10 d’ag. 2023

muerte en zamora, 2

 

Ramón Sender Barayón

Los fantasmas del cambio

por Helen Graham

"En 1989, el hijo del famoso escritor Ramón J. Sender, criado en Estados Unidos, publicó en inglés un relato de la búsqueda realizada por él mismo y por su hermana de los restos de su madre, Amparo Barayón, y de la verdad sobre su encarcelamiento y su asesinato extrajudicial. Amparo fue asesinada en Zamora en los primeros meses de la Guerra civil, cuando tenía 32 años. El libro, titulado simplemente Muerte en Zamora, describe una extraordinaria odisea en el tiempo, el espacio y la memoria. A su regreso a España a principios de los años ochenta, el hijo, también llamado Ramón, descubrió que tenía una familia española muy extensa, que surgía como un continente perdido trayendo consigo la historia, los rastros y el fantasma inquieto de su madre Amparo. Así, se puede leer este libro como una trama detectivesca cuyo protagonista, Ramón hijo, se esfuerza por reunir y descifrar los muchos fragmentos y esquirlas de conocimiento que tanto valoraba, ya que eran lo único que le quedaba del pasado, y que le habían llegado a través de su —literalmente devastadora— experiencia de la Guerra civil: la aniquilación de la familia y su propia experiencia de refugiado y del exilio. Cuando comienza su viaje de descubrimiento, no tiene a su disposición — precisamente por lo que le ha sucedido— los pequeños detalles que interconectan acontecimientos pasados. Y como salió de España a tan corta edad, no entiende plenamente la sociedad y la cultura en que ocurrieron los hechos que cambiarían su vida. Lo que no le falta es un conocimiento mayor —a la vez consciente y subconsciente— de lo que pasó y del daño que esto causó.

La historia de Amparo Barayón es desgarradora —en algunas de sus dimensiones, de un horror casi gótico; impresionante incluso entre las decenas de millares de dolorosas tragedias personales y familiares que produjo la Guerra civil—. Es posible, sin embargo, explicarla claramente en términos históricos: Amparo fue víctima de los asesinatos extrajudiciales desencadenados por el golpe militar del 17 y 18 de julio de 1936. Ya se ha investigado la historia de la violencia que recorrió España tras el golpe, y se han establecido sus parámetros generales. También se conocen multitud de detalles que los lectores podrán consultar en obras históricas especializadas. Pero el libro de Ramón ofrece algo más, algo crucial que no se deduce fácilmente de los libros de Historia: el suyo es un testimonio del devastador impacto psicológico de la violencia del pasado en una familia, y del duradero impacto sobre la paz interior y la memoria de todos aquellos que, atrapados en ella, continuaron viviendo. Esta es la razón principal por la que Muerte en Zamora es un libro extraordinario que merece ser ampliamente leído y conocido; su significado pleno y demoledor se encuentra tanto en como está contado como en lo que cuenta.

Pero los acontecimientos históricos en sí también merecen que les prestemos más atención actualmente, en particular porque de ellos podemos aprender algo clave sobre la naturaleza de esta “guerra”, algo que, curiosamente, sigue “desapercibido” hasta hoy, y que haríamos bien en comprender en los tiempos que corren. En Zamora, las autoridades militares rebeldes tuvieron el control desde el principio del golpe, no hubo una resistencia armada real, ni siquiera política. Resumiendo, costaría mucho identificar una “situación de guerra”, al menos según la definición convencional de “guerra”. No hubo tampoco ningún colapso del orden público. En todo momento las milicias fascistas de Falange o las clericales de los carlistas y otros voluntarios de la derecha podrían haber sido sometidas a las autoridades militares, que aseguraron el orden público desde un principio. Sin embargo, esto no solo no ocurrió, sino que, como sabemos por la investigación llevada a cabo por historiadores en los años noventa y 2000, los mismos militares reclutaron activamente a miles de civiles para llevar a cabo una guerra sucia en la retaguardia. Fue en esta “guerra” en la que mataron a Amparo Barayón. El objetivo de esos verdugos civiles eran normalmente personas relacionadas con las reformas sociales y económicas de la Segunda república contra la que se habían levantado los militares rebeldes. Pero esta relación no se debió siempre a que las víctimas fueran miembros o militantes de una u otra organización política, ni a que se identificaran con ellas. Muchas víctimas, como Amparo, no militaban en ningún partido ni organización; sin embargo, a los ojos de sus verdugos, fueron símbolo —sobre todo en el caso de mujeres modernas (la llamada “mujer nueva”) como lo fue Amparo— de los grandes cambios en marcha tanto en España como en casi todo el continente europeo, y de los cuales la República española fue tanto una consecuencia como una causa. Con estos cambios, las estructuras sociales llegaban a ser menos estrictas, y en algunos aspectos hasta más igualitarias.

Las muchas personas y grupos que en España apoyaban a los militares golpistas tenían en común el temor de a dónde les llevarían estos cambios —ya fueran miedos a pérdidas materiales o psicológicas (riqueza, estatus profesional, jerarquías sociales y políticas establecidas, o certezas de género y religiosas) o una mezcla de todas ellas—. De este tremendo miedo surgió el deseo de “poner” las cosas (y a las personas) en lo que ellos creían que era su “debido sitio”.

Este deseo, nacido del miedo, fue un importante impulsor de la violencia arrolladora de la guerra sucia, al igual que también seguía siendo factor constitutivo de la llamada “represión fría” posterior, puesta en marcha por las nuevas autoridades franquistas. Precisamente por esta dimensión psicológica del miedo, la violencia aplastó a muchas personas relativamente pudientes, con propiedades, y a profesionales de clase media, como la familia Barayón, en la que tres hermanos, incluida Amparo, fueron víctimas de asesinatos extrajudiciales. Entre los tres se encuentra Antonio, el muy querido hermano menor de Amparo, ingeniero de profesión, que fue asesinado por “tener ideas”, es decir, por no ser suficientemente “respetuoso” con las normas y costumbres de la sociedad de provincias de aquel entonces en España. Los militares golpistas y sus verdugos civiles estaban, así, redefiniendo “al enemigo”, identificándolo con sectores sociales completos que se consideraban “descontrolados” porque iban más allá de las formas tradicionales de disciplina y “orden”.Carta de Amparo Barayón protestando por la represión gubernamental contra la huelga de Telefónica (julio de 1931)

A las mujeres emancipadas les reservaron un odio particular e intenso, provocado por lo que para sus verdugos significaba su “desobediencia” frente a las normas de comportamiento de la “feminidad”. No obstante algunos comentarios anteriores, Amparo Barayón no fue asesinada simplemente en lugar de su famoso marido, el periodista y escritor Ramón J. Sender, que simpatizaba con la República y que se encontraba en aquella zona. A Amparo la asesinaron por derecho propio , por ser una mujer moderna. En 1930, cuando se desmoronaba la monarquía en España, ella, con 26 años, había abandonado el atraso provinciano y conservador de Zamora y se había marchado a Madrid, la “gran ciudad”, para ser independiente. En Madrid encontró trabajo como telefonista, una nueva oportunidad de empleo que es, en sí misma, un indicador de la modernidad que se empezaba a desarrollar en España. Se ganó la vida por su cuenta, vivió de forma independiente, educándose tanto política como culturalmente, conoció a Ramón J. Sender y empezó a vivir con él sin casarse; lo que era mucho en aquellos tiempos, incluso en la España urbana, ya que Madrid no era Berlín o París. Sólo sus familiares más cercanos conocían su relación con Ramón. Sin embargo, el solo hecho de que ella hubiera extendido sus alas inspiraba horror entre los pilares de la sociedad provinciana y también entre algunos de los miembros más conservadores de su propio clan familiar, que la veían en el camino a la perdición.

Y serían algunos de los miembros de su familia, decididos a asegurar el cumplimiento de sus propios prejuicios disfrazados de profecía, los que parecen haber estado implicados en denunciarla ante las autoridades militares de Zamora a finales del verano de 1936. La existencia de numerosos grupos sociales de provincia tan conservadores como el de Zamora fue lo que permitió al emergente orden franquista tachar a sus víctimas de “enfermas” o “degeneradas”, hablando siempre de su “impureza”, definiéndolas como la “anti-Nación”. En todo esto los franquistas se hacían eco de los nefastos imperativos del darwinismo social (que fueron también “purificadores”) y que se fueron extendiendo por toda Europa en las negras décadas entre la Primera y la Segunda guerra mundial, donde también causaron estragos. Más ecos de este mismo darwinismo social recalcitrante se hicieron notar en la polémica sobre Amparo que surgió en la prensa local de Zamora a principios del siglo XXI. Esta polémica (analizada por Francisco Espinosa en el Epílogo y apéndices de este volumen) demuestra, con una claridad meridiana, que en la Castilla vieja y profunda la época de Franco todavía es el pasado que no acaba de pasar .

Aunque estos asesinatos extrajudiciales de la Guerra civil sucedieron hace mucho tiempo en términos cronológicos, para muchos de los familiares de los muertos inquietos, incluidos los de Amparo, parece que hubieran sucedido ayer: a pesar de los muchos años transcurridos siguen siendo “muertes recientes”. “Recientes” porque sigue habiendo en ellos algo inoportuno y sin resolver. Como escribe Ramón, autor y protagonista, él sigue “cargando en mi corazón con mi madre muerta, sin absolver y sin vengar”. En parte, la respuesta a la pregunta de por qué esto es así reside en los cuatro decenios de dictadura franquista que vinieron después, y en los envenenados mitos acerca de la Guerra civil que la dictadura diseminó para sus propios fines políticos, apoyados por importantes sectores de la sociedad, tanto por motivos políticos como por sus propios intereses materiales.

Aun así, esos cuarenta años de dictadura están ahora a otros cuarenta años de distancia en el pasado. No obstante, los muertos republicanos continúan “inquietos”. Su sola mención causa malestar, incluso vergüenza, son memorias que estorban, como si las víctimas —es decir, los que hablan por ellas o las conmemoran a través del actual movimiento para la recuperación de la memoria— fueran de alguna manera culpables de “perturbar la paz” del presente. Es una situación extraña que inevitablemente conduce a los observadores —incluidos muchos historiadores— a preguntarse a qué se debe realmente esta rareza. Simplificando (aunque la solución no será fácil en absoluto), tiene que ver con el hecho de que al conmemorar a las víctimas asesinadas en la zona franquista, para que sean reconocidas como tales —víctimas de la violencia fratricida de una guerra civil—, se pone implícitamente en tela de juicio a otra categoría de muertos. Estos son los muertos, tanto militares como civiles, asesinados extrajudicialmente en territorio republicano durante la guerra, y a los que la dictadura franquista declaró de entrada como las víctimas “puras”, sin mancha, ni “pecado”. El franquismo las elevó a la categoría de mito: “los mártires de la Patria”.

Ahora que las víctimas como Amparo pasan del olvido a la Historia, también estos otros muertos, movilizados hace mucho tiempo por la dictadura, deben emprender el viaje de retorno, desde el terreno del mito hacia la Historia, para que en ellos se reconozcan, no mártires, sino otras víctimas más de la violencia fratricida de una guerra civil. Este es el “problema” que sigue obstaculizando hoy en España el trabajo de las asociaciones civiles por la memoria. El atasco en el camino que conduce del mito a la Historia en absoluto se centra en los “muertos inquietos” como Amparo —hasta en el 2004 calumniada por un aún presente franquismo sociológico— sino en aquellos otros muertos que fueron enterrados en los cimientos del orden franquista, y cuya “exhumación” aún hoy, en 2017, sigue siendo bloqueada por algo poderoso. Ramón ya ha dado sepultura a su madre Amparo en el pleno conocimiento de su historia, y de la Historia; pero a los “mártires” también se les tiene que devolver a la Historia antes de que la sociedad española de hoy pueda realmente saldar las cuentas con su difícil pasado y pasar página."

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