracias a los chirridos quedaba avisada de que algún curioso se atrevía a asomarse a su estancia y le daba tiempo a guardar lo que estuviese escribiendo. Tenga base real o no la leyenda, lo indiscutible es que esa celebridad no haría más que crecer con el tiempo, colocando merecidamente a Jane Austen como nombre imprescindible en la evolución de la novela inglesa. Una influencia, la suya, que llega limpiamente a nuestros días.”

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