por Carmen Laforet
El País
06/12/1983
"¿Dónde están los duendes, las hadas, las brujas voladoras sobre escobas en las que no creíamos en nuestra infancia? Nuestros padres no sólo no nos engañaban, sino que nos prohibían creer en estas fantasías. Nos prohibían creer en casi todo lo que no se ve, se huele, se toca, se gusta y se oye. Sólo se respetaban los misterios esenciales de nuestra religión. La credulidad era cosa de "gentes ignorantes" en aquella época de racionalismo. Por mi parte, en una isla soleada donde no existe el otoño, miraba con escepticismo las ilustraciones de mis libros de cuentos, en que aparecían árboles inmensos con raíces que cobijaban las casitas de los enanos, y el colorido maravilloso de las hojas, rojizas y amarillas, que caían en lenta lluvia entre las nieblas para alfombrar la tierra. Los inexistentes duendes y el otoño magnífico se fundían en mi imaginación, aunque creyese por cultura que el otoño existe y que los duendes no existen. A fuerza de no querer ser crédula, he sido una criatura con la fantasía podada al máximo. Alguna compensación tenía que tener, y confieso que tengo el don de maravillarme cuando descubro, aunque sea parcialmente, mis muchas ignorancias. El otoño, por ejemplo, lo he añorado, lo he presentido, lo he buscado, y de pronto lo encontré en Aranjuez cuando tenía ya más de 20 años. El más joven de mis hijos, Agustín Cerezales -escritor-, recuerda que cuando él tenía cinco o seis años le llevé a Aranjuez en otoño y le dejé revolcarse en montones de hojas caídas y bautizarse en los colores de las que iban cayendo sobre nosotros en el paseo por los jardines. De los duendes no le hablé a Agustín. Ni a nadie. Los duendes no existen. ¿No existen? Es ahora, cuando la gran masa humana que nutre su cultura con la televisión se ha vuelto crédula en milagros científicos mezclados con milagros de ficción científica, cuando al llegar el otoño siento una irresistible añoranza, un deseo muy grande de creer no en las brujas ni en las hadas, ni menos en los robots, en los marcianos, en las armas atómicas y en los cohetes interespaciales, pero sí en los duendes de tradición antiquísima, los duendes familiares, que se mezclan en la vida humana con sus travesuras inocentes.
En estos tiempos, uno no puede decir a los niños que no crean en la nueva mitología de superhombres provistos de máquinas para cruzar los espacios entre las estrellas. Creer, en los tiempos de mi infancia, era ser ignorante. No creer, ahora, es igualmente ser ignorante. Pero son afirmaciones estas muy dudosas todas. En 1965 vi en cabo Kennedy las torres donde se estaba construyendo el cohete que el 21 de julio de 1969 el mundo entero, en las pantallas de televisión, vio llegar a la Luna, que pisaron los hombres "por primera vez en la historia del universo". Pero ¿esto es verdad? Un amigo labrador castellano, sin estudios universitarios, pero muy inteligente, lanzaba risas socarronas ante nuestra credulidad. "No hay nada más fácil que montar un escenario de la Luna para que lo crean los papanatas". Nosotros pensamos que ese hombre era incrédulo por ignorancia. Hoy, cuando me he enterado de que sin apoyo de los centros científicos mundiales, pero con un auditorio tan grande como el que tuvo la primera llegada a la Luna, algunas emisoras de televisión han dado un reportaje en el que algún científico y algún astronauta afirmaron que, en efecto, el asunto de la llegada a la Luna por primera vez fue un engaño (al parecer, porque ya se había llegado mucho antes, y en la cara oculta de la Luna hay hasta ciudades y las había entonces ... ), crédulos e incrédulos podemos sentirnos igualmente desorientados, igualmente ignorantes y aterrorizados por lo que creemos y lo que no creemos de las fuerzas ocultas que nos manejan.
Es mejor creer en los duendes. Fue un asombro maravilloso para mí la primera vez que supe sin lugar a dudas que algunas gentes muy cultas de países nórdicos creen en los duendes. Quizá también en nuestro país haya quien crea en los duendes. El que yo no haya conocido ningún español que lo confiese no tiene la menor importancia. Nunca me he dedicado a investigar en este sentido. Fue la casualidad, un otoño de nevisca, la que me reunió con un grupo de amigos en un parador de las montañas de León, donde escuché el relato de las aventuras escolares de uno de estos amigos que estudió en Inglaterra. Invitado por un compañero a pasar un fin de semana en una casa de campo, estuvieron él y su amigo haciendo sonar la campanilla de la verja del jardín mucho rato. Como habían llegado una hora antes de lo previsto, los dueños y los sirvientes de la casa no habían hecho caso de aquellas llamadas. Creyeron que se trataba del duende, que en tardes neblinosas y tranquilas como aquella se divertía en agitar la campanilla. Para mi amigo español fue un asombro comprobar que todos los habitantes de la casa -incluso el deportista compañero de estudios- creían absolutamente en el duende. "Está en esta casa desde hace muchísimo tiempo. Nos lo advirtieron los antiguos inquilinos, pero es un duende inofensivo si se le trata bien".
Otro relato de un duende familiar me lo hizo mi amiga la escritora canaria Lola de la Fe. Lo hizo sin comentarios. Era amiga de una señora sueca, pintora, que llegó a Las Palmas a pasar una larga temporada. La pintora sueca, joven, culta, bienhumorada, era encantadora. Poco después de alquilar una casa en la ciudad, sus amigos la notaron preocupada. Al fin, confió a Lola su mala suerte. En su casa de Suecia -donde vivía sola- se instaló un duende a poco de estrenarla: un duende insoportable, que le escondía los tubos de pintura o hacía chafarrinones en sus cuadros si ella se olvidaba de ponerle su escudilla de gachas. El duende, para comer, adoptaba un disfraz visible de gato vagabundo... Cuando la pintora tuvo la ocasión de sus vacaciones, buscó en la geografía de la Tierra un punto lejano: las islas Canarias. Y con gran secreto vendió su casa para instalarse en otro lugar al regreso. También tomó precauciones con el equipaje. Mandó sus baúles por vía marítima v salió con las maletas del avión -algo así como para un fin de semana- para engañar al duende. Al llegar a Las Palmas se sintió liberada todo el tiempo en que estuvo en un hotel; pero cuando alquiló una casa y abrió los baúles, tuvo que darse cuenta en seguida de que el duende había llegado escondido en aquellos baúles. Inmediatamente comenzó a perder cosas, se le mezclaron los colores en la paleta, se le estropeó un retrato que estaba pintando. El duende se aplacaba sólo cuando dejaba en la terraza su taza de leche con gofio..., y eso -el duende- era la causa del nerviosismo de la joven sueca.
Cuánto recordé yo esa historia del duende cuando crecieron mis hijos y viví sola una temporada. Ya no podía culpar a mis niñas de que dejasen sus cuadernos y sus juguetes en mi mesa de trabajo, pero mi mesa de trabajo aparecía desordenada igualmente. Cuadernos inesperados, libros, utensilios de cocina..., ¿quién los llevaba allí? Yo sola, con mi despiste. Sufrí un ataque de autodestrucción de personalidad. En años pasados, ¿no habría reñido yo a los niños injustamente? Lo más probable era que aquellas cosas suyas las hubiera puesto yo misma, por descuido, por abstracción, entre mis cuartillas. La seguridad que había tenido en mí misma y en mi memoria sufrió un golpe muy rudo. Nunca me he recuperado. Qué distinto sería todo si yo pudiese creer en un duende familiar, acompañante perpetuo, chivo expiatorio de todas mis equivocaciones. Queridos duendes familiares, tan constantes y tan opuestos al gran duende de la inspiración, ojalá creyese en vuestra existencia y vuestra lucha conmigo. Pero he tenido una infancia demasiado racionalista. Mis nietos serán más felices. En el momento de sus despistes culparan de todo a los extraterrestres, y se quedarán tan tranquilos."
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