2 de des. 2022

las hermanas grimes, fragment

 

    “—¿Sabes una cosa, Emily? —y la miró con el esbozo de la misma sonrisa que ella le había visto hacer al teléfono el otro día—. Hay momentos en que una palabra, una sola palabra, vale mil fotos.

    Más tarde, cuando pensaba en ello, Emily se daba cuenta de que no había tenido ninguna gracia, pero en el momento y a lo mejor fue por la forma en que él lo dijo ella no pudo evitar la risa. No podía parar de reírse; se sentía débil, y tuvo que apoyarse contra el escritorio para no caerse. Cuando terminó vio que él la miraba con una expresión tímida y feliz.

    —¿Emily? —dijo—. ¿Quieres salir a tomar algo conmigo esta noche?

    Hacía seis años que se había divorciado. Tenía dos hijos que vivían con la madre, y escribía poesía.

    —¿Has publicado? —le preguntó ella.

    —Tres veces.

    —¿En revistas, quieres decir?

    —No, libros. Tres libros. Vivía en una de las grises manzanas de edificios del sector oeste de la veintitantos, al lado de la Quinta Avenida, donde hay ocasionalmente edificios de apartamentos encerrados entre comercios, y su piso era lo que podía llamarse espartano, sin alfombra, ni cortinas, ni televisor.

    Después de la primera noche juntos, cuando parecía evidente que este hombre alto y flaco era exactamente el tipo que siempre había querido, ella empezó a inspeccionar sus libros, vestida con la bata de él, hasta que encontró tres tomitos con el nombre de John Flanders en el lomo. Él estaba en la cocina preparando café.

    —Dios, Jack —gritó ella—. Fuiste un «Joven poeta de Yale».

    —Sí, bueno, es como una lotería —dijo él—. Tienen que darle el premio a alguien todos los años —pero su humildad no era auténtica: notó lo contento que estaba de que ella hubiera encontrado el libro; era casi seguro que él se lo habría mostrado en caso contrario.

    Lo giró para leer la contracubierta: «John Flanders constituye una auténtica voz nueva, pródiga en sabiduría, pasión y perfecto dominio técnico. Regocijémonos por su don poético».

    —¡Magnífico!

    —Sí —dijo él con el mismo tono entre modesto y orgulloso—. No es gran cosa. Te lo puedes llevar, si quieres. Me gustaría que te lo llevaras, en realidad. El segundo libro está bien, también. Tal vez no sea tan bueno como el primero. Te ruego que no pierdas el tiempo con el tercero. Es asqueroso. No te imaginas lo malo que es. ¿Tomas azúcar y leche?

    Mientras tomaban café, mirando los edificios de firmas comerciales de un color verdusco terroso, por la ventana, ella dijo:

    —¿Qué estás haciendo en una revista sobre comercio?

    —Algún empleo he de tener. Y sucede que el trabajo es fácil; puedo hacerlo con los ojos cerrados, y olvidarme por completo cuando llego a casa.

    —Los poetas por lo general trabajan en las universidades, ¿no?

    —Ah, yo también trabajé en las universidades, durante muchos años. Oliéndole el culo al jefe de departamento, sudando para conseguir reconocimiento, protegiéndome de hordas, de rostros solemnes y tensos que uno vuelve a ver, obsesionado, por la noche. Lo peor de todo es que uno termina por escribir poesía académica. No, nena, créeme, el Food Field Observer es mucho mejor.

    —¿Por qué no pides una de esas becas… cómo se llaman? ¿Guggenheim?

    —Ya tuve una. Y una Rockefeller, también.

    —¿Por qué dices que el tercer libro es asqueroso?

    —Ah, toda mi vida era un lío entonces. Me acababa de divorciar, bebía demasiado; supongo que sé lo que estaba haciendo cuando escribí esos poemas, pero estaba confundido. Son sentimentales, complacientes, llenos de lástima por mí mismo, terribles. La última vez que vi a Dudley Fitts apenas si me saludó.

    —¿Y cómo es tu vida ahora?

    —Sigue siendo un lío, supongo, excepto que he descubierto que a veces —le metió la mano por la manga de la bata hasta el codo, y lo acarició como si fuera una zona erógena—, a veces, si uno juega bien las cartas, llega a conocer a una buena chica.

    Durante una semana estuvieron todo el tiempo juntos pasaban la noche en el apartamento de él o en el de ella y ella no se quedó sola para leer el primer libro hasta que se tomó un día con ese propósito determinado.

    No era fácil. Ella había leído mucha poesía contemporánea en Barnard y siempre le había ido bien en sus clases de interpretación, pero nunca había leído por placer. Leyó los primeros poemas demasiado rápidamente, teniendo sólo impresiones de las ideas reflejadas; luego tuvo que volver a estudiarlos uno por uno para llegar a apreciarlos. Los últimos poemas del volumen eran más ricos, aunque conservaban la impresión de haber sido dichos por la voz de Jack, y casi toda la sección final estaba ocupada por un poema largo, intrincado y con muchos niveles de interpretación, así que tuvo que leerlo tres veces. Eran casi las cinco de la tarde cuando lo pudo llamar a la oficina para decirle que el libro le había parecido magnífico.

    —¿Me lo dices en serio? —casi adivinaba el deleite reflejado en su cara—. Tú no me mentirías, ¿no, Emily? ¿Cuáles te han gustado más?

    —Me han gustado todos, Jack. De verdad. Déjame pensar. Me encantó el poema llamado «Una celebración». Casi me hizo llorar.

    —¿Sí? —parecía decepcionado—. Bueno, sí, es un buen poema lírico, pero no tiene mucha sustancia. ¿Qué te pareció el de guerra, el que se titula «Granada de mano»?

    —Oh, sí, ése también. Tiene cierta… extraordinaria acritud.

    —«Acritud» es un buen término. Así es, exactamente. Y por supuesto, la otra pregunta importante es tu opinión acerca del último poema. El largo.

    —A eso iba. Es hermoso, Jack. Es muy, muy conmovedor. Date prisa y ven a casa.

    Al comienzo del verano él recibió una invitación para enseñar durante dos años en el taller de escritores de la Universidad de Iowa.

    —¿Sabes algo, nena? —le dijo cuando leyeron la carta—. Podría ser un error rechazar esto.

    —Creía que odiabas la enseñanza.

    —Sí, pero Iowa es distinto. Si estoy en lo cierto, el taller está completamente separado del departamento de Literatura. Es un programa de graduados, como una escuela profesional. Los estudiantes son seleccionados cuidadosamente, no son estudiantes en realidad sino escritores jóvenes, y sólo tendría que «enseñar» cuatro o cinco horas por semana. Se supone que los profesores deben escribir su propia obra mientras están ahí, así que les dan mucho tiempo libre. Y si yo no puedo terminar este libro en dos años, realmente no sirvo. Además —dijo, pasándose el pulgar por la barbilla con timidez, y ella se dio cuenta de que lo que iba a decir era decisivo—. Además, y sé que puede parecer tonto, es una especie de honor ser invitado a Iowa. Quiere decir que alguien debe de pensar que mi último libro no me hundió para siempre.

    —Bueno, está bien, Jack, pero sigue siendo un honor, aunque no aceptes la invitación. Piénsalo bien: ¿quieres realmente ir a Iowa?

    Los dos estaban caminando por el apartamento de él, cosa que empezaron a hacer en cuanto abrieron la carta. Él se acercó a ella en el piso espartano, la abrazó y se inclinó para esconder la cara en su pelo.

    —Quiero ir —dijo—, pero sólo con una condición.

    —¿Cuál?

    —Que vengas conmigo —dijo roncamente—, que te quedes conmigo, como mi chica.”

Las hermanas Grimes
Richard Yates
traducción de Rolando Costa Picazo
Alfaguara, 2009
páginas: 90-94

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