14 de gen. 2023

nada, final

 




    “Acabé de arreglar mi maleta y de atarla fuertemente con la cuerda, para asegurar las cerraduras rotas. Estaba cansada. Gloria me dijo que la cena estaba ya en la mesa. Me había invitado a cenar con ellos aquella última noche. Por la mañana se había inclinado a mi oído:

    —He vendido todas las cornucopias. No sabía que por esos trastos tan viejos y feos dieran tanto dinero, chica...

    Aquella noche hubo pan en abundancia. Se sirvió pescado blanco. Juan parecía de buen humor. El niño charloteaba en su silla alta y me di cuenta con asombro de que había crecido mucho en aquel año. La lámpara familiar daba sus reflejos en los oscuros cristales del balcón. La abuela dijo:

    —¡Picarona! A ver si vuelves pronto a vernos...

    Gloria puso su pequeña mano sobre la que yo tenía en el mantel.

    —Sí, vuelve pronto, Andrea, ya sabes que yo te quiero mucho...

    Juan intervino:

    —No importunéis a Andrea. Hace bien en marcharse. Por fin se le presenta la ocasión de trabajar y de hacer algo... Hasta ahora no se puede decir que no haya sido holgazana.

    Terminamos de cenar. Yo no sabía qué decirles. Gloria amontonó los platos sucios en el fregadero y después fue a pintarse los labios y a ponerse el abrigo.

    —Bueno, dame un abrazo, chica, por si no te veo... Porque tú te marcharás muy temprano, ¿no?

    —A las siete.

    La abracé, y, cosa extraña, sentí que la quería. Luego la vi marcharse.

    Juan estaba en medio del recibidor, mirando, sin decir una palabra, mis manipulaciones con la maleta para dejarla colocada cerca de la puerta de la calle. Quería hacer el menor ruido y molestar lo menos posible al marcharme. Mi tío me puso la mano en el hombro con una torpe amabilidad y me contempló así, separada por la distancia de su brazo.

    —Bueno, ¡que te vaya bien, sobrina! Ya verás cómo, de todas maneras, vivir en una casa extraña no es lo mismo que estar con tu familia, pero conviene que te vayas espabilando. Que aprendas a conocer lo que es la vida...

    Entré en el cuarto de Angustias por última vez. Hacía calor y la ventana estaba abierta; el conocido reflejo del farol de la calle se extendía sobre los baldosines en tristes riadas amarillentas.

    No quise pensar más en lo que me rodeaba y me metí en la cama. La carta de Ena me había abierto, y esta vez de una manera real, los horizontes de la salvación.

<<... Hay trabajo para ti en el despacho de mi padre, Andrea. Te permitirá vivir independiente y además asistir a las clases de la universidad. Por el momento vivirás en casa, pero luego podrás escoger a tu  gusto tu domicilio, ya que no se trata de secuestrarte. Mamá está muy animada preparando tu  habitación. Yo no duermo de alegría.>>

    Era una carta larguísima en la que me contaba todas sus preocupaciones y esperanzas. Me decía que Jaime también iba a vivir aquel invierno en Madrid. Que había decidido, al fin, terminar la carrera y que luego se casarían.

    No me podía dormir. Encontraba idiota sentir otra vez aquella ansiosa expectación que un año antes, en el pueblo, me hacía saltar de la cama cada media hora, temiendo perder el tren de las seis, y no podía evitarla. No tenía ahora las mismas ilusiones, pero aquella partida me emocionaba como una liberación. El padre de Ena, que había venido a Barcelona por unos días, a la mañana siguiente me vendría a recoger para que le acompañase en su viaje de vuelta a Madrid. Haríamos el viaje en su automóvil.

    Estaba ya vestida cuando el chófer llamó discretamente a la puerta. La casa entera parecía silenciosa y dormida bajo la luz grisácea que entraba por los balcones. No me atreví a asomarme al cuarto de la abuela. No quería despertarla.

    Bajé las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces.

    De pie, al lado del largo automóvil negro, me esperaba el padre de Ena. Me tendió las manos en una bienvenida cordial. Se volvió al chófer para recomendarle no sé qué encargos. Luego me dijo:

    —Comeremos en Zaragoza, pero antes tendremos un buen desayuno —se sonrió ampliamente—; le gustará el viaje, Andrea. Ya verá usted...

    El aire de la mañana estimulaba. El suelo aparecía mojado con el rocío de la noche. Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había vivido un año. Los primeros rayos del sol chocaban contra sus ventanas. Unos momentos después, la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí.”
Nada
Carmen Laforet
Austral, 2019
páginas 303-305


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