Puntos de vista de una mujer
Carmen Laforet
edición de Ana Cabello y Blanca Ripoll
prólogo de Inés Martín Rodrigo
Destino, 2021
páginas: 416
En los artículos publicados entre los años 1948 y 1953 en la sección «Puntos de vista de una mujer» de la revista Destino, que se recogen en este libro, la escritura de Carmen Laforet se revela como un espejo que refleja la cotidianeidad de su tiempo: una época en la que las mujeres deseaban ser vistas y escuchadas más allá de las paredes de su habitación propia. Sin embargo, no solo retrató las preocupaciones y los deseos de las mujeres de un país sumido en la represión, sino que, con una voz íntima y valiente, decidida a ser ella misma, supo crear un espacio compartido de libertad y complicidad.
En estos textos, Carmen Laforet despliega con maestría una de las grandes proezas de la escritura: transformar la vida cotidiana en un acontecimiento extraordinario, consiguiendo que lo trivial cobre un nuevo sentido. Redescubrimos así otra faceta de una autora que rompió barreras en los años cuarenta, y cuya mirada de periodista resulta esencial para completar la gran figura que fue.
Fragmento:
La fiesta de la moda
"Yo quisiera escribir para mujeres sobre temas nuestros, de mujeres. Lo malo es que yo no voy a hacer un apartado de recetas culinarias, de charlas de puericultura o sobre la mejor manera de fruncir una cortina, cosas todas que deben interesarnos a las mujeres forzosamente, pero que es tarea para la que yo no me siento capacitada, quizá porque cuando escribo me gusta descansar de ella.
Quisiera, desde aquí, hablar para mujeres que al tomar la revista entre sus manos quisieran descansar también, charlando un poco con una amiga. Nada como una conversación sincera y descuidada con personas del mismo sexo, para aliviar la tensión del vivir diario. Los hombres saben mucho de esto. Han inventado la tertulia del café y el recinto infranqueable de sus casinos para refugiarse un poco y justamente, esa es la verdad, de nosotras. En cambio se mira con desconfianza cualquier club femenino, cualquier lugar en que con cierta regularidad las mujeres puedan reunirse para hablar libremente y sin reticencias con otras mujeres. Esta reacción es, desde luego, poco generosa; la mujer aporta hoy al vivir diario una parte de trabajo tan pesado y tan duro como el de cualquier hombre, teniendo, además, que conservarse graciosas y amables para servir de descanso y de apoyo a los trabajadores del otro sexo, pues esto, entre otras misiones principales, es nuestra misión. Nuestro deber es, en la mayoría de casos, olvidarnos de nosotras mismas y vivir cada hora la vida de los nuestros. Unos minutos de descuido, una pequeña tertulia con nuestras amigas en la que por algún tiempo se dejen a un lado la envidia, los celos y todas las otras preocupaciones, nos rejuvenece más y mejor que cualquier crema de belleza. De estos temas que surgen en nuestra tertulia de descanso son de los que yo quisiera hablar aquí.
Hablando de belleza y rejuvenecimiento me ha venido la idea de contaros un desfile de modelos que hace pocos días se ha visto en Madrid, en los salones del modisto Marbel. Los modelos presentados eran de Marbel y de Schiaparelli.1 La señora Schiaparelli vino de París para presentar su colección y con este motivo se inauguró el desfile con una fiesta de noche.
El ambiente era ya de por sí un acierto; brillante y dorado como una bella página literaria. Había mucho de literario allí, pues bajo las luces de las lámparas, entre los espejos y los suelos relucientes, se movían, vestidos de etiqueta, muchos personajes de cuentos y novelas y también los autores de estos personajes. Los modistos tenían empeño en mezclarnos aquella noche en el interés común de esa cosa fantástica y delicada, algo así como la curva gráfica de la civilización, que son las oscilaciones de la moda.
Una amiga vino a saludarme. Como la había visto por la mañana en su ambiente íntimo y casero, amurallada entre sus hijos y sus criados, me costó trabajo reconocerla. Ella me confió, sonriente, que esta noche era un hada, ya que sus chicos le habían dado esta categoría al verla enjoyada y de un blanco reluciente. Poco después pude saludar a Cleopatra. En la vida corriente me parecía recordar que no tiene más que diecinueve años, pero esta noche ella sentía y nos hacía sentir su experimentada belleza de siglos.
Literatura. Puesto que había tanta, ¿por qué no entregarse a ella? Allí estaban las siete mujeres de Barba Azul, a cual más linda y menos decapitada. Las siete mujeres de Barba Azul que suelen dormir todo el día, hasta la caída de la tarde, y que cada noche se disfrazan de algo distinto: sirenas, reinas, envenenadoras... Cada día con nueva personalidad, hasta parecer, en vez de siete, setecientas mujeres irreales. Barba Azul también estaba allí. Varios Barba Azules y... ¿cómo no?, el Príncipe Encantador y hasta Pulgarcito, un Pulgarcito ya opulento y crecido, después de la fortuna que hizo con las botas de siete leguas. También, como os dije antes, podíais encontrar a Perrault y a los hermanos Grimm. En realidad, esta fiesta de exaltación femenina era una fiesta en honor de los señores.
Las mujeres, y no solo las modelos, que desde la pasarela nos idealizaban esta moda actual (que en un mundo de caos y de dolorosas preocupaciones materiales lanza sus protestas adornándose de los detalles más costosos y superfluos), sino, además, las contempladoras, vestidas de gala, estábamos todas en el escenario para ellos.
Ellos, los hombres, los únicos espectadores. Por algo es creación suya este aspecto nuestro, el de la frivolidad. Nos han cantado tantas veces como a criaturas fantásticas, como a seres de ensueño a lo largo de una civilización de la que quizá vivamos el ocaso, que los seres más trágicos de la tierra, las mujeres, nos disfrazamos para ellos de diosas o de flores, de alma y carne exaltada y radiante, queriendo encarnar su sentimiento.
Dice Maragall que las grandes amadas de la literatura universal lo fueron más allá de ellas mismas, amadas en la «eterna mujer incoercible al cuerpo», divisada siempre en lontananza, aunque el amador cante a la madre de sus hijos.
"Cuando una mujer se conoce amada con aquella furia ideal, qué siente ella? Ninguna nos lo ha dicho. Sabemos del amor del Dante y del Petrarca, pero Beatriz y Laura nada dijeron. Siempre han sido mudas esas grandes amadas."
Y, sin embargo, cada día, a través de los siglos, la mujer da su respuesta al sueño del hombre siempre repetido. La coquetería encarnada en nombres famosos de todos conocidos, el deseo de ser más bellas, más exquisitas, más alhajadas. El interés y el sometimiento a esta tiranía que la fiesta de la moda impone son la contestación que esta Eterna Amada dedica al Hombre de Siempre:
—Yo, que te soy necesaria con mi sangre, mis risas, mis lágrimas y mi trabajo de todos los días. Que te soy necesaria sencilla como el pan, para solucionarte lo más pesado y humilde del vivir cotidiano y hacerte posible de este modo la proyección de tus ideas, quiero también ser tu anhelo hecho de idealidad, fragilidad, mutación y lejanía, porque lo amo y lo comprendo también."
(13 de noviembre de 1948)
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