Un misterio llamado Carmen Laforet.
Entró en la historia de la literatura con 23 años, se pasó la vida huyendo del éxito de “Nada” y terminó abandonando la escritura. Una recopilación de sus artículos inaugura su centenario.
por Anna Caballé
El País
05/03/2021
"De nuevo, Carmen Laforet. Este es el año del centenario de su nacimiento, ocurrido un 6 de septiembre, en Barcelona, en un piso de la calle de Aribau al que volvería de joven huyendo de una experiencia familiar incómoda y que se haría célebre después de Nada. Su padre, Eduardo Laforet, un arquitecto atractivo y seductor, se casó a los pocos meses de quedar viudo de Teodora Díaz, madre de los tres hijos del matrimonio, y el revuelo en Las Palmas, donde vivía la familia desde 1923, fue notable pues era un hombre muy conocido en la ciudad. Sin embargo, los celos y las tiranteces entre la nueva esposa y los todavía muy jóvenes hijos de Teodora hicieron de aquella nueva aventura conyugal una experiencia difícil.
Sartre escribió acerca de la falta de amor de Flaubert en su niñez: “Cuando el amor está presente, la masa del espíritu sube, y cuando está ausente se hunde”. Así ocurrió, al menos en parte, en la familia Laforet, y la primogénita de los tres hermanos puso mar de por medio a los 18 años —los cumplió durante el viaje— rumbo a Barcelona, donde vivía la familia paterna. Lo hizo siguiendo en parte un amor de juventud, Ricardo Lezcano, al que había conocido en Las Palmas, y, en parte, con el objetivo de dejar atrás el vacío en que estaba creciendo y que recrearía con dureza en su segunda novela, La isla y los demonios (1952). Una obra que, en su momento, decepcionó pues todo el mundo esperaba la continuación de la historia de Andrea.
Podemos imaginarnos las esperanzas, la rebeldía, el afán de libertad con que aquella soñadora nata que era Carmen Laforet llegó a la capital catalana. En ella vivían todavía sus abuelos, de los que guardaba un gratísimo recuerdo de niñez, y a la ciudad había llegado unos días antes el joven Ricardo para seguir sus estudios en la escuela industrial. De modo que la futura escritora desembarcó esperando vivir los días más felices, pero “nada” saldría como esperaba. “Nada” que ver aquella ciudad medio destruida por los bombardeos y la miseria después de tres años de guerra con los dulces recuerdos que atesoraba de su infancia. El impacto debió de ser considerable si pensamos que en las islas Canarias los años de la guerra fueron solo un leve eco de lo que sucedía en la Península.
La relación con Ricardo tampoco prosperó y no prosperaron los estudios a los que se había comprometido con su padre. De hecho, la novela, escrita ya en Madrid entre 1942 y 1944 (aunque con esbozos anteriores), resume perfectamente su experiencia real en Barcelona. Aquello no salió bien. O sí. Porque la escritora sabría proyectar literariamente su extraño ánimo (extraño por seductoramente distante y contenido) y en él se fundirían miles de jóvenes que como ella querían pensar en sus vidas en medio de los escombros. En definitiva, Laforet daría forma al desaliento moral que podía sentirse en 1940 sin las estridencias de un Pascual Duarte, por ejemplo.
Nada es una novela fenomenológica, y lo digo aun siendo consciente de que la escritora no podía conocer esta corriente filosófica que se impuso a comienzos de siglo, pero esa es su intuición y la naturaleza de su mirada, de modo que en lugar de ofrecernos una narración con amplias descripciones de la ciudad, de la acción y los personajes, la autora se centra en contarnos cómo le va a la joven Andrea desde que llega a Barcelona hasta que huye a Madrid siguiendo a su amiga Ena —trasunto de Linka Babecka, una amiga fundamental en su vida—.
Entre la llegada y la partida se produce el desplome de sus ilusiones. Eso fue lo que ocurrió también en el ánimo de la autora, aunque en el futuro negaría una y otra vez el indudable carácter autobiográfico de la novela. Razonablemente, pues aquel autobiografismo, más que lógico en una autora novel, tendría severas consecuencias familiares. En todo caso, a las ilusiones caídas en Barcelona siguieron otras nuevas florecidas en Madrid. Allí se instala la autora, en el piso de su tía Carmen Díaz, quien ejercería como segunda madre de los hermanos Laforet en los años siguientes.
La correspondencia a la que pude tener acceso cuando escribía la biografía Una mujer en fuga, en colaboración con Israel Rolón, da idea de los dos años frenéticos que vive en la capital. Se matricula en Derecho, amplía junto a Linka su círculo de amistades —Juan Eduardo Zúñiga lo recordaba muy bien— y se vuelca en un “trabajo fuerte” que solo podía ser la escritura de Nada. Será Linka quien le propone ofrecer su manuscrito a un joven editor y hombre de letras, Manuel Cerezales, entonces director de Pace, una editorial fundada junto a Ricardo Páez (de ahí el acrónimo) y que fenecería pronto. Cerezales quedó prendado del relato de aquella joven que estaba en las nubes y era capaz de sumergir al lector en las andanzas de una adolescente que vive por primera vez la experiencia de su libertad en un medio difícil.
Al poco tiempo, le propuso presentarla a la primera edición del premio convocado por Destino y probablemente colaboró en su redacción final dándole valiosos consejos. La escritora y otra gran amiga de Laforet aquellos años Lola de la Fe recordaba que, pocos días antes de cerrarse el plazo previsto, las cuartillas mecanografiadas ocupaban todos los espacios libres de la casa de la tía Carmen. Estaban repartidas por el comedor y prendidas con alfileres en la tapicería de sillas y sillones. Aquello era una dura prueba para una joven que no haría del orden su principal virtud, como ella misma reconoce en algunos de sus artículos.
Casi da apuro escribir que ganó el primer Premio Nadal el 6 de enero de 1945, a los 23 años: es la descripción más desgastada de la historia de la literatura española —la otra es calificarla de “chica rara”, como si no hubiera más ideas en el mundo—. El jurado, estimulado por su principal defensor, el crítico Rafael Vázquez Zamora, apenas dudó entre César González Ruano —quien presentó una novela a medio hacer—, el gallego José María Álvarez Blázquez y Laforet, aunque esta se impuso finalmente por solo tres votos sobre cinco. Josep Vergés votó en la quinta ronda por En el pueblo hay caras nuevas, de Blázquez —para evitar un humillante cinco a cero, pero Juan Ramón Masoliver cambió de opinión inesperadamente y quedaron tres a dos—. Es un dato importante porque no dejaría de traer consecuencias en la relación Vergés-Laforet: ambos serían conscientes en el futuro de la distancia que había impuesto entre ellos el “pecado original”, esto es, que el editor no la hubiera apoyado en la última votación.
Con los años se produciría una situación paradójica, al tiempo que apasionante, y que recuerda la vivida en 1951 por Salinger a raíz de la publicación de El guardián entre el centeno. Y es que ambos escritores harían lo imposible por desvincularse del éxito obtenido con sus primeras novelas, aunque nunca lograran recuperar su libertad vital. Laforet se vería forzada en lo sucesivo a publicar todo lo que escribía porque le llovían los compromisos. El hecho de verse tratada, de un día para otro, como una escritora profesional, con todas sus exigencias —cuando lo que ella deseaba, dada su juventud, era crecer como persona, ver mundo, tener experiencias y encontrarse a sí misma—, resultaría traumático y Nada se convertiría en una pesadilla, una hipoteca existencial, una carga muy pesada de llevar porque carecía de cierre. Juan Ramón Masoliver, resentido con Laforet, comparaba su obra con la de Álvarez Blázquez escribiendo: “El de Carmen Laforet es un libro bomba, una novela que compromete mucho a su autora para ulteriores salidas. Porque después de Nada no caben fáciles lirismos, ni amores desgraciados y demás historias de jovencita”.
Este era el contexto crítico. ¿Qué podía hacer Laforet? Tardaría siete años en dar publicidad a una segunda novela, La isla y los demonios, concebida con toda la presión imaginable. En ella daba un paso atrás en el tiempo, regresando a los espacios de su infancia y adolescencia en Las Palmas, con la lógica decepción de sus lectores. Porque, sin desearlo, se había convertido, junto a Camilo José Cela, en el eje de la vida literaria española, una referencia indiscutible cuando se hablaba de la narrativa escrita después de la Guerra Civil, la mejor demostración de que no todo se había perdido con el exilio de tantos valiosos intelectuales. Pero mientras el autor de La familia de Pascual Duarte desplegaba una actividad asombrosa —entre 1942 y 1945 publicó cinco obras— para afirmar su liderazgo literario, Laforet recomendaba los libros de Cela en la revista Destino y lo único que deseaba era tomar un tren y escaparse. Así se lo decía a Elena Fortún, a quien también confesaría sus temores, su precipitado matrimonio con Manuel Cerezales. “Sea usted feliz muchos años y acepte la responsabilidad de vivir una vida que no le estaba destinada”, le responde en un primer momento la autora de Celia, que después cambiaría de opinión.
Lo cierto es que a partir de Nada cada novela supondría un calvario para la escritora, aturdida por el matrimonio, la maternidad —cinco hijos—, las presiones editoriales, las expectativas de sus lectores, las colaboraciones regulares, las necesidades económicas y los íntimos deseos de libertad y vagabundaje. En 1951, conocería a la tenista Lilí Álvarez, quien había regresado a España después de la guerra abandonando el deporte y volcándose en la gestación de un pensamiento católico seglar que frenara el imperio de la Iglesia en la relación de los creyentes con Dios. La escritora quedó fascinada ante una personalidad tan arrolladora que parecía tener respuestas para todo —un artículo en Destino dedicado a ella marca el comienzo de su amistad—.
La conversión religiosa propiciada por su amiga y secreto amor explica el giro místico que toma su tercera novela, La mujer nueva (1955), tan distante de Nada, aparentemente. Una obra que trata sobre la sublimación del deseo femenino, explorando, ante el dilema de desear o inhibirse, una tercera vía, y es el encuentro con una misma a través de Dios. ¿Era una opción emancipadora su propuesta? En todo caso, aquel libro fue el preámbulo de la huida que la escritora adoptaría muy pronto en la vida real. Pero no fue todavía su última palabra, la tuvo La insolación (1963), con su valiente defensa de la dignidad homosexual y la denuncia del oscurantismo en que se vivía entonces. Una novela que la enfrentaría, equivocadamente, al mundo editorial catalán por su ruptura con Destino. La publicó Planeta, fruto del nuevo y más sustancioso contrato firmado con José Manuel Lara. En el aventurado prólogo prometía una trilogía, Tres pasos fuera del tiempo, pero ya no pudo ser. La escritora estaba a punto de romperse.
Cuando en 1965 viaja por Estados Unidos, invitada por su Gobierno en unas condiciones fantásticas, Graciela Palau de Nemes advierte el cambio físico experimentado: “En 1965 no era la misma persona. Me dio la impresión de que había envejecido prematuramente”. De aquel viaje saldría el libro Paralelo 35, escrito con una trágica simplicidad descriptiva. Hasta su muerte, ocurrida el 28 de febrero de 2004, casi 40 años después, la autora intentó rehacer su vida en solitario. En un artículo en La Actualidad Española —agosto de 1966— se enfrentaba valientemente al problema que la inquietaba: “Al ‘tú, calla’ masculino, dicho en público, ha habido la lenta, poderosa, terrible contestación del poder femenino en silencio. El misterio femenino es cierto. Existe y no debería existir”. Ella tenía la idea de abordarlo en un libro titulado El gineceo. No salió, como no salió la segunda entrega de Tres pasos fuera del tiempo, pero hay constancia documental de su íntima necesidad de sincerarse: “Es más urgente descubrir nuestra cara oculta que la cara oculta de la Luna”. Laforet veía el problema al que se enfrentaba como novelista en España con una gran claridad. Pero estaba a un paso del bloqueo literario. Y llegó la etapa oscura."
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