“Andrea contra el mundo”, el prólogo de Elvira Lindo a “Nada”, de Carmen Laforet
por Elvira Lindo
El País
19/05/2022
"Hay novelas que nos acompañan toda la vida y que en cada una de las etapas que atravesamos parecen añadir a nuestra percepción primera una nueva cualidad. Así ocurre con Nada, este libro que hoy tengo entre unas manos, las mías, que una vez fueran las de una adolescente de dieciséis años deseosa de encontrar a sus iguales en la literatura. La chica de instituto que fui se sintió inmersa en la peripecia de esa muchacha peculiar y atractiva que llega a Barcelona el primer otoño después de la guerra civil. El hambre, la penuria económica, el frío, la sombra de la guerra eran aspectos menos presentes para mis ojos de entonces que la poderosa sensación de estar unida a esa chica, Andrea, en su soledad frente al mundo hostil, en la búsqueda de amparo en momentos en que las emociones son tan fuertes que casi ni se saben expresar ni se pueden compartir. Esa era mi Andrea de entonces, con la que compartía edad y que me servía como exacta definición de mí misa: una chica rara, de una feminidad no ortodoxa, sensible a la literatura, confusa ante las pulsiones amorosas, deseosa de encontrar almas gemelas que le hicieran más comprensible la naturaleza de adultos amenazantes. El contexto, por tanto, quedaba en mi lectura sepultado por la vida interior de una protagonista con la que me sentía íntimamente identificada. Eso ha sido así entonces y siempre para quien lee en un período de formación: los adolescentes tratan de encontrar su yo en cada historia que leen. No hay aventura literaria a la que una se preste en esos años si no se encuentra el estímulo de la identificación.
Más allá de aquella primera lectura, los años me han hecho renovar, no una sino varias veces, mi pasión por esta novela y por la mujer de veintitrés años que la había escrito. La historia de la publicación de Nada es en sí misma tan infrecuente en un país como el nuestro que no es posible obviarla por mucho que sea un capítulo tantas veces narrado en prólogos y ensayos que dan cuenta de la trastienda de nuestra literatura. La joven Laforet escribió el libro en Madrid, tras la experiencia de dos años universitarios en Barcelona. Se lo enseñó al único amigo al que podía confiar sus escritos, el periodista y editor Manuel Cerezales, que un tiempo más tarde se convertiría en su esposo y padre de sus hijos. A Cerezales le gustó y la animó a presentarse a un premio que se acababa de convocar por primera vez: el Nadal, impulsado por la revista Destino. Sus convocantes crearon el galardón con la pretensión de renovar el esquilmado panorama literario español tras la guerra, y contribuir a la existencia de nuevas voces que reconstruyeran una suerte de universo cultural en el ambiente asfixiante que trajo consigo la victoria de Franco. El anuncio del premio provocó entusiasmo entre los literatos y se extendió el rumor de que el galardón iría a parar a las manos del periodista César González Ruano. Así hubiera sido de no ser porque a última hora el jurado recibió una novela que, según se narra en la intrahistoria del premio, fue leída casi de un tirón la noche antes del fallo. Nada se sabía de quién podía haber escrito este libro con ecos de las hermanas Brontë y, en cierto sentido, de la Rebeca de Daphne du Maurier. El punto de vista correspondía a la voz inequívoca de una mujer joven, muy joven, que retrataba su paso por una Barcelona aún en ruinas tras la guerra y en la que aparecían, por un lado, personajes heridos por la experiencia, y por otro, jóvenes que trataban de huir de la vulgaridad reinante.
El jurado, fascinado por aquella extraña voz que contaba con pulso poético un presente que hasta el momento no había sido narrado, decidió guiarse por su olfato y concedió el premio a esta singular historia que resultó haber sido escrita por una mujer solo cinco años mayor que la protagonista de la novela. Al localizar a su autora en Madrid, quedaron fascinados y sorprendidos por la personalidad de una escritora ajena al universo literario, que había escrito la historia guiada por un don innato para el lenguaje, valiéndose de una singular prosa que parecía no contaminada por influencia alguna.
Los jóvenes que entonces leyeron la peripecia de Andrea se declararon muy orgullosamente miembros de la generación de Nada. Sentían, como así lo han contado los que entonces eran jóvenes en camino de la edad adulta, que el libro los definía, que su vida estaba siendo por primera vez narrada tal cual era. Tal vez esa intensa identificación generacional viniera dada porque el estilo no respondía al más trillado realismo social ni se trataba de una fiel descripción del ambiente de la época, sino que alzaba el vuelo gracias a un lenguaje metafórico, por momentos existencial, por momentos mágico, gótico, tremendista, favoreciendo la libre interpretación de los lectores. Cada uno veía en Nada lo que su corazón solitario buscaba. Esa es la razón por la cual la novela ha navegado de manera ligera a través del tiempo. Su heroína, Andrea, se adecúa a lo que cada lectura exige y hoy adolescentes como la que yo fui experimentan la misma fascinación que a mí me embargó, y los lectores ya en edad adulta se dejan arrastrar por la peripecia de esa chica solitaria.
No pudo evitar Carmen Laforet sentirse sobrepasada por el éxito abrumador de su primera novela. En un país tan anhelante de rostros nuevos y de aires de esperanza, la joven despertó un interés inédito al cual respondió con timidez, reparo, modestia, a veces con torpeza. No estaba preparada aquella novelista primeriza para enfrentarse a un ambiente tan reacio a la inocencia, como era, y a menudo es, el literario. No pudo evitar convertirse, a pesar de su juventud, en un referente para otras jóvenes escritoras que jamás habían contemplado la posibilidad de presentarse a un premio y ganarlo. Pero su conexión no fue solo con el público juvenil, escritores del exilio y del interior aplaudieron con entusiasmo el estreno de Laforet. Ramón J. Sender, Elena Fortún, Juan Ramón Jiménez, tanto como los jovencísimos Juan Eduardo Zúñiga, Ana María Matute, Josefina Aldecoa o Carmen Martín Gaite, que la bautizaría como «la chica rara», celebraron el éxito de Nada y contribuyeron a colocarla desde un primer momento en un puesto privilegiado en el canon de la novela española de posguerra.
Lo que vino después de la inmediata popularidad de Nada no carece de misterio. Laforet fue escribiendo paso a paso una obra no escasa a fuerza de luchar contra la presión de la editorial y contra su propio bloqueo emocional, que la conducía a una especie de perfeccionismo paralizante. En estos días tan cercanos al centenario de su nacimiento sería deseable que las novelas que siguieron a aquella primera fueran leídas con el interés que merecen para romper con el inexacto maleficio que ha acabado definiéndola como autora de una sola obra. A pesar de los embarazos, obligaciones domésticas, cinco hijos, divorcio y vida entre bohemia y vagabunda, Carmen Laforet fue siempre escritora, oficio que correspondía a su naturaleza más íntima, aunque su carácter huidizo no favoreciera la difusión que su obra merecía.
Pensando en ella, trabajando sobre su literatura en este y otros trabajos, he concluido que Laforet fue una mujer anacrónica. No era en absoluto una hija de su tiempo, de tal manera que hubiera sido más comprendida en este presente nuestro; su carácter independiente, puro, reacio a las comidillas culturales, podría haberse movido con comodidad en los márgenes, como a ella le gustaba, respondiendo así al ansia de libertad que impulsaba su motor creativo. Pero no solo fue la época lo que le falló a la joven Laforet, tampoco el país en el que vio florecer su primer éxito era el idóneo para una joven peculiar, que no aceptaba los formalismos que regían la vida de las mujeres. Ese rostro que nos mira desde las fotos de los años cuarenta y cincuenta es el de una mujer de ahora, de belleza poco encorsetada, natural, con una melena corta y despeinada, luciendo una ropa práctica y un calzado cómodo, con aspecto aventurero, como si se encontrara lista para caminar y huir de un lado a otro, para disfrutar del nomadismo, para salir de casa con ansias de mirar nuevos mundos y regresar tiempo después al calor de los suyos. Ese espíritu refractario al tiempo que le tocó vivir, que la privó del futuro donde hubiera encajado la entonces denominada «chica rara», esa falta de encaje en una España donde se asfixiaba, como así escribió a Sender al volver de Estados Unidos, son dos factores que nos ayudan a entenderlas, a ella y a su obra, Nada, donde los personajes son por momentos apariciones fantasmagóricas que amenazan a la joven Andrea con vulnerar su inocencia. ¿Qué es Nada sino la historia de un espíritu puro que no encuentra su lugar en el mundo?"
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